I Crónicas malasias de Mister Cool Uncle

Cool Uncle


La imagen del pasado malayo se debilitaba con el paso de los días. Perdía matices y creaba otros sujetos a mi imaginación o a través de datos obtenidos por Internet. Y es que se desvanecían muchos detalles cuando dejaba todo a la memoria — al menos, a mi memoria — extraviándose muchas escenas de la cotidianidad malaya en los abismos inalcanzables de los recuerdos; algunas, suficientemente interesantes como para no dejarlas en el olvido. Mi biblioteca subjetiva de las cosas, escondida en lo más remoto de mi cerebro, se estaba llevando las páginas escritas en Malasia, y debía rescatarla antes de que fuera demasiado tarde para narrarlas con cierto grado de veracidad y no convertirlas en una proyección heroica de mí mismo.

Así que, a pesar de mi suprema vagancia para describir las sensaciones de mi último viaje, hice un esfuerzo titánico por salir del soporífero estado y me puse manos a la obra, iniciando este nuevo diario.

Este significativo y emotivo viaje no lo hice solo. Esta vez me acompañó mi joven sobrina y su pareja, deseosos de conocer nuevos continentes. Mi apoyo desinteresado buscaba facilitarles la transición de viajeros europeos ocasionales a mochileros internacionales, para que su experiencia no fuera traumática y pudieran adquirir la confianza necesaria para futuros viajes sin la tutela de este viejo viajero. Aunque, debo confesar, el apodo que recibí de un simpático taxista en Kuala Lumpur el último día del viaje —“you are a cool uncle”— me hizo pensar que tal vez aún tenía algo que aportar en un mundo donde a las personas mayores se las van apartando sutilmente, donde la belleza gana la batalla a la experiencia.

Así los observé durante el viaje, con la mirada tierna del mentor que se sabe prescindible pero aún necesario. Y,  para mantener el anonimato de ellos los bautizaré para este diario, hasta que escriba la última palabra y devolverles sus nombres. A mi sobrina, sin administrar sacramento en templo alguno, la llamaré "mi pequeña heredera de mi humilde legado", y para abreviar, simplemente "Mi Pequeña Heredera". A él, por su personalidad reservada, "El Peluche Discreto".




Las Torres Petronas, el emblema moderno de Kuala Lumpur.



Entre andenes, reflexiones y Jet lag


Podía ver  reflejada en sus rostros la barahúnda de emociones que solo están reservadas para los principiantes cuando llegamos al Aeropuerto Internacional de Kuala Lumpur. Nerviosismo, alegría, ilusión, temor, fascinación... No era para menos: acababan de aterrizar en Malasia. Un destino tranquilo y seguro que, no por ello, dejaba de impresionar a los recién llegados por su exotismo.

Sacamos el dinero justo en el aeropuerto, ya que el cambio no era favorable a nuestros intereses. Compré una tarjeta SIM  de prepago; ellos la compraría mucho más barata al día siguiente, en Sandakan.

Había varias opciones para llegar al centro de Kuala Lumpur. Elegí la más barata: el autobús. Compramos los billetes en unas ventanillas junto a los andenes y nos pusimos a esperar en sillas de plástico. Hasta que, desde una puerta de embarque, una joven empleada dijo algo que no necesitó traducción: Kuala Lumpur.  Sesenta kilómetros nos separaban del primer destino.

Una de las cosas que me llamó la atención fue la conducción: relajada y moderada. No era para nada agresiva ni propensa al suicidio. Los malayos conducían bastante bien. Tal vez su talón de Aquiles era que no respetaban del todo los pasos de cebra ni a los peatones, que —a diferencia de Occidente— no eran considerados sagrados. Pero, bueno, no todo puede ser color de rosa. Y, comparado con Manila —mi último destino en el sudeste asiático—, las vías de entrada a la capital malaya me parecieron un paraíso, a pesar de las grandes retenciones provocadas por el denso tráfico.

Otro detalle curioso eran los párquines de los edificios: no eran subterráneos. Todos estaban en niveles superiores. Los edificios más altos tenían varios pisos destinados al aparcamiento. Supongo que la causa principal era la temporada de monzones y las inundaciones que suelen provocar; tenerlos soterrados podría ocasionar millones en pérdidas materiales.

Mientras reflexionaba, me fijé en El Peluche Discreto, que no dejaba de mirar al exterior en silencio, absorto en las nuevas imágenes. Mi Pequeña Heredera, por su parte, miraba menos, pero hablaba emocionada y ligeramente pensativa, como si estuviera pensando en voz alta.

