Mochilero en Angola (III)

 Capítulo tercero

Y llegó el día, el día que descubrí las  Quelas de Kalandula



El despertador del móvil me sacó del envoltorio del sueño. Ese día comenzaba la aventura con letras mayúsculas; era el día que aparecería ante mí unas de las cascadas más sobrecogedoras del planeta, la segunda más grande de África. Para el mundo mi emoción no tenía sentido; pasaba desapercibida, como la alegría del gorrión al trinar al amanecer, entre el canto de cientos de trinares de otros pájaros. Tampoco, para ser sinceros, tenía relevancia las ilusiones que burbujeaban en cada alma humana aquella mañana austral. El mundo, siendo el mismo para todos, se sentía y se veía  de ocho mil millones de maneras diferentes; formando, paradójicamente,  todos una misma unidad incapaz de desentrañarla con nuestra conciencia y que aparentaban estar aislada unas de otras, creando aquello que llamamos individualidad y que no es otra cosa que un pedacito indivisible de la entidad universal. Sin embargo, extrañamente, nos sentíamos diferentes, singulares y únicos.



Quelas de Kalandula


Después del abundante desayuno en el hotel me dirigí hacia la calle principal de Malanje para intentar retirar dinero de los cajeros automáticos. Debido a que era un día festivo los bancos estaban cerrados. Fue infructuoso los intentos de sacar dinero con mis tarjetas de prepago de MasterCard, ya que todos los cajeros rechazaban la operación.

Durante mi viaje probé otros cajeros automáticos, pero en todos ellos la operación fue denegada. No logré retirar dinero con mis tarjetas de prepago de MasterCard.

Finalmente, decidí tomar una mototaxi para acercarme a un cambista callejero. Según algunas personas, estaba prohibido por el gobierno, mientras que otros opinaban lo contrario. En cualquier caso, necesitaba el dinero y traté de no pensar en las posibles consecuencias judiciales que podría tener en el caso que fuera ilícito. El cambio ofrecido fue excelente: 1 euros por 1000kz.Aproveché la oportunidad para cambiar 200 euros. Esta transacción de divisas era  mucho mejor que la de un banco, donde habría perdido 20 euros (20000kz) por la misma cantidad de  dinero.

El cambista me dejó su número de teléfono (946114370) por si volvía a Malanje, asegurándome que vendría al punto de encuentro que yo quisiera de la ciudad. 

Con 200000kz en mi cartera, recogí mi mochila en el hotel y tomé una mototaxi que me acercó a la parada de los candogueiros (minibuses azul y blanco inconfundibles y extendidos por todo el territorio angoleño) con destino a la población de Calandula, ubicada a 77 km de distancia. Me costó el trayecto 1500kz. 

Tuve que esperar durante una hora hasta que el vehículo se llenara. Una mujer que pasaba por mi lado me advirtió que se me iba a caer un billete de 1000kz del bolsillo. Los angoleños no merecían la mala reputación que pesaba sobre ellos. En algunos aspectos me recordaban a los cabales tailandeses..

El viaje transcurrió en el asiento delantero hablando con Luis, un pastor evangelista que había estudiado Derecho en Huambo. Sus recursos lingüísticos eran inagotables. Dos días junto a él y entendería perfectamente el portugués. No me extrañó que fuera poliglota a pesar de no hablar inglés.

En el control policial se percataron de que tenía el seguro del coche caducado  desde hacia unos meses. Normalmente, el recibo se mantenía a la vista, en el parabrisas en la parte inferior, junto al salpicadero del asiento del acompañante. Seguramente el conductor solucionó el problema pagando una pequeña cantidad al policía para que hiciera la vista gorda, ya que  en menos de cinco minutos estábamos de nuevo en marcha. La "gaseosa" como lo llamaban los angoleños la extorsión. 

En el horizonte de la llanura, donde bruscamente se elevaba la tierra, observé por primera vez las  Quelas de Kalandula, gracias a la intervención "divina" de Luis el  pastor, el que no se callaba ni bajo el agua, quien me las señaló con su dedo índice y que bien podría haberse pasado inadvertida ante mis ojos, tan lejanas y blancas como un perenne glaciar de montaña. Dentro del vehículo ni fuera, se escuchaba el rugido furioso del agua golpeando violentamente después de caer precitadamente cien metros y volver a convertirse en un río, ni tan siquiera podía  distinguir su movimiento constante. Pero sentía una misteriosa emoción que embargó mi espíritu. Volvía a ser aquel niño que veía el mundo inocentemente, dando las primeras pinceladas al cuadro de la memoria, contemplando la impactante belleza de la naturaleza, sin preocuparse de lo que subyacía tras su magnificencia.

