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Marruecos por libre
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Marrakech por libre
El autobús de la compañía CTM partió a las 11:30 h del día 5 de marzo de 2025 desde Sidi Ifni con rumbo a Marrakech, el último destino de este entrañable viaje africano.
La hamada había quedado atrás;ahora, la flamante autopista atravesaba montañas de tonalidades rosadas que hacían comprender el origen tan singular y único de Marrakech.
El conductor no hizo ninguna parada hasta el atardecer, momento en el que ya estábamos cerca de nuestro destino. Sin embargo, después de todo el día sin comer, ¿quién sería tan valiente como para no detenerse en la primera estación de servicio ante unos pasajeros ansiosos de romper el largo ayuno? El lugar estaba perfectamente dispuesto para recibir a los hambrientos marroquíes.
Al adentrarnos en la ciudad moderna de Marrakech, nuestro autobús se detuvo en la estación de CTM. En la parada de taxis, uno de los conductores intentó cobrarme cinco veces más de lo habitual para llevarme al casco antiguo. Finalmente, al darme la vuelta con intención de irme a pie, a pesar de la lluvia que empezaba a caer, accedió al precio que yo había exigido.
La impoluta medina de Marrakech. |
Mi alojamiento se situaba muy cerca del Palacio de la Bahía. Tan solo tuve que andar una decena de metros desde la medina y preguntar para encontrar su ubicación: Riad Jdid por 72 euros la noche. El precio estaba inflado, pero es lo que había si quería alojarme en la laberíntica y rosada medina de Marrakech.
Me registré en la azotea, mientras la lluvia continuaba su lenta y constante procesión procedente del cielo, un cielo que inspiró a las religiones monoteístas a establecer el reino del Todopoderoso con nombres diferentes, pero con las mismas formas antropomórficas y deseos humanos. ¿Acaso se estarían orinando sobre nosotros, los muy cochinos? Pensé burlonamente. Los jóvenes hermanos que regentaban el establecimiento eran amables y atentos. Supongo que el precio ayudaba a desarrollar los instintos de cooperación y empatía. Obviamente, el hotel estaba lleno de turistas. Marrakech era un potente imán para el turismo, embelesado por la hermosura de la ciudad.
Me fui a dormir a las diez de la noche, en mi bonita habitación sin ventanas que me ofreciera una imagen cotidiana de la vida en la medina, para levantarme temprano e intentar explorar lo máximo en un día sin estresarme.
Minarete de la Kutubia. |
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Almorcé en el riad, ya que... ¡qué menos! este entraba en el precio. Huelga decir que fue una buena comida para empezar el día. Los días sinsabores y monótonos de Mauritania ya quedaban en el pasado. Marruecos era una explosión de gratas sazones.
Lo primero que hice fue acercarme a la famosa plaza de la medina (Yamaa el Fna), que a primera hora permanecía aletargada, con sus puestos de zumos vendiendo a tímidos extranjeros, ante el nuevo día, refrescantes elixires del paraíso.
Los famosos encantadores de cobras me llamaban para ver su denigrante espectáculo a cambio de unos dirhams. Los animales no parecían tener mucho más favor ni gracia que en Mauritania. Pero la supervivencia, el llevar algo para comer a casa, no dejaba espacio a la sensiblería occidental, acostumbrada a ordenar todo y esconder el sufrimiento a la vista de un mundo perfecto. Y yo, como buen occidental, influenciado por estas corrientes, no podía participar de estos espectáculos, aunque supiera que el proceso antes de llegar a una carnicería no fuese tampoco un camino de rosas para los animales occidentales que la mayoría de seres humanos degustaban.
La vida nunca fue fácil de gestionar, y menos de pacificarla.
Mirando a mi alrededor, aún sin los ingredientes que darían vida a aquel milenario zoco, me quedé absorto en pensamientos sin sentido, mientras el día recuperaba su trono. Hasta que desperté de mis ensoñaciones, sin mayor recorrido que mi mente, y me fui en busca de una copistería para imprimir en papel mi billete de embarque de Ryanair con destino a Barcelona.
En una de las calles que desembocaban en la plaza, encontré una, con carteles en su vidriera informando de tal servicio. De todas maneras, en los mostradores de facturación me entregaron otra tarjeta de embarque; debía pasar, sí o sí, por los 'check-in desks. Pero ya se sabe que con la compañía irlandesa todo puede suceder, y nada bueno.
Muy cerca se alzaba el Minarete de la Kutubia, inspiración para la construcción de la Giralda de Sevilla, que, como un faro, guiaba a los turistas hacia él por una hermosa rambla, flanqueada en un lado por pomposos carruajes tirados por sufridos caballos.
La vida continuaba en esa eterna dualidad de alegría y sufrimiento dentro de un mismo espacio, donde algunos podrían describirlo como el lugar más hermoso del mundo, mientras que otros lo considerarían el más terrible de todos los mundos que han existido. Seguía resultándome extraña y confusa, sin nada a lo que aferrarme como salvavidas, ni ningún profeta al que seguir.
Pero,ante tanto galimatías, quedaba una satisfacción inquebrantable: la pasión por la búsqueda, por mantener la ignorancia sujeta al último bastión que la naturaleza no podría arrebatarme antes de desaparecer : la curiosidad.