El autobús nos dejó en los andenes inferiores de la Terminal KL Sentral, un edificio enorme con mucho trasiego a mediodía. Aprovechamos para comer algo en un local de comida rápida, aún aletargados por el jet lag y el duermevela tortuoso de los asientos del avión —males dichosos de los que no nos libraríamos hasta el día siguiente.

El primer Grab —la aplicación utilizada para tomar un coche con conductor en el sudeste asiático, similar a Uber— no nos aceptó. No se podía tomar un taxi ajeno en la parada de la terminal. Había que alejarse. Y dar demasiada vuelta. Cansados como estábamos, al final optamos por un taxi de la parada. Algo más caro, sí… pero igual de efectivo. Y al final, eso es lo que importa, cuando la economía no es de supervivencia.


Hotel,hotel,hotel ...(¡qué no llegamos!)

Divina sensación después de tantas horas en avión😇

Bajamos antes de llegar al hall. El tráfico era horripilante, inamovible como piezas de museo. El Google Maps nos marcaba el alojamiento a apenas cien metros. ¿Para qué esperar si podíamos llegar andando antes?

—Aquí no puede ser, muy caro —le dije a mi Pequeña Heredera, con la soberbia del veterano que cree tener siempre la razón.

—Que es aquí. No hay otro sitio —replicó la osada criatura, hija de mi hermana.

Y cómo decirlo sin herir mi orgullo... pero tenía razón. Reí, como el que ríe bajo los efectos de las risas más estúpidas, creadas por algún alucinógeno moderno fabricado en un local clandestino. 

El edificio era portentoso, con una recepción intimidante para un viajero acostumbrado a menores placeres. El Axon Suites Smooth Stay era un apartamento limpio e iluminado, con cocina americana y unas hermosas vistas de la ciudad. La altura era suficiente para que los propensos al vértigo se lo pensaran dos veces antes de alquilarlo.

Llegar no fue tan sencillo como habíamos imaginado. Para subir por el ascensor, había que acercar la tarjeta a un sensor que activaba la tecla de nuestra planta. Necesitamos ser auxiliados por alguien más curtido en estos menesteres que subió con nosotros. El Peluche Discreto, de inescrutables pensamientos, debió pensar: ¡Con quién viajamos! Y yo parecía haber salido de un remoto pueblo malayo, como Paco Martínez Soria en su célebre interpretación de un hombre que nunca ha salido de su aldea y llega a Madrid en la década de los sesenta: La ciudad no es para mí. ¿Cuándo dejaría de ser un pardillo? Luego, por malas indicaciones del propietario, intentamos acceder al apartamento incorrecto con las llaves. Finalmente, el joven dueño subió y logramos entrar a nuestro habitáculo de descanso. La modernidad puede ser domada por los pastores.




Paco Martínez, el famoso actor español que me recordó a mí en el Hotel Axon Suites.

Salí a inspeccionar los alrededores, repletos de locales y centros comerciales. El centro de Kuala Lumpur era una eclosión de consumismo: miles de personas predispuestas a saquear sus cuentas en un variopinto mundo de tiendas. Nunca antes había visto tantos centros comerciales en tan pocos kilómetros cuadrados.

Y el durian, esa fruta de olor repugnante que no invitaba a ser probada, se vendía en muchos puestos callejeros. Sí, lo probamos. No porque quisiera, sino porque mi Pequeña Heredera lo deseaba, y al hacerlo ella, lo hicimos los tres. No me pareció ni exquisito ni gustoso. Pero, claro está, el fétido aroma también jugó un papel importante a la hora de ser juzgado por nuestro influenciado paladar.

Nos ocurrió como al rico que entra a un banco vestido de pobre y nadie le hace caso: se da cuenta de que el trato honorable de los banqueros no depende de la personalidad, sino del peso económico. ¿Acaso juzgamos igual a un ratón que a un perro, siendo ambos mamíferos?

Un metro aéreo surcaba los espacios descollados de las calzadas, quizás para evitar el oleaje de los monzones. No muy lejos de nuestro alojamiento había una parada. Y desde allí podíamos llegar al barrio indio de Kuala Lumpur.

Les envié un mensaje de WhatsApp a los chicos, todavía reclutados en el hotel, para que vinieran a la parada. Era hora de explorar.


 

Little India, specie arde


Conseguir una ficha (ticket) para poder acceder al anden fue bastante fácil y, por supuesto, barato. Llegar, tras tres o cuatro paradas, el trayecto resultó breve. Cuando nos dimos cuenta, ya estábamos en la parada que nos daba entrada al mundo indio.

