X Crónicas malasias de Mister Cool Uncle


Envié un mensaje a la mujer que me vendió los billetes del ferri  — de ida y vuelta a la península malaya — para que nos pasaran a recoger en el muelle flotante de nuestro alojamiento.

Pero después de tres llamadas de la tripulación y no lograr entendernos, el barco prosiguió su camino sin parar en nuestro muelle.



De nada sirvió colocarnos al final del muelle. Se fue sin nosotros.


Al final, optamos por ir al  muelle del  Fishing Village, donde la vida bullía con mayor intensidad. Allí, uno de los barqueros, con gesto amable y paciencia de santo, se convirtió en nuestro salvador. Pero el daño ya estaba hecho: el primer autobús rumbo a Kuala Lumpur se nos escapaba entre los dedos como arena blanca, cálida y traicionera.

El hombre nos ayudó a comunicarnos con el barquero que nos había dejado en tierra, mientras lo observábamos, atónitos, menguar rápidamente en el horizonte. Su embarcación dibujaba una estela blanquecina y  espumosa que se desvanecía lentamente, unos metros más tarde, tragada por la inmensidad del mar. Nosotros, con los brazos alzados en gestos desesperados, parecíamos protagonistas inolvidables de una película de serie B. Sin embargo, nos prometió , por la voz del barquero, que subiríamos en el primer bote con destino a la península.

Mi Pequeña Heredera, con ceño fruncido y la dignidad herida, no ocultaba su indignación.

Afortunadamente, el billete conservaba su valor y nos permitió abordar el siguiente bote sin añadir ningún coste más.

Quedaban apenas cinco minutos para que el autobús directo partiera desde el andén de la estación, un margen insuficiente para cubrir la distancia que nos separaba desde el puerto. Corrimos, casi volamos como perdices asustadas, pero el esfuerzo fue en vano, no hubo recompensa. El autobús se había ido, indiferente a nuestros resuellos.

Con pocas opciones, tomamos un  taxi hacía Kuala Terengganu, con la esperanza de encontrar mayores frecuencias con la capital de Malasia. Pero el destino estaba empeñado en naufragar nuestras ideas flotantes, volátiles, que no armonizaban con la cruda realidad.

En la ventanilla, una cajera inexpresiva,  me comunicaba que había sido una error llegar hasta allí: el autobús no saldría hasta las cinco de la tarde. Esta vez nos tocaría esperar unas horas.

Comimos en un centro comercial al aire libre, en un ambiente relajado y caluroso. Luego nos dirigimos a la estación de autobuses a esperar que llegara el nuestro. Fue entonces, cuando el tiempo se ralentizaba y las prisas dejaban de tener sentido, que me detuve a observar a las jóvenes musulmanas con el cabello cuidadosamente recogido bajo su pañuelos.

Había en ellas una pureza que, desde fuera, podía prestarse a la idealización, como si su discreción las volviera inmunes a los defectos que habitan en todo ser humano. Su actitud, serena y contenida, parecía aceptar sin resistencia el papel que la sociedad les había asignado.

Y aunque esbozaban sonrisas tímidas al cruzar sus miradas con la de los extranjeros, la incomodidad se hacia evidente en sus gestos cuando debían interactuar con un hombre, incluso si solo era para preguntar cómo llegar a algún sitio.

Mi sobrina y su novio también se habían percatado de aquel juego sutil de gestos y miradas, dulcemente edulcoradas por una ingenuidad generacional que les resultaba ajena. Venían de un mundo distinto, más abierto a los placeres mundanos, donde la espontaneidad y el deseo no se escondían tras velos ni silencios, a pesar de las jóvenes musulmanas españolas con pañuelos que debían convivir en una dualidad de tradición y  modernidad, siendo hijas de dos mundos, donde sus luchas internas debían ser terribles.

Por fin, llegó nuestro autobús y subimos a él. Partíamos de vuelta en donde empezó todo. No quedaba mucho tiempo, pero podríamos disfrutar de Kuala Lumpur un día.

Solo hicimos una parada en una moderna área de descanso.

Llegamos de madruga a la estación de autobuses. Tomamos un taxi hasta el centro. Disfrutando del skyline, con pantallas gigantes de led.



Parada para cenar.


Nos alojamos en pleno centro, en un hotel caro y lujoso, ubicado en un rascacielos. Para los estándares malasios, era un exceso; para un europeo de clase media, perfectamente asumible. Eso éramos, en definitiva.

Al día siguiente, mi sobrina quería hacerse unas fotos al anochecer en la piscina infinity, con los modernos rascacielos de fondo, entre ellos las emblemáticas Torres Petronas iluminadas. Yo aproveché para hacer algo de postureo, pero de espaldas: no todos los rostros están hechos para democratizarse ante una cámara.



Intentando posturear, porque los viejos también podemos.


La tiranía está siempre presente en la naturaleza, en cada rincón de su construcción. En lo que se muestra y en lo que se oculta. En lo que se impone como belleza y en lo que se margina como defecto. Es el juego del optimista y el pesimista: el que se olvida de las desgracias y el que se olvida de los placeres. ¿Y yo? ¿Dónde estoy? No creo que sea necesario escribirlo.

…y la cama me devoró la conciencia sin el menor remordimiento. Los pensamientos cabalgaron sin dueño, y la vida pasó a un estado más parecido a la nada, allá donde la chispa está más cerca de la "moribundez".


Capítulo XI


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