Rambla que me lleva al minarete de Kutubia. |
Resultaba extraño la facilidad con que algunos buscavidas conseguían a veces engañarme, cuando bajaba la guardia demasiado, dejando que me engatusasen, con métodos tan comunes en el "nicho ecológico del turisteo en cualquier urbe del mundo con muchos visitantes". Primero te ofrecían el producto "gratuitamente", y al final siempre acababan cobrándolo a un precio algo más inflado de lo normal.
Así ocurrió con un vendedor de trenzas de hojaldre que las llevaba en un cesto de mimbre, entre los jardines adyacentes al minarete. Al menos, pensé, estaban sabrosas. Y es que la repostería marroquí en aquella región más central era mucho más deliciosa que la empalagosa del norte, demasiado dulce para mi paladar.
Era obvio que esas pequeñas estafas hacían cosquillas a mi presupuesto mochilero, pero herían el absurdo espíritu de querer ser siempre el más listo de la clase cuando en el mundo había tantas formas de inteligencias como especies existen en el mundo.
Minarete de la Kutubia desde otra perspectiva. |
Seguí a la procesión de turistas que se acercaban a los cuidados jardines de Mamounia y salí de la ciudad vieja perimetral por unos muros rosados. Recorrí durante unos treinta minutos la muralla para volver a acceder por la Madrasa de Ben Youssef. Y volví a rodearme de turistas. La vida en la medina de Marrakech vibraba y era totalmente cosmopolita. Un casco viejo que tenía una apariencia muy diferente a la de otras épocas. Era otro Marrakech, donde el protagonismo no lo centraban sus ciudadanos.
Las murallas de Marrakech. |
Los zocos centrales parecían un cauce desbordado, anegado de turistas que masificaban cada una de las callejuelas interconectadas, repletas de puestos y de gente regateando. Los vendedores marroquíes demostraban una habilidad sorprendente para chapurrear una infinidad de lenguas, lo que , por supuesto, facilitaba las ventas.
Con la irrupción de los vuelos de bajo coste, se había producido un aluvión de turistas, especialmente de Europa, atraídos por la belleza y el exotismo de la ciudad, así como sus precios contenidos. El tiempo en que Marraquech era visitado por cuatro hippies en las postrimerías del siglo XX había quedado atrás. El mundo había cambiado mucho en apenas décadas, gracias a Internet, que transformó las reglas del juego y convirtió el mundo en un pañuelo.
Todavía recuerdo la fascinación que sentí la primera vez que pude chatear con un chica colombiana por internet, en tiempo real, sin necesidad de pagar desorbitadas facturas. Era algo mágico, poder comunicarte con alguien tan lejano como si estuviera a tu lado. Pero eso solo era una anécdota con toda la transformación que aquello provocó.
Viajar se volvió mucho más fácil, y el turismo, la nueva gallina de los huevos de oro para muchos estados: una gran empresa que había que proteger. Países que antes solo visitaban personas como Camille Doulls —o ricachones escoltados por una corte de guardaespaldas— se volvieron, de repente, accesibles y cercanos. Eso sí, a costa de sacrificar el espíritu aventurero de aquellos pioneros del viaje.
Calle alrededor de la medina. |
Tomé un zumo de naranja en una de las miles de terrazas de los bares que había diseminados por la medina , junto a la mezquita de Ben Salah. El acceso a las mezquitas de Marruecos estaba prohibidas para los no musulmanes, pero al menos esta no ofrecía ninguna peculiaridad que la hiciera interesante y que codiciáramos los occidentales por acceder.
Dicen que lo prohibido y lo desconocido ejercen un magnetismo irresistible sobre la curiosidad humana. Al final, somos capaces de hacer auténticas locuras, obsesionándonos con estar en un lugar que ,quizás, no tenga nada de especial, que sea simple y rudimentario. Pero así somos, como asteroides que vagan por el universo hasta impactar, dejando una estela que, tarde o temprano, se difuminará para siempre.
Las horas pasaban rápidas paseando por la medina, un día resultaba demasiado corto para ver todo. Aun así, aproveché bastante el tiempo.
Aunque era Ramadán en los restaurantes no se notaba, pues estaban llenos de turistas comiendo. Elegí uno que ofrecía marisco y pescado. Los platos opíparos fueron una batalla complicada de ganar, con uno solo habría sido más que suficiente para mí.
También me acerqué al barrio, a la sinagoga y al cementerio judío, un camposanto amplio repleto de tumbas blancas casi sin caligrafía, lo que le daba un aspecto extraño y único. No sabía que pensar al respecto, si era hermoso o era feo. Porque hay cementerios que son la ostia estéticamente hablando.
La noche se apoderó de Marrakech y como tenía que levantarme muy temprano para coger el avión a Barcelona, me fui a dormir al Riad.
A las 3:30 h sonó el despertador y ,a las 4, me llamó el regente del alojamiento, quién me acompañó hasta el taxi. Mientras recorría las serenas y tranquilas avenidas de Marrakech, me di cuenta que llegaba al fin. Un fin con un sabor agridulce como siempre: la alegría de la vuelta y la tristeza del adiós.
Cementerio judio. |
El viaje a Mauritania y Marruecos en 2025 llegó a su fin, pero no el deseo de volver. Hay tierras que no solo se visitan, sino que se quedan en el alma, y esta es, sin duda, una de ellas. Sobre todo, Mauritania, que dejó su impronta indisoluble en mi conciencia, ensanchando mi mirada y agrandándola un poquito más. Porque, al final, ¿qué es la conciencia sin datos ni conocimiento? Saber es sentir que existes.
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