Mochilero en Angola (I)

Capítulo primero


Desde un amanecer aéreo


Una de las inquietudes que me acosaban al viajar y relatar mis experiencias era evitar caer en frívolas  y manidas opiniones con el fin de proyectar una adecuada imagen al exterior. No deseaba convertirme en un escaparate de la mejor versión de mí mismo. Esa no era la idea con la cual deseaba dejar mi efímera huella en el mundo. Buscaba acercarme a la honestidad, llegar lo más cerca posible de la hoguera sin acabar conmigo por ser demasiado límpido. Un hombre no podía ser solo resplandor, también existía la oscuridad, y no quería ocultarla, apremiaba desprenderme de ella sin flagelar mi cuerpo. Anhelando andar desnudo y despojado de todo peso predeterminado social, quería ser "un animal, bípedo y sin plumas", como afirmó cínicamente Diógenes de Sinope, cuestionado la definición dada del ser humano por el gran Platón. Ser como los animales que no esconde una parte de sí. 

O como dice la canción: "Ser un indio que un importante abogado".

 

"De pequeño me impusieron las costumbres me educaron para hombre adinerado pero ahora prefiero ser un indio que un importante abogado"

 

Extremoduro


Mis palabras no debían convertirse en un canto poético a mi benevolencia ni reflejar a un ser humano nublado por su ego. Aunque en más ocasiones de las que quisiera cayera en la trampa, muchas, pero me esforzaba para que no ocurriera. 

La mayor dificultad radicaba en expresarme correctamente a través del arte de la escritura, un arte que dominaba muy poco.

Sin embargo, con o sin arte, volvía a escribir un diario de viaje, en los cuales intentaría ser lo más honrado que pudiera, evitando, dentro de mis posibilidades, las interferencias constantes del ego. Por supuesto, también dejaría datos prácticos de Angola, que era el país al cual llegué un viernes 15 de marzo de 2024.


El poder de las palabras


La gente tiende a exagerar las historias, y más, sin son trágicas. Convierten el mundo en un lugar horrible, mucho más de lo que realmente es. Sus palabras, en muchas ocasiones, sin poder evitarlo, se inoculan en la mente del viajero experimentado pero principiante en las nuevas tierras. Acaba uno sintiéndose acondicionado por los prejuicios de otros, sean o no exagerados.

Así me sentía, amedrentado como un cordero esperando su turno en la sala del sacrificio, sentado en el asiento 39C del Airbus A330-300 de la compañía Lufthansa, al observar los humildes barrios de Luanda por primera vez, a vista de pájaro, a través de la ventana ovalada, mermando la alegría de mi espíritu las palabras escritas e incómodas que no quise encontrarme sobre la delincuencia en la capital en los meses dedicados a recopilar información en libros, blogs, Google MaP, Jornal de Angola.

Solo un halo de una luz esperanzadora conseguía mantener la balanza oblicua en el aire, resistiendo milagrosamente al peso del miedo y evitando que retrocediera. Un mensaje privado al Instagram de un experimentado viajero (Carloselviajero), que no hacia muchos había recorrido durante unas semanas este país tan desconocido, produjo el efecto balsámico que anhelaba. Dos únicos y sencillos reglones a los que me aferré como  un naufrago  agarrado a un tronco en la inmensidad del océano antes de llegar a una isla remota para mantenerse vivo, que milagrosamente encontré; muchas gracias, Carlos:

"Se puede caminar solo y a pie. No noté inseguridad, no tuve esa percepción"


Aeropuerto Internacional Quarto de Fevereiro  


Según el ministro Ricardo de Abreu, se preveía para el tercer trimestre de 2024 recibir vuelos internacionales en el nuevo y flamante aeropuerto Internacional Agostinho Neto. Ubicado en el sur de Luanda, en la zona de Bom Jesus, en el municipio de Viana, a 50 km de distancia aproximada del centro de Luanda.

Mientras tanto, los vuelos internacionales seguían aterrando en el viejo aeropuerto de la ciudad de Luanda, muy cercano al centro. Principal ventaja para los que tenía reservado el alojamiento en el corazón de la capital, una ventaja que tenía los meses contados.

Intenté no dejar nada al azar y reservé un taxi a través del alojamiento... pero nada fue como pensé, y aún así fue mucho mejor para mí. 

