Fotos de un crudo invierno en Georgia

Relatos breves sobre mi viaje a Turquía y Georgia, relacionados con las fotos que adjuntaré en esta entrada a continuación, que muestran un crudo invierno, especialmente dedicada esta entrada a Georgia.

Llegué a Georgia desde Estambul después de un largo trayecto en autobús que duro casi veinticuatro horas, atravesando la península de Anatolia que se encontraba totalmente emblanquecida con temperaturas extremadamente bajas. Fue sorprendente ver Santa Sofia y la Mezquita Azul en este escenario invernal, sentí estar en una diferente Estambul en comparación con la que había visitado hacía unos años atrás. Ya lo decía Heráclito que nadie se baña en el mismo río dos veces.

Un fenómeno que ocurre rarísima vez, igual que puede suceder en lugares inusuales como en Barcelona o Valencia. Por lo tanto, es normal que estos eventos climatológicos tengan  relevancia mediática y llamé la atención a todos sus habitantes; quienes, a pesar de que acondiciona la vida cotidiana de la ciudad, suelen lidiar la situación con bastante entusiasmo. La adversidad cuando es novedad tiene una fuerza inquebrantable en las almas humanas, las ennoblece; la cotidianidad, en cambio, actúa como aguas estancadas en las almas humanas, toda virtud y empatía desaparece en la mayoría de nosotros, pocas son las almas capaces de mantenerse equilibradas.

























Llegar a Kutaisi en transporte público desde Batumi fue relativamente sencillo, pero lo complicado fue coger el autobús urbano, ya que todos los cárteles estaban en alfabeto georgiano. Intenté comunicarme utilizando algunas palabras en ruso  que había aprendido en mis dos años en la Escuela Oficial de Idiomas con las personas más mayores del lugar que habían aprendido a hablar ruso cuando este país pertenecía a la Unión Soviética. Desde luego no fue una tarea sencilla. Menos mal, a pesar del frío y del carácter distante de los georgianos, con paciencia, logré que me ayudaran y pude bajar en el sitio correcto. Fue todo un milagro de perseverancia.
















Durante mi viaje, opté por alojarme  en casas particulares que no solían estar señalizadas, además la adversa meteorología complicaba la búsqueda que realizaba a pie. Pero siempre lograba encontrarlas, eso sí, preguntando mucho. Aunque la vida en el exterior no bullía como en días más cálidos, siempre encontraba a alguien a quien preguntar.

En una casa de huéspedes en Kutaisi, tuve la experiencia más "vinícola" y "vodkariana" de todo mi viaje. Apenas llegué y me alojé, el abuelo-propietario, acompañado de sus dos amigos (como se muestra en la siguiente foto) me invitó a que le siguiera, bajando  unas escaleras que conducían a la  entrada de un pequeño cuarto  que hacía la función de bodega, llena de botellas de vino y otros licores, donde me invitaron a beber y brindar como buenos camaradas . Siempre lo hacía  a escondidas de su esposa, que era realmente quien llevaba el negocio , la casa y el cuidado de él. Era una relación donde el marido había encontrado a una segunda madre y la esposa perdía al amante para cuidar de otro hijo. Este tipo de relaciones siempre me ha llamado mucho la atención, donde el hombre se infantiliza y la mujer se transforma en una educadora. Ella constantemente le reprendía por beber en exceso, mientras él, a escondidas como un niño travieso, bebía y bebía inconscientemente de los peligros perjudiciales para la salud. Sin embargo, ¿quién en su sano juicio, que no fuera su mujer, le podía decir ya a una persona alcoholizada con más de sesenta y cinco años que el alcohol mata?

En la casa de los huéspedes buscaba cómplices, y nos hacía beber vodka o cualquier otro licor a todas horas. Recuerdo especialmente a un japonés que estaba alojado allí durante los mismos días que yo. En una mañana, a la hora de desayunar, creí que lo mataba de una sobredosis de vodka. El japonés no quería, pero insistió tanto el otro que la cortesía japonesa se impuso. Nunca había visto un rostro tan enrojecido, daba la sensación que de un momento a otro explotaría allí, que explotaría como una sandia a la que le hubieran colocado un cartucho  de pólvora en su interior. Al final, no nos dio más opción que evitarlo en nuestras entradas y salidas, siempre haciéndolo a hurtadillas, con la mayor discreción posible. Pero el abuelo tenía muchas batallas encima y era difícil despistarlo. Si hubiéramos permanecido allí por más tiempo, el japonés probablemente habría sucumbido en dos semanas, y yo, tal vez, hubiera aguantado una más. No sé de qué material estaba hecho el abuelo, pero estaba hecho de otra pasta diferente a mí. A su ritmo, estoy seguro que no habría sobrevivido a este mundo mucho tiempo. Mi genética no me construyó con órganos de acero para soportar tantos embates. Aunque pensándolo bien, igual es el gen caucásico lo que los hace tan duros contra el alcohol, porque no parecía la excepción, como se puede ver en la foto con sus colegas.





