En menos de dos horas llegamos a la arteria principal de Kalandula, la única pavimentada de la población. Era una población sin mucho atractivo, pero con servicios, algunas casas coloniales y algunos edificios nuevos sin encanto alguno.



Avenida principal de Calandula.

Después de preguntar a un par de personas en la calle, encontré rápidamente el hotel al que había llamado el día anterior, que pasaba inadvertido sin rótulos y una fachada que bien podría haber pasado por un almacén de bombonas de gas. 

Entré por un amplio acceso para vehículos y pasé a la recepción. Allí me atendió un agradable joven que me informó  sobre las tarifas de las habitaciones disponibles. La habitación  individual costaba 25000 kz, por la  que finalmente opté.

El alojamiento disponía de aire acondicionado, baño privado, agua caliente, nevera y televisión de plasma. Además, ofrecía a los clientes una piscina  y desayuno incluido en el precio.




Habitación del Hotel Numina donde me alojé en Calandula.



Hecho los trámites de la entrada, salí nuevamente a la calle y busqué  un motorista que me llevara a las Cataratas de Kalandula, ubicada a 4 kilómetros  de distancia por una carretera pavimentada. No tardé en llegar a un acuerdo con uno de ellos por 1000kz. Antes de marchar, paró en una primitiva gasolinera, un puesto de venta de gasolina utilizando botellas de plásticos para rellenar los depósitos de las motos.



Mi viaje en moto desde Calandula pueblo a las cataratas.


Finalmente, llegamos a una pequeña explanada pavimentada donde había varios todoterrenos lujosos y potentes estacionados.

Se acercó hacia a mí un joven con un chaleco reflectante y me ofreció los servicios de uno de los chicos que llevaban sudaderas verdes con la inscripción  "guías turísticos" en el pecho. Tenían aspecto de cervatillos, con miradas asustadizas, ofreciéndose como guías. Había leído que algunos expatriados les pagaban 10000kz por llevarlos al pie de la Quela de Kalandula, que quedaba a  solo un kilómetro de distancia. Me parecía excesivo pagar tanto. Finalmente, llegamos a un acuerdo y pagué 6000 kzAunque para llegar al pie de la cascada era muy sencillo, no tenía perdida gracias a algunos videos de algún YouTuber sabía perfectamente donde comenzaba el camino. Recomiendo los videos del YouTuber angoleño Vlog de Primata:




Recorrimos un pequeño tramo rocoso con piscinas naturales donde los niños pequeños jugaban y disfrutaban de la mañana. Habían construido un pequeño mirador para contemplar aquella maravilla de la naturaleza, que se extendía a lo largo de algo más de cuatrocientos metros y tenía una caída de ciento cinco metros.

Un cartel advertía del peligro de acercarse a la orilla de las rocas para contemplar la caída de agua. En el 2023, según mi guía, había fallecido un portugués al resbalar en el borde del precipicio.

Había muy poquitos turistas y todos ellos eran nacionales. El ensordecedor ruido del agua intimidaba al observador, quien miraba aquella especie de anfiteatro natural absorto ante los destellos magnánimos de la creación. Me sentía un Livingstone al descubrir las Cataratas Victoria.

Después seguí al joven angoleño y a un compañero suyo por una pista ancha que nacía al pie de la carretera asfaltada, al lado contrario de un proyecto inacabado de hotel, grisáceo y feo.



Pista que conduce al pie de la catarata


El camino se estrechó y de repente la pendiente se hizo pronunciada a medida que nos acercábamos al río LucalaAlgunas piedras eran resbaladizas y tuve que caminar con mayor precaución. En el último tramo, avanzamos descalzos por la fangosidad del camino, el barro me llegaba hasta las pantorrillas. Me sentí torpe y viejo al resbalar varias veces, sin la misma ligereza que los cervatillos angoleños que se movían armónicamente por el complicado terreno fangoso.  andaban con más soltura. El ambiente se tornó lluvioso y terminé completamente empapado, aunque agradecí enormemente la frescura en un día ya caluroso.



Aspirante a camiseta mojada 2024. ¿Ganaré el concurso?



El momento , el dichoso momento, se había consumido; tantos días pensando en aquel momento, y pasó en un flash, un instante efímero, pero de gran valor, como todos los grandes momentos en la vida, que no dura demasiado pero quedan eternamente grabados en la historia personal de uno.