La escalera de pasajeros fue conducida suavemente hasta el acceso de la parte delantera del avión. Era una escalera cubierta y con barandilla. Descendimos todos los pasajeros, en su mayoría blancos, blancos que no volví a ver durante días. Eran expatriados destinados a trabajar en  el sector petrolero, de la construcción u otras especialidades no cubiertas por los angoleños, debido a la falta de formación y una guerra demasiado prolongada que todavía hacia mella en la formación de sus ciudadanos. Una jardinera nos esperaba a pie de avión para trasladarnos a la terminal. A esa hora temprana  de la mañana, gracias al cielo encapotado y lagrimeando, no era excesivamente sofocante, sino soportable. Luanda se mostraba nublada.

No pudo ser más sencillo el control de pasaportes. No hubo preguntas ni necesidad de pagar nada. Solo un simple y modesto sello en una de las páginas de mi pasaporte por una amable agente. 



Sello de entrada y salida de Angola. totalmente gratuito.


Desde el 01 de octubre de 2023, con la entrada en vigor del Decreto Presidencial nº 189/23 ya no se necesitaba solicitar un visado turístico para acceder al país y, además, era totalmente gratuito el acceso, no había que pagar ninguna tasa.

Salí directamente al pequeño hall de llegadas, ya que viajaba solo con el equipaje de cabina, una mochila de siete kilos, suficiente para once días de viaje.

Inicialmente, el viaje iba a tener un periodo de días más extenso, pero una cancelación de vuelo de la compañía Lufthansa me obligó a retrasar la salida. Los empleados de halding de rampa del aeropuerto de Frankfurt convocaron una huelga de dos días.

El hall era muy reducido. Había varios cajeros automáticos, un pequeña tienda y un mostrador de una oficina de turismo polvorienta, como un objeto extraño y fuera de lugar que no parecía pintar nada allí. 

Me quedé mirando los nombres y apellidos escritos en los pocos carteles que sostenían en altos los conductores, descubriendo que ninguno correspondía con mis datos nominales. Me coloqué en un lateral de la sala, esperando infructuosamente durante diez minutos. Mientras tanto, en ese lapso de tiempo, un joven intentó venderme una tarjeta SIM de prepago por 5 euros y cambiarme euros. Me preguntó para qué empresa trabajaba. Lo normal era que un blanco viniera a trabajar a Angola. 

Los turistas , sobre todo los independientes, llegaban a cuentagotas. No era un destino popular, a pesar que tenía todo para convertirse en la nueva estrella de los circuitos turísticos. Solo era cuestión de tiempo para que la tierra inhóspita y salvaje se convirtiera en un nuevo dorado, lleno de oportunidades para sus ciudadanos, que aún no eran conscientes de las divisas que acabarían llegando desde el exterior y ayudarían a activar la maltrecha economía de subsistencia del país. Al menos eso creí (o deseé) yo al acabar el viaje.

Salí a la fachada de la terminal para respirar las primeras bocanadas de aire de la ciudad de Luanda, esperando un tumulto de gente de toda ralea, tal vez ver un mono amaestrado dando saltos en la cabeza de alguna señora extranjera, mientras su marido, rojo como un tomate, se desternillaba de la graciosa escena y la fotografiaba varias veces con una cámara analógica. Y de repente, aparecería un policía enfadado que le quitaría la cámara de las manos al marido de malos modales y la tiraría contra el suelo. Y al percatarse la mujer que iba muy en serio la actuación policial, comenzaría a llorar como una magdalena al darse cuenta que en Angola no se puede hacer fotos sin ton ni son. Así, más o menos, había descrito una escena el escritor luandés Odjindaki, narrada en la página 36 de su novela corta ambientada en la posguerra angoleña, "Buenos días, Camaradas". Sin embargo, lo que me encontré fue todo lo contrario, un exterior tranquilo y relajado, mucho más apacible que una pradera del Tirol repleta de vacas.

Al gobierno angoleño no le gustaba las fotos en edificios gubernamentales o estratégicos; hacerlas podría traer problemas serios a los viajeros. Siempre era recomendable preguntar antes de tomar una fotografia.

De Odjindaki he leído dos  de sus obras ambientadas en Luanda. Me gustó bastante más Los Transparentes. Mucho más evocadora, madura y trabajada. 

Como mi conductor no llegaba, finalmente decidí comprar al muchacho de la terminal una tarjeta prepago de UNITEL por menos de dos euros, después de regatear, y cambié cincuenta euros ( 1euro: 920 kz). 