La noche que sucumbimos al qantsi, el cuerno tradicional para beber  de la cultura georgiana, terminamos bailando danzas tradicionales en el comedor de su casa. El japonés tenía mucho más arte que yo. Siempre tuve movimientos robóticos y descoordinados. Si la única manera de ligar fuera bailando, seguramente seguiría siendo virgen. Sin embargo, bajo el influjo de la tierra de las vides, a nadie pareció importarle cómo movía mi cuerpo, descoordinado respecto a las notas musicales. La alegría y el entusiasmo se apoderó de esa extraña noche. Era consciente que a la mañana siguiente ya tendría tiempo de maldecirla. ¿Por qué bebí tanto?






























Mientras tanto, las calles seguían completamente nevadas, y para empeorar las cosas,  muchas calles se habían helado por la noche y debía tener muchísimo cuidado para no caer. Se había convertido pasear en un deporte de riesgo.




Llegar a algunos templos ortodoxos ubicados en la cima  de una colina era toda una aventura, a pesar que solo eran normalmente menos de cincuenta metros los que había que ascender. Me  veía obligado a aferrarme a la barandilla para no resbalar y descender violentamente. Y, sinceramente, estos templos, al menos los que vi, no me llamaron mucho la atención, no les encontraba atractivo ninguno. Me preguntaba, entonces, para qué iba. Hacemos tantas cosas sin sentido en esta vida. Supongo que subía porque era lo que se espera de un turista, es decir, "dónde va Vicente, donde va la gente"; pero no me hubiera gustado morir así, una muerte tan poco épica.






























En uno de los pocos bares abiertos, situado en el subsuelo de un edificio, que encontré en mi corta estancia en Telavi, Georgia, fui invitado a tomar cervezas con dos siniestros personajes de origen checheno. Según ellos, eran ex combatientes que habían cumplido el servicio militar en Irak y Afganistán.

El más barbudo me explicó, mediante explícitos gestos, que había disfrutado mucho degollando enemigos en la guerra. Lo que no tenía claro quién era sus adversarios. "You are my friend" Me repetía constantemente con esa extraña expresión en su mirada gélida que me hacía desconfiar, como si me dijera: "Tranquilo, ya sabemos que eres occidental, pero tú eres de los nuestros, de los guays." Y ahora que tenía un amigo español, que éramos buena gente.

A la media hora de conversación, me ofrecieron alojamiento en su casa y sugerían que podría pasar unos buenos momentos con los encantos de la amiga de su novia, que era un chica muy servicial. Todo me lo decían con aquella mirada siniestra acompañada de sonrisas forzadas, antinaturales. Las voluntades femeninas no parecían tener ninguna relevancia en ese nuevo mundo que me querían internar. Claramente, en esas circunstancias donde el sexo es el principal reclamo, mis sospechas sobre sus verdaderas intenciones aumentaban. 

También mencionaron que los chechenos y los georgianos eran como hermanos, un pueblo unido. ¿Estaban delirando? ¿Se estaban quedando conmigo? Solo me faltaba que me dijeran que Putin era el mejor presidente que habían tenido en la Federación Rusa. Aunque, pensándolo bien, viendo como actúa el títere del presidente ruso y líder checheno en Chechenia, Ramzan Kadirov. todo podía ser posible en este mundo de ambiciones personales.

Después de pagar la última ronda, salimos fuera, el frío era insoportable y las aceras se habían convertido en pistas de patinaje, lo que requería un cambio de hábitos andarines si no quería estampar mi jeta contra el suelo. 

