XI Crónicas malasia de Mister Cool Uncle


Nos levantamos  a las nueve en el lujoso apartamento con una panorámica excelente de la ciudad, gracias a las inmensas cristaleras que suelen tener los rascacielos.



Panorámica desde el hotel


Tras acicalarnos, fuimos a almorzar en una moderna y elegante fleca, construida en el interior de un chalet que bien podría despertar la envidia de cualquier ciudad próspera de Occidente.

Luego tomamos un taxi para que nos dejara en el  Batu Cave, localizada a unos 13 kilómetros del centro. Era una inmensa cueva  en el interior de una colina de caliza, repleta de templos hindúes. El acceso se realizaba por la fotogénica escalera multicolor que tanta personas habían inmortalizados en fotografías.



Entrada a Batu Cave


Los monos pululaban como si estuvieran en plena selva paradisíaca sin depredadores, familiarizados con la gente. No solían temernos, pero si alguno se pasaba  de listo, como intentar tocarlos o dejar alimentos a su vista, no titubeaban en reaccionar con agresividad o  con esa picaresca "monil" que parecía sacada de una fábula tropical. 



Macaco de cola larga o cangrejero en Batu Cave


Pasamos un rato recorriendo aquella colina hueca, castigada por las tormentas y su propia debilidad a lo largo de millones de años. Debió  haber visto millones de seres por su interior. Su silente silencio escondía muchos misterios que jamás podría desentrañar.

Había muchos turistas de todas las nacionalidades  imaginables. Ya no era solo occidente, sino los países emergentes que también se habían subido al carro de la celebridad de los buenos momentos ociosos. Se acabó, definitivamente, aquella época en que Europa, Japón o EEUU eran los protagonistas de los grandes convites del turismo global.



Interior de Batu Caves


Bajamos a la plaza de la entrada, rodeada de locales de restauración y tiendas de souvenirs. Accedimos en uno mixto para tomar un coco bien frio. El primero que probamos en Malasia  era natural y no estaba tan bueno como el que recordaba en otro viaje a Filipinas. Mi Pequeña Heredera no era muy partidaria de probar nuevos sabores, y menos aún si la apariencia no le resultaba atractiva.

Ya hidratados enfilamos una pequeño paseo peatonal hasta la cercana estación de metro. A lo largo del camino había puestos callejeros que ofrecían frutas exóticas y autóctonas. Extrañamente,  en un acto valiente, mi sobrina nos insto a detenernos para comprar varias unidades de rambután :una fruta velluda que  me recordó a un erizo de mar , con una pulpa interior  con mezclas de sabores que no me resultaba  demasiado familiar , aunque quizás se acercaba al de la uva, una agridulce uva.

En cambio, el durian, con su fétido aroma, no nos lo ponía tan fácil para convencernos de probarlo. Sin embargo, acabamos probándolo en un puesto callejero del barrio chino.  Por supuesto, a mi sobrina no le gustó, y  a nosotros tampoco nos convenció... pero, siendo justos, tampoco nos resultó tan desagradable pese a su olor nauseabundo.

El metro era mucho más rápido que un coche, no tenía que lidiar con el intenso tráfico. Paramos en una estación a pie del barrio chino.

Allí, no muy lejos, se alzaba el rascacielos más alto de Kuala Lumpur y el segundo en el mundo gracias a su antena de 150 metros:  Merdekka 118. Un edificio que me recordaba a un walkie- talkie  futurista.

Sin embargo, a pesar de su altura y modernidad era incapaz de robarle protagonismo a las verdaderas e icónicas gemelas de la capital de Malasia: Las Torres Petronas. Será difícil arrebatarles protagonismo a esta obra de arte de la ingeniería moderna.

Comimos en un restaurante de un centro comercial y luego nos lanzamos a una auténtica "batalla épica", donde los turistas se sumergían en los bazares callejeros chinos e intentaban conseguir los mejores precios frente a unos mercaderes experimentados, hábiles en el arte del regateo y capaces casi siempre de sacar  un buen beneficio en sus ventas. Pero no dejaba de ser divertido,  sobre todo para los principiantes, que disfrutaban como niños en un chiquipark. 