Tuve que recargarla varias veces durante mi viaje, pero las recargas solían ser de 1000kz, aunque podían ser más elevadas.

Normalmente solo tenía cobertura en las poblaciones. En el momento que uno se alejaba de la civilización, también desaparecía todo rastro de señales de radio de baja frecuencia, lo que me retornaba a un pasado de comunicaciones más limitadas.

Llamé al hotel para pedir explicaciones  por qué no se había presentado nadie en el aeropuerto para recogerme. Se disculpó y me aseguró que alguien aparecería en cinco minutos.


Ahora sí, en Luanda

 

Dejé nerviosamente la fachada de la vieja terminal cuando vi a mi taxista agitando los brazos desesperadamente. Me santigüé en la clandestinidad de mis pensamientos, rezando para que el centro de Luanda ya no fuera aquel lugar inhóspito donde los hombres se retaban a muerte por cualquier cosa, donde apretar el gatillo era más sencillo que disfrutar de un helado. El arquetipo luandés en mi imaginario era difícil de deshacerse de él.

"Meu Deus! Deus meu!" Repetía la taxista que me recogió en el parking del aeropuerto, en un estado nervioso demencial. Se enfrentaba con todos los conductores. A esa hora de la mañana, los carriles de circulación ya estaban colapsados, y ella, con su pequeño automóvil, realizaba sobre  el asfalto las maniobras más inverosímiles y peligrosas que se podían realizar, pero avanzábamos más rápido que la  mayoría de los conductores. Aquella mujer desbordaba testosterona por todos los poros de su piel, tenía más testosterona que yo. 

Me cobró 5000 kz. Si lo hubiera solicitado directamente a través de la aplicación de Yango me hubiera salido más barato. Moverse por el centro de la ciudad no solía superar los 2000kz.

En Luanda hay dos app para el servicio de traslados: Yango y Allo Taxi, ambas totalmente seguras. Yo opté por utilizar la primera, me pareció más práctica y con una cobertura mayor; además, algunos angoleños me recomendaron usar la aplicación de Yango en lugar de la otra.

Reservé una habitación a través de Booking  en el hotel Residence DS, ubicado en el barrio de Maculusso, por 44 euros, precio que estaba rebajado porque era temporada baja. El alojamiento no era nada del otro mundo, pero estaba limpio, contaba con baño privado, agua caliente y aire acondicionado. De hecho, todos los alojamientos en los que me hospedé durante mi viaje, por muy económicos que fueran, contaban con aire acondicionado y baño privado. Fuera de Luanda, no pagué menos de 10 euros ni más de 30 euros por una habitación. En Angola, en términos de calidad-precio, era infinitamente mejor que, por ejemplo, Senegal, donde por un cuarto de veinte euros no tenías aire acondicionado y te duchabas con cubos de agua. 

Cambié 100 euros en recepción, pero fue un error. El cambio fue de 1 euro por 930 kz. 

El mejor cambio que vi en Luanda durante todo mi viaje fue en una casa de cambio situada en la calle Largo Kinasisi, en los deteriorados soportales de un bloque de edificios frente a un rascacielos en construcción: 1 euros por 1042 kz.


¡Y pude caminar libre por Luanda!


¿Es seguro caminar desde aquí hasta el malecón? Sí, no hay problema. ¿Seguro? Sí, si. Me lo aseguró el recepcionista. Así que salí a la calle dispuesto a descubrir el centro de la ciudad a pie. Recorrí seis kilómetro, bajando  hasta la bahía de la capital angoleña para luego volver a subir a mi hotel.

Pronto descubrí que todos los establecimientos solían tener un vigilante, muchos de ellos armados. Por lo tanto, pasear por aquellas concurridas calles no parecía una actividad de riesgo. En ninguno momento tuve la sensación de peligro durante las horas que pasé paseando por la ciudad. Sin embargo, vestí discretamente sin ostentar ningún objeto de valor, no era cuestión de tentar a la suerte.

Además,  al escuchar esas voces almibaradas hablando portugués parecía casi imposible  que pudiera haber algún angoleño capaz de cometer un acto violento con tan melosas palabras.



Vigilante de seguridad armado 
con el famoso kaláshnikov en una terraza de un restaurante de Huambo .