Los olores característicos de la India cobraban fuerza en aquel barrio, aunque —siendo sinceros— sus calles resultaban más limpias y ordenadas que las de muchas ciudades del subcontinente. Y la pobreza, aunque presente, no era cruel ni insignificante; parecía diluida entre la amabilidad urbana y la mirada ligera de quienes transitan por la superficie amable de la existencia. 

Si Internet no estuviera para corregirme, cuando lo vi por primera vez en el barrio indio, hubiera jurado que aquel edificio ni siquiera figuraba entre los cincuenta más altos del mundo. Pero resulta que, gracias a su aguja, ostenta el segundo lugar. Sin embargo, ni su altura ni sus proporciones podían robar protagonismo al edificio más emblemático del sudeste asiático: las Torres Petronas. Mucho más carismáticas, fotogénicas y estéticas.

A lo lejos, dominando el cielo de la capital y separado del barrio hindú, se alzaba el Merdeka PNB 118,pero  como he citado era el segundo rascacielos más alto del mundo. Me recordaba, no sé bien por qué, a un walkie talkie, a pesar de que sus líneas no eran rectas ni simétricas. Ubicado en el barrio chino, su antena de 54 metros parecía el culpable de mis delirios fantasiosos sobre emisoras gigantes.

No pude resistirme a hacerle una foto antes de llegar al templo hindú, situado en una de las callejuelas perpendiculares a una avenida amplia.





Merdeka PNB118. 
(Foto hecha desde el barrio chino)

Me decepcionó un poco el pequeño templo hindú de Sri Sakthi Karpaga Vinayagar, a pesar de su colorido exterior y su entrada gótica custodiada por seres divinos. Fundado en la década de 1950, tenía su encanto... pero no era el espectacular Batu Caves, ni alguno de aquellos templos que lograron sorprenderme en mis viajes por la India. Tampoco, en su interior, conseguía provocar esa surrealista sensación de conexión con lo divino, como ocurre en muchos templos cristianos, donde la inmensidad de sus bóvedas y columnas puede ejercer un poder casi sobrenatural sobre nuestras conciencias.

Al notar que los chicos tampoco mostraban gran sorpresa, decidí no insistir en visitar más templos. Nos dirigimos directamente a la calle principal y más comercial de Little India.




Templo hindú en Little India




¿Poco? ¿Qué es poco? La teoría de la relatividad apareció de repente en aquella mesa del restaurante indio, justo cuando pedimos platos “sin especias” y el camarero, seguro de lo que decía, afirmó con solemnidad a mi Pequeña Heredera: Este plato lleva muy poco.

Mi Pequeña Heredera no pudo con aquel plato, que resultó ser una condena tortuosa para nuestras lenguas. Todos lo probamos, predispuestos —entre risas— a pensar que exageraba. Pero no, no exageraba. Hacía tiempo que no lloraba tanto, y no era por desgracias ni por roturas sentimentales, sino por ese infernal ser engendrado en el averno y servido con guarnición de fuego.

Pedí otra botella de agua para sofocar el incendio que consumía mi interior. Y pensé… bien podía haber Einstein inspirado su famosa teoría en una mesa india, mientras observaba cómo el tiempo se dilata frente a un plato “poco” especiado, todo lo contrario que al mío que no tenía nada.

Por supuesto, el plato acabó enfriándose pero no limpiándose. 


El jet lag y el madrugón de la mañana condiciona nuestra vigilia


Después de una vuelta y comprar un sándwich y alguna guarrería ultra procesada en uno de los omnipresentes Seven Eleven, para saciar el apetito de Mi Pequeña Heredera que no había comido nada en el restaurante indio, nos fuimos a dormir.

A pesar de que los taxis de GRAB eran muy baratos, y más compartido entre tres personas, viajar en metro por el centro de Kuala Lumpur era mucho más rápido, librándose de los inevitables atascos, y también más asequible, si cabe. Por eso, teniendo  la parada del alojamiento  tan cerca, no dudamos en volver en metro. 

Llegamos al hotel tremendamente cansados. Agotados y con la necesidad de recuperarnos para el próximo día. Nos tocaba viajar a Borneo con la compañía de bajo coste Air Asia.



Capítulo II






Comentarios

Entradas populares de este blog

Mochilero en Angola (I)

Mochilero en Angola (II)

X Mis últimos días en Marruecos

Mochilero en Angola (III)

II Crónicas malasias de Mister Cool Uncle

Mochilero en Angola (IV)

Mochilero en Angola (V)

IX Rugidos del mar

Mochilero en Angola (VIII)