Mochilero en Angola (IX)
Capítulo noveno
De Benguela a Luanda
Todo tráfago de personas en la estación de Macon de Benguela se disipó rápidamente cuando la abandonamos en dirección a Luanda, después de adquirir el billete en la taquilla unos minutos antes (por 11000kz ). Regresaba al lugar donde todo se había iniciado en un lluvioso amanecer, un sitio que me parecía increíblemente distante en el tiempo, a pesar de haber pasado apenas nueve días.
Éramos pocos pasajeros en el interior del bus, en esa compañía no se palpaba los aires subsaharianos, es decir, no se llenaba el vehículo hasta el último rincón a expensas de ganar más dinero, priorizaban la puntualidad. Lo importante, como rezaba el lema de la empresa era el destino: " Seu destino, nosso objectivo !". Aunque eso no era suficiente para algunos angoleños, quienes se quejaban a la menor contrariedad, igual que cualquier ciudadano de nacionalidad española. A lo bueno rápido nos acostumbramos y olvidamos velozmente que venimos de un pasado más negruzco.
Eslogan de la empresa Macon. La mejor compañía de transporte del país. |
Algunas calles de Lobito se habían transformado en canales de agua, una Venecia a lo africano. El autobús pudo llegar hasta la estación sin ningún problema para recoger a varios pasajeros. Las motos angoleñas se transformaron en "vehículos acuáticos", no iban a detener la actividad por una simple anegación de las calles, considerando los muchos días aciagos que este pueblo ha vivido a lo largo de su historia como Estado eso era una menudencia. Las lluvias torrenciales de la víspera presagiaban un viaje complicado. Cualquier cosa podía ocurrir, y nada bueno, cuando el tiempo se torna adverso.
Motorista recorriendo una calle inundada de Lobito. |
Paramos en un pueblo con muchos negocios con sombrillas de playa a ambos lados de la carretera. Habían estacionado varios autobuses y los pasajeros aprovechaban para comprar algo para comer. Yo solo me atreví a comprar una botella de agua. No quería arriesgarme a comer alguna cosa que volviera a resucitar los convulsiones intestinales. Esperaría hasta llegar al alojamiento de Luanda.
Los peores temores no tardaron en materializarse cuando una larga cola de vehículos permanecían parados delante de nosotros, y en dirección contraria no circulaba ningún vehículo en la región de Canjala. La razón era que el puente que cruzaba el río Eval había sido dañado por las lluvias torrenciales, y algunas personas intentaban repararlo de la manera más surrealista y, por cierto, habitual en el país. Estaban rellenando los agujeros provocados por los deslizamientos de tierra debido a la mordedura del agua fluvial, que debió bajar con una fuerza terrible en un río que no estaba acostumbrado a llevar mucha agua, considerando su discreto lecho.
Reparación de urgencia del puente que cruza el río Eval. |
Tampoco se hicieron esperar los angoleños más irónicos con su humor negro: "Parece que estamos en tempo de guerra" Soltó uno de los pasajeros más jóvenes del autobús, mientras otra mujer acompañada de sus hijos le recriminaba al conductor su enfado por no avisarnos antes, ya que en la estación de Benguela debía saber cómo estaba el puente. Hasta que el conductor decidió arriesgarse y cruzar el puente con la "ñapa angoleña". Bajamos todos, ya que no las teníamos todas con nosotros y cruzamos a pie el puente.
Pasajeros corriendo para tomar la furgoneta adaptada que acabó de pasar con éxito el puente del río Eval. |
Pasaron primero camiones y autobuses en dirección contraria hasta que un policía, con pocas ganas de trabajar y coaccionado por las quejas de los pasajeros de nuestro lado del río, paró ese lado y dio paso al nuestro. Por suerte, nuestro autobús logró pasar y el tiempo que nos mantuvo retenido el puente roto no fue demasiado. Unos días más tarde, al leer en el Jornal de Angola digital, descubrí para mi sorpresa que finalmente habían tenido que cerrar en ese punto la Carretera Nacional 100. Al parecer, no había soportado mucho tiempo la "ñapa angoleña" y el terreno había acabado por desmoronarse por completo, obligando a los vehículos a dar un gran rodeo para llegar a sus destinos. En ese momento, no imaginaba la suerte que había tenido al poder pasar mi autobús, ya que no hacerlo hubiera provocado que llegara a altas horas de la madrugada a Luanda, algo que, sinceramente, no me hacía mucha gracia.
La resaca del temporal siempre es dura. |
El conductor paró unos kilómetros más adelante y se ausentó un momento para tomar algo, después de la tensión que había tenido que soportar al pasar por esas lamentables condiciones del puente. Probablemente, se estuviera jugando incluso su puesto de trabajo si cometía un error y el vehículo caía al río. Los pasajeros no lo veían así y continuaron más joviales y relajados, que antes de cruzar el puente, ahora con sus bromas ácidas. Le hicieron un buen traje al conductor. Lo más amable que le llamaron fue "borracho". Y todos reímos ante las ocurrencias de los dos o tres bromistas que habían en el autobús.
Paramos una vez más antes de cruzar el río Kwanza, y antes de llegar a unos peajes de carretera observé en el estrecho arcén a un grupo de monos azules comiendo tranquilamente. Se les veía muy familiarizados con los seres humanos; diría que eran oportunistas y probablemente se habían acostumbrado a mendigar a los compasivos conductores. Recordé al ver esa imagen a las palabras del autor del libro "El último tren verde" de Paul Theroux, que afirmaba que estos encuentros inesperados de la vida salvaje resultaban mucho más gratificantes que los programados en un safari repleto de animales. Me sentía muy identificado con este punto de vista. Mis mejores experiencias con la vida salvaje siempre han sido encuentros inesperados. Y el mejor avistamiento que he tenido no ha sido ni en la selva nepalí, ni en el Amazonas ni en las Islas Bijagos. por muy hermosos que fueran; paradójicamente, ocurrió mucho más cerca de lo imaginado, en el Prepirineo oscense. Fue cuando sorprendí, o mejor dicho , nos sorprendimos mutuamente, a un águila real mientras comía entre los matorrales de un bosque, a escasos tres metros de mí. Permaneció durante unos segundos con las alas desplegadas y mirándome fijamente. Fue un momento indescriptible al reconocer en su mirada a un ser inteligente, un ser sintiente.
Llegamos a Luanda cuando estaba anocheciendo, con las calles repletas de gente, hasta la estación principal de la compañía Macon. Allí tomé un taxi de la aplicación Yango por 1900kz para que me llevara a mi alojamiento reservado por booking. El pago se realizaba siempre en efectivo.
Al conductor le costó encontrar el Hotel Casa Natalia y no me dejó bajar hasta que no estuvo seguro que estaba justo al lado. No le pareció adecuado que anduviera de noche por las calles de Luanda.
Los vigilantes de la entrada me dejaron entrar, pensando que ya me había registrado. Tuve que salir de nuevo del bonito patio interior y explicarles que acababa de llegar. Llamaron a la propietaria por teléfono y acordamos que le pagaría el lunes. El vigilante más mayor me recepcionó y me dio la bienvenida. Le pregunté por un restaurante o un supermercado que no estuviera muy lejos, y me indicó uno con productos importados que resultaban más caros que en Europa. Comí con desesperación en la cómoda habitación que me salió por 50 euros la noche.
La jornada se había esfumado en las carreteras de Angola, que nunca son aburridas y son por si solas una distracción. Mañana era el último día completo, un Domingo de Ramos en Luanda.
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