Lo que me llamó la atención  fue que no me crucé con ningún blanco a lo largo de las horas que pase andando. Es cierto es que era un día laboral y deberían estar trabajando. 

Un aspecto importante del carácter público angoleño es su comportamiento discreto y respetuoso. Nunca te mirarán fijamente ni te molestarán, ni siquiera en las estaciones de autobuses, pero si les preguntas, muchos de ellos se desvivirán por ayudarte. Sin embargo, a pesar de ese comportamiento comedido, no significa en absoluto que no se hayan dado cuenta de tu presencia. ¡Claro que sí! Eres blanco, amigo. 


Un nuevo mundo evangelizado 


Enseguida me encontré en el barrio de Maculusso con la primera iglesia, que llevaba el mismo nombre que la archiconocida obra inacabada de Gaudí en  Barcelona, es decir, La Sagrada Familia; pero con menos pomposidad y laboriosidad, de trazas muy simple y moderna. Era una nave con una pequeña torre que se elevaba por encima de ella, como si se tratara de un minarete. En su interior, había varias personas rezando y otra  que, desde el pasillo central, se acercaba al altar de rodillas y oraba en una posición de plegaria. En África, el mundo era demasiado duro como  para desvincularse definitivamente de las creencias religiosas. Era el bálsamo que, paradójicamente, sostenía la cordura.



 La iglesia de la Sagrada Familia ( esta sí esta acabada)

A continuación, situada en la Cidade  Baixa, frente a una pequeña plaza donde descansaban algunos vagabundos o personas ociosas que se pegaban como ladillas a cualquier lugar con la posibilidad de que pudieran silenciar durante un rato sus quejumbrosos estómagos, observé la antigua fachada de una iglesia engullida por grandes y nuevos edificios. Igreja de Nossa Senhora dos Remédios. Un edificio de la época colonial construido en 1679. No era muy espectacular, pero el peso de los años le daba un encanto especial en un país tropical. 



 Igreja de Nossa Senhora dos Remédios


Otra iglesia más pequeña, la Igreja de Nossa Senhora do Carmo, construida por los Misioneros Carmelitas Descalzos provenientes de Portugal en el año 1689, me pareció mucho más bonita a pesar de sus reducidas dimensiones. En su interior destacaba un bonito y pequeño atrio. Uno de los encargados de su limpieza me pidió un óbolo para sus necesidades. En Luanda, toda contribución económica  era bienvenida en una sociedad de salarios insuficientes para mantener una familia con dignidad.



Iglesia de nuestra Señora de Carmo


Balcón interior de la Iglesia de Nuestra Señora de Carmo.


Otros puntos de interés menos eclesiásticos


No podía ignorar una de las imágenes más icónicas de la ciudad; probablemente, el edificio más vistoso con  tonalidades  blancas y rosadas, que conferían un carácter distintivo y único al casco antiguo de Luanda. Actualmente alberga la sede del Banco Nacional de Angola. Destacaba por su inmensa torre cilíndrica coronada con una enorme cúpula de hermosas tejas rojizas, flanqueada a sus lados por dos edificios rectangulares con unos soportales blanquecinos que se mantenían extrañamente impolutos con aquellas hermosas lámparas colgando del techo, recordando a candelabros añejos que en la época colonial debieron dar una luz mortecina en las oscuras noches de África, rodeados de una inmensa variedad de insectos, atraídos por la luz. Mientras paseaba por el área, sentía que me encontraba a años luz de África, a pesar de que los pocos transeúntes eran totalmente negros. Angola confundía mis sentidos como ningún otro país de la franja subsahariana había logrado antes.



Banco Nacional de Angola


Pórtico impoluto del Banco Nacional de Angola


Y cruce la gran Avenida 4 de Fevereiro de cuatro carriles por sentido para poder disfrutar del malecón, La Marginal. Un paseo marítimo con su carril de bicicletas y sus palmeras en hilera paralelas a la orilla de la bahía. Un paseo que no tenía nada que envidiar a paseos de otras naciones donde la riqueza se distribuía más equitativamente. El intenso calor del mediodía no dejaba que disfrutara cómodamente mi primer contacto con esta rambla peatonal. Unas chicas charlaban distendidamente en un banco, ajenas a los flagelantes rayos solares; otras personas se retrataban  con sus móviles, siguiendo una costumbre muy extendida por todo el mundo. En muchas ciudades, ya podemos encontrar  ya las típicas letras grandes y llamativas haciendo un alegato de amor por la ciudad, en este caso, "Yo amo Luanda".