Su viejo Lada de la época comunista estaba aparcado en una calle más arriba. Justo en frente de su vehículo, insistieron nuevamente en su invitación," Pasaría una noche inolvidable con la amiga de su novia" Sus viviendas estaban a veinte kilómetros de distancias desde nuestra ubicación. ¿Qué tentador era para ser verdad! 

Ante tan tentadora oferta, decidí rechazarla con la mayor naturalidad del mundo, como si no temiera nada. La verdad era que me imaginaba en un solitario paraje invernal con aquellos dos individuos mostrando su cara menos amable, a su merced. Y como no era un Chuck Norris ni un Van Damme, esa situación se me antojaba de difícil resolución para mis intereses, era incapaz de resolverlo en un abrir y cerrar de ojos. Eran jóvenes y fuertes. Vale, yo tampoco era que fuera endeble, pero para qué arriesgar cuando puedo seguir sin problemas mi viaje. ¿No? Así que lo más prudente era seguir siendo dueño de mi propio destino en Georgia y no dejarlo en manos  de "segadores de gargantas".






En una  soleada mañana en la capital de Georgia, mientras subía la colina donde se ubicaba la fortaleza de Narikala, me encontré un monstruo de la época soviética estacionado  en una calle adoquinada. Era el modelo  ZIL-MMZ-4502 que, a pesar del tiempo transcurrido seguía en buena forma. Los soviéticos, chapuceros en muchas materias, parecían que en el mecánico habían conseguido construir vehículos inmortales, que seguían funcionado con el mismo ardor que antaño




Realmente me hacía una tremenda ilusión alojarme en uno de aquellos hoteles que pertenecieron a la época comunista y poder imaginar la red de espionaje que hubo en ellos: micrófonos ocultos en la lamparas de mesa, los teléfonos de redecillas pinchados, grabadoras de voz en los falsos techos, etc. Mientras atentos funcionarios de miradas tenebrosas y fumando constantemente ponían atención a los dispositivos de escucha, buscando alguna prueba  conspirativa de los huéspedes. Y que decir de los antipáticos recepcionista que parecían llevar semanas sin cagar. Intentaba, en definitiva, recrear un pasado oscuro que nunca deberíamos  permitir que resucitara. 

Me encontraba en la longa habitación dispuesto a descansar un ratillo antes de dar una vuelta. Era espartana, pero limpia y con baño interior. Y ya sin micrófonos, bueno, eso creía. ¿O estarían escuchando toda la noche mis ronquidos? ¡Qué mas daba!



Una de mis últimas tardes en Georgia, decidí ir a tomar algo a un bar para escapar del frio. Me senté en un taburete de la barra a tomar una cerveza. Uno de las seis personas que estaban sentados en una esquina del bar, tomando cervezas y comiendo algo, se acercó a  la barra  e iniciamos una conversación. Acabé comiendo y bebiendo en la mesa con ellos. Eran policías. Y contrariamente  a lo que había leído por parte de otros extranjeros, resultaron se amables y generosos, muy alejados de la imagen de seres despreciables y corruptos que proyectaban hacia el viajero.


Y cuando quise pagar mi parte no me dejaron. Aquella tarde se convirtió en un momento muy especial y guardo un entrañable recuerdo de esa cena.



Este taxista me llevó a la frontera. Era un tío bastante simpático. La frontera georgiana-turca, a pesar de su amplitud, debido al clima, probablemente, estaba completamente desierta, pocos viajeros la cruzaban. Quizás algún  camión.




En la frontera creí que no encontraría ningún transporte hasta la siguiente localidad y que debería caminar durante un largo tiempo por la carretera descendiente y  sinuosa hasta la primera población turca, soportando una tormenta de nieve. Por fortuna, mis peores temores no se hicieron realidad y  en un tiempo sorprendentemente corto un autobús me llevó allí. En la vertiente turca el tiempo intimidaba, parecía el fin del mundo.


Viajar en esas condiciones meteorológicas utilizando el transporte público no fue sencillo y me perdí muchas cosas interesantes desde la perspectiva turística. Sin embargo, en mi opinión, la experiencia que viví valió  la pena, ya que las sensaciones que experimente recordaba a los auténticos viajeros, aquellos primeros intrépidos que salían a descubrir el mundo tras la segunda guerra mundial. A lo largo de mi viaje, me cruce  con cinco  o seis viajeros. Un viaje de estas características solo se lo recomiendo a aquellos que buscan la autenticidad en el viaje


Febrero de 2012








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