Por el camino pude observar un ciempiés gigante, ajeno al peligro que representa el hombre. Se movía lentamente sobre una piedra, predispuesto a ser fotografiado. Una grata sorpresa que siempre me ilusiona cuando es inesperado. Estos encuentros tienen un valor considerablemente mayor que los encuentros deliberados, por mucho que pueda observar más.



Ciempiés gigante


El camino de vuelta, a pesar de ser escasa longitud, se hizo exigente por su desnivel. Tan solo eran cien metros, pero revolucionó todo mi organismo al intentar seguir el ritmo del cervatillo. Llegamos a una pequeña edificación portuguesa en ruinas y nos sentamos a descansar en una enorme cañería de agua que servía para suministrar agua a la población local desde los tiempos coloniales.



Tubería que suministra agua al pueblo de Calandula, desde la época colonial.


Allí me dijo que debía pagarle. El cervatillo se enfadó cuando no le di más de lo acordado. Dejó que marchara solo. En el parking, me preguntó el que parecía ser el responsable de los muchachos que hacían de guías a los turistas si todo iba bien al verme caminar solo y a mi guía ir unos pasos más atrás sin intercambiar palabras. Le respondí que no había ningún problema.

A la media hora el cervatillo me saludó sin rastros del enojo. Los angoleños no solían ser rencorosos. Sus enfados efervescentes se disipaban rápidamente. 



Mi joven guía

 

Pasé un buen rato, antes de marchar al pueblo otra vez, por la zona contemplando la relajada  actividad del lugar y me tomé una cerveza en uno de los puestos callejeros a la sombra de un árbol.  Pregunté por una mototaxi y enseguida localizaron a un chaval que me llevó de vuelta.



Las pequeñas piscinas naturales a la orilla del precipicio.


Al dirigirme al hotel, en plena canícula del día, unas mujeres sentadas, en sillas de plástico bajo la sombra de un árbol, se sorprendieron positivamente al ver mi rostro sonreír a al comentario jocoso de una de ellas: " El blanquito se va a quemar". Y todas ellas rieron.

Al atardecer, paseé por la avenida principal y las adyacentes de tierra. Solo algunos niños más pequeños miraban con curiosidad al blanco, los demás miraban de reojo y con respeto, sintiéndome uno más de la población. Solo una vendedora de un mercadillo con pocos puestos se atrevió a dirigirse a mí con un amable cumplido. La atmósfera invitaba a explorar todos los recovecos de la población, se respiraba un aire muy acogedor. El pastor que no callaba ni debajo del agua en el candogueiro de la mañana me aseguró que la región de Malanje era muy segura.



Uno de los bonitos murales en la fachada de las casas de la calle principal de Calandula.


Entré en un local de un edificio añejo, de esos que se mantienen por la gracia de Dios, porque las manos humanas dejaron de posarse cariñosamente sobre sus muros hacía mucho tiempo. Un inmenso altavoz rezumbaba música  a todo volumen, predispuesto a romper tímpanos y enmudecer palabras. Me tomé una cerveza en la barra, mientras la propietaria llamaba discretamente a una joven que fumaba en uno de los dos accesos y bailaba solitaria al son de la música. Seguidamente se acercó a mí con una mirada perdida, sin la musicalidad de la juventud en sus ojos, donde se podía leer diáfanamente en la profundidad de ellos que su cuerpo se había desvinculado totalmente de su alma. Amablemente le dije que no deseaba compañía, que me tomaba la cerveza y marchaba. Y allí se quedó, predispuesta a entregar el cuerpo al mejor postor  sin un halo de felicidad en su rostro.

Por la noche, cené en el restaurante del hotel. Tardaron una hora y media en servirme la cena. Mientras tanto, la camarera coqueteaba conmigo cada vez que entraba en el solitario comedor. Cuando ya iba a marcharme cansado de esperar, me trajo ella el pescado largamente esperado. Pensando maliciosamente si sería su plan para enamorarme y sacarla de la población que le debía estar oprimiendo sus sueños de una vida próspera. Le deseé en la intimidad de mis pensamientos que encontrara un buen hombre predispuesto a ofrecerle esa posibilidad, ya que no tenía mejores oportunidades y parecía una buena persona.

Por lo menos, estaba delicioso. El plato, ¡eh! No penséis  mal.



La espera más larga  para poder cenar.


Y me fui a dormir arropado por las mantas, protegido de los mosquitos por el frio del split del aire acondicionado . Una salvaguarda de la malaria, en un territorio que, según Sanidad Exterior, estaba muy extendida.


Vamos a Piedras Negras


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