 
Yo amo Luanda


Paseo Marginal 


En las proximidades del Banco Nacional de Angola se localizaba la Embajada de España ( teléfono: 244912521793).

Junto al Banco Nacional de Angola, en una amplia plaza, unas escaleras se introducían en el subsuelo, donde se exponía el Museo de la Moneda. No llegué a visitarlo. No era algo que llamara mucho mi atención.

Más al sur, un monumento dedicado al Soldado Desconocido, una blanquecina obra de  cilíndricas y alargadas piezas que se cruzaban formando una cruz. Un homenaje a los soldados caídos en la larga guerra, pero la mejor dedicatoria hubiera sido llegar a un acuerdo de paz muchísimo antes y sin la fuerza de las armas ni el dinero para obtenerla. 



Monumento al soldado Desconocido


La Cidade Baixa devorada por el Skyline moderno


Altos edificios iban ocupando antiguos solares y olvidando el pasado colonial. Mientras se gastaban ingente cantidad de dinero en construirlos, se olvidaban de algunos edificios históricos, que resistían estoicamente al paso del tiempo y los mimos olvidados de los humanos.



Presente y pasado en Luanda


Los sueños arriba, no tenía nada que ver con las pesadilla de los abajo. Sobre todo, en domingo, uno se daba cuenta de esa extraña simbiosis que formaban los nuevos ricos y los pobres de siempre. Las calles vacías de cidade baixa dejaban al descubierto los que nunca  las abandonaban.  Muchos se ganaban una propina limpiando imponentes coches imposible de ver tantos en un espacio tan reducido en Europa, otros limpiando zapatos y la mayoría mendigando la compasión de algún ricachón. 



Uno de los edificios sin restaurar junto a una parada de candogueiros.


A algunos invité a comer un bocadillo, a otros les di una propina; pero nunca dejé que un niño me limpiara mis zapatillas, me resultaba demasiado humillante. Sabía que su sustento se basaba precisamente en eso, en hacer lucir zapatos. Pero prefería darles unas monedas a cambio de una sonrisa. Era una línea roja que no podía atravesar.

Y ya sabíamos que normalmente un viajero no suele cuestionarse las implicaciones morales, no las cuestiona muchas veces, incluso algunos se aprovechan deliberadamente de estas situaciones. La única realidad del viajero es su propio gozo, desatendiéndose de cuestionar nada. Obviamente, muchas de mis horas como viajero las paso así, pero siempre llega un momento que no puedes dejar de juzgar, intentar comprender o cuestionarte las cosas. Es inevitable no conmoverse con  algunas situaciones por muy fortificado que tengas el espíritu, siempre hay un momento que se derrumba para dejarte más vulnerable y cabreado que nunca. En otras, intentas rectificar errores que te habían pasado por alto y que contribuías a arraigar el problema. Moverse por el mundo nunca fue una tarea fácil y menos ser ecuánime con todos, un cometido que va contra las propias normas de la naturaleza, una naturaleza que muchos adoran y que yo me cago en ella ante la impotencia que me provoca.

Y es que llevo tiempo considerando que el problema no esta intrínsecamente en el ser humano, sino en la propia naturaleza de las cosas, en el propio Universo. Esa importancia que nos damos, el convertirnos en el epicentro del universo, para bien o para mal, resulta demasiado sencillo e infantil para una existencia que nos escupe constantemente en la cara.

En resumidas cuentas, lo que quiero intentar expresar que al final todos los seres vivos somos víctimas de un juego cruel del cual no podemos escapar victoriosos, y si hay una salida victoriosa todavía no la he encontrado a mis cincuenta años.


Shooping Fortaleza


A los pies de la fortaleza de Sao Pedro se había construido un moderno centro comercial de tres plantas. Decidí acceder para refrescarme un poco y comer algo en la última planta, donde se encontraban los establecimientos de restauración.

En el 2017, según la consultora Mercer, Luanda volvió a ser declarada otra vez la ciudad más cara del mundo para vivir un expatriado. Una realidad que no tenía nada que ver con el 80% de la población angoleña que vivía de la subsistencia, en barrios de barracas y chabolas. Por ejemplo, una hamburguesa costaba veinte euros. Por suerte, con la tremenda devaluación de la moneda y usando productos locales, ahora costaba cuatro euros. Y es fue lo que comí, eso sí, vegetal, junto a unas patatas y una Pepsi. 