— ¡ Cosa, cosa! — llamaba el mercader  con un castellano arrastrado, pesado, dirigiéndose a mi sobrina para captar su atención y conseguir la venta de un reloj, creyendo que ese era su nombre real tras oír cómo su novio se lo decía cariñosamente. 

Momentos así les divertían. Y nosotros no dejamos de reír... ni llenar las bolsas de souvenirs.

Tomamos un taxi que nos dejó en el alojamiento. Ahora tocaba correr: mi sobrina quería  hacerse unas fotos al atardecer frente a las Torres Petronas y luego en la piscina infinity del hotel.

El taxi nos dejó justo delante de esos dos mastodónticos misiles que intimidaban por su prominencia. Los turistas  se  agrupaban en una pequeña plaza para tomarse fotos. Las jóvenes posaban, ante los sacrificados novios o amigos, con bonitos vestidos, buscando inmortalizar la gracia juvenil y el colágeno en su  máximo esplendor  en las redes sociales.

Cuando acabamos, regresamos al hotel, y por fin pude darme unos chapuzones hasta que mi Pequeña Heredera me reclamó para que le  tomara unas fotos románticas con Peluche Discreto, con las Torres Petronas iluminadas en una noche cálida como telón de fondo. Y ya que estaba allí, me uní a las masas y le dije a mi sobrina que ahora le tocaba a ella tomarme fotos, aunque ya no pudiera lucir atributos de mis primeros años pululando por este planeta.



Las Torres Petronas desde el suelo.


Ya finalizada la estresante sesión de fotos, regresamos a los aledaños de las Torres Petronas. Paseamos por su espectacular centro comercial y cenamos en la zona de restauración. En la entrada colgaba un coche de  Fórmula 1 que no identifiqué ni presté más atención que  cualquier persona que no es fan. Solo sabía que se corría el Gran Premio en Malasia y punto, sin más.  Algunos nombres de pilotos famosos y para de contar. Tal vez conducido por Hamilton, vete a saber.



Centro de Kuala Lumpur de noche


Luego pasamos al interior de  KLCC Park, una gran plaza ajardina que se extendía detrás de las gemelas, con altavoces donde la música sonaba. Gracias a las nueva tecnológicas pude  cazar una que sonaba bastante bien, mientras estábamos sentados en los peldaños de la pequeña escalinata. El estribillo decía : Negaraku (mi país)…

En tanto que miraba ensimismado el lago artificial y una pequeña colina de mismo origen, donde la gente se sentaba y disfrutaba del íntimo ambiente,la música le daba al lugar un encanto mayor. Eso me gustaba de las ciudades asiáticas: muchas tenían la costumbre de poner música por los altavoces públicos.





Y con Negaraku nos despedíamos de Malasia. Al día siguiente tomaríamos el avión de regreso a nuestro país., no sin antes llevarnos un susto de muerte con Peluche Discreto.

Se había dejado el pasaporte en la habitación y, a medio trayecto hacia el aeropuerto internacional, tuvimos que regresar para recuperarlo. Por suerte, íbamos con tiempo. Al llegar al aeropuerto no había colas, los controles fueron rápidos, aunque estuvimos retenidos en la entrada de la autopista un  buen rato, lo que nos generó cierta angustia: la cola de coches era inmensa y se me pasó por la cabeza que podríamos perder nuestro vuelo. Era la hora punta, cuando los trabajadores se dirigían a su empleos, pero no fue suficiente tiempo para la catástrofe.  

Por fortuna,  despegamos rumbo a Estambul, satisfechos de haber conocido un poco de este gran país. Un país que dejó una huella imborrable en nosotros, especialmente en ellos, ya que era la primera vez que pisaba tierra asiática y les encantó. Y, por supuesto, a mí me encantó poder viajar con mi sobrina y compartir experiencias viajeras.


THE END




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