Comer en restaurantes locales era bastante barato en Angola, por menos de cuatro euros podía comer un plato combinado con una cerveza o un refresco.

En cambio, los productos exportados que se vendían en supermercados y tiendas seguían siendo más caro que en Europa; pero esos lugares solo lo frecuentaban trabajadores extranjeros y angoleños pudientes. 

Después de un rato, volví a las calles ardientes de la capital. Se había convertido en un pequeño infierno.



Nunca fue tan provechoso trabajar de funcionario y tener un mandico, mientras António, el bueno de António, busca una oportunidad en Luanda.


Recorrí a pie la acera  de la orilla contraria de la gran avenida que separaba el paseo marítimo de la ciudad. Lo primero que me sorprendió fue la Comisaria de la Policía Nacional. Ver las plazas reservadas de vehículos para los mandos ocupados por coches de alta gama, como si fueran grandes empresarios. Y es que nunca fue tan provechoso trabajar de funcionario y tener un mandico, al menos en Angola. Eso definía perfectamente la idiosincrasia política del país. 

Los limpiadores de coches se afanaban en dejar relucientes los vehículos de los señores sin cuestionarse su posición. La democracia no era lo suficientemente  fuerte para dejar las voces libres, que los sonidos punks recorrieran la ciudad. Solo la delincuencia, como única salida desesperada de una existencia de mierda, eclosionaba en las áreas umbrías de la gran ciudad, donde no existían miradas delatoras u opresoras. Y esas sombras eran la que debía evitar a toda costa; no por justicia, sino por supervivencia, porque no hay mayor injusticia que la pobreza extrema.

Antes de volver ascender al barrio de Malacusso accedí a un recinto ajardinado donde se encontraba una pequeña iglesia (Nossa Senhora de Nazaré). No hubiera dicho que su construcción databa del siglo XVII, me pareció mucho más moderna. En los bancos exteriores se encontraba varios feligreses a los que saludé con "Boa Tarde" con una sincera sonrisa.

Al salir del recinto  uno de los mozalbetes a los que saludé se envalentonó y fue detrás de mí, esperanzado de que le diera una oportunidad laboral. Pensó erróneamente que yo era uno de los empresarios extranjeros que venían a invertir al país y daba trabajo a los lugareños. ¡Pobre António! Su cristalina mirada me conmovió cuando se presentó como António Fernandes de la provincia  de Cuando-Cubango, y maldecí no haber sido un empresario para darle una oportunidad a aquel joven de las provincias interiores del país que tan buena impresión me dio. Había dejado todo para buscar suerte en la capital. Ascendí por la avenida R. Gamal Abdel Nasser, dejando a la derecha el mastodóntico edificio del Ministerio de Minerales, Petróleo y Gas, un edificio que aplastaba todos los sueños de los "Antónios de Angola" en vez de abrir una era de prosperidad y bonanza en el país, aquel edificio era la representación del lado más espurio y vomitivo del ser humano.

Al final de la calle se ubicaba el Museo Nacional  de Historia Natural de Angola, un edificio de tres plantas con figuras de animales, entre los que incluía la icónica imagen del animal representativo del país: el antílope de sable gigante, emblema de la compañía TAGG Angola Airlines y del equipo de futbol nacional. Lo más destacado era el esqueleto completo de una joven ballena azul de trece metros que se encontró varada en la Restinga do Lobito en 2001. Este museo no era precisamente un lugar turístico de obligada parada ni la panacea de los museos naturales, pero no por ello me desagrado, todo lo contrario, pasé un buen rato en su interior. Había muchas excursiones escolares. Precio 250 Kz.



El esqueleto de una ballena azul encontrada varada en  la costa angoleña en 2001



Fachada del Museo Nacional de Historia Natural

Si hay algo que me gusta de algunos países africanos es ver tantos niños, y verlos, al menos en esos momentos que comparten amistad o juegos con los de su edad, alegría y sueños inocentes. Me resulta tan contagioso y placentero, tan maravilloso. A veces pienso que tal vez ese sea el estado sano de la existencia, hasta que la inocencia desaparece.

Aproveché las horas de mayor radiación solar para descansar un rato en mi habitación, bendecido por las bonanzas del aire acondicionado.


Acosado por un cuerpo achispado


Después de una siesta y un paseo por las calles de Malacusso, entré al Cantinho de Dona Zita , un humilde restaurante con un comedor techado con uralita. Pedí mi primera cerveza del país (Cuca), que se vendía en todos los rincones de su territorio. En las mesas de al lado había un grupo de mujeres y hombres charlando animadamente con la mesa de plástico llena de botellines de cerveza. Demandé un plato combinado de pescado, arroz y frijoles (2500kz) y una cerveza (300kz) que terminé antes de que me trajeran el plato de comida, y como tenía sed, me tomé otra cerveza.

Y fue entonces, cuando sucedió aquello que me ocurre de tiempo en tiempo, y cada vez más espaciado en el tiempo, que una mujer repare en mí. Entró aquel cuerpo achispado, se sentó y se sacó el pintalabios para colorear sus pliegues carnosos. Mi mirada era cautelosa, no quería llamar la atención ni que fuera malinterpretada, pero cómo coño se consigue eso siendo un blanco en tierra de negros. Sin ninguna señal corporal de mi cuerpo neutral; Aurora, la joven del pintalabios, se sentó a mi lado y con unos ojos que se salía de sus órbitas y unas pupilas dilatadas por el alcohol  y sumergidas en aguas turbias incapaces de dejar ver el fondo de sus verdaderos deseos, se arrastraba como una boa constrictora hacía mí, buscando en todo momento un contacto rudo, de cuyos roces eran insuficientes para erizar mi piel de puro placer, que más que excitarme me asustaba. "Mis amigos piensan que en media hora estaremos follando" " Pero primero quiero saber si eres un hombre" " Aquí la hombría se demuestra invitando a la mujer". ¡Ja,ja,ja! Me puse a reír cuando me dijo la última frase. Y ahí, es cuando le corté secamente e irónicamente: " Bueno, yo vengo de un sitio que para ser hombre  las mujeres nos deben invitar a nosotros". 

Y ella seguidamente se transformó como un camaleón, de mujer sumisa a mujer ponderada, me dijo arrogantemente que se podía pagar sus consumiciones, la cosa se había vuelto demasiado incómoda y tensa para que estuviéramos compartiendo la misma mesa. Por lo tanto, para acabar con la función, le dije que debía irme y pagué en la barra mi cuenta. Nos despedimos con una mirada furtiva, casi indiferente, su cara era todo un poema, un poema de esos que nada tienen que ver con el amor y  sí con el orgullo vanidoso del que no está acostumbrada a ser rechazada. Y yo sabía que esta vez mi esperma no iba a acabar en el bidé de mi baño en una noche de fracaso, de deseo insatisfecho. Mi cerebro no se había erotizado, está vez no era yo el perdedor de ese juego ancestral por la pervivencia de la especie. 

El ocaso se manifestaba y el cansancio le seguía. La noche en Luanda no invitaba al blanco, y el blanco que no era valiente se fue a recoger a su habitación. Había sido un día muy largo e intenso, demasiado intenso para pensar en otra cosa que no fuera caer tendido en la cama.


 A dormir, que ya es hora


En la seguridad de la habitación, recordaba cómo imaginaba siempre la África subsahariana en mi hogar, representada policromática e iluminada, intensamente iluminada; como si esa vigorosa luz quisiera hacer desaparecer todos los estómagos quejumbrosos y solo dejara los paraísos naturales, como si esos paraísos fueran remansos de paz. Y, paradójicamente, pensar que donde la luz era más mortecina, más exiguos los recursos naturales, los hombres vivían, no sé si más alegres, pero si más cebados. 

La noche... La noche africana... La cansada noche africana... me llevaba fulgurantemente al mundo de Morfeo, a ese mundo sanador que es el sueño, donde los errores de construcción del día se intentaban reparar con las mejores herramientas disponibles. Y en esos sueños volvía a ser un niño, jugando a ser un aventurero.



Ver siguiente capitulo



 

Comentarios

Entradas populares de este blog

IX Rugidos del mar

VI C´est interdit dans le wagon de fer

Mochilero en el minarete de Samarra

Mochilero en Angola (IV)

VII Nouadibú por libre

Mochilero en Angola (VIII)

VIII Mochilero en la utópica República Árabe Saharaui Democrática (Dakhla)

Mochilero en Angola (II)

Mochilero en Angola (III)