Mochilero en Guinea Bissau (V)

 

LA ISLA BONITA

(ISLAS BIJAGOS, GUINEA BISAÚ)

Día de apertura en la isla bonita:

La incertidumbre se desvaneció a los quince minutos de estar en la playa. ¿Encontraría alojamiento? ¿La canoa saldría el día previsto para abandonar la isla? ¿Qué comería? ¿Vendría Guerra, un autóctono que trabajaba de guía, a buscarme en la playa como me prometió en Bubaque el día anterior?... Todas las preguntas sin respuestas inmediatas se desvanecieron, dejaron de tener importancia cuando me encontré sentado en la fina arena blanca de la playa, mirando fascinado el horizonte. Orango, la isla de los hipopótamos marinos, me había cautivado al instante, robándome mi voluntad, ejercía sobre mí una paz liberada de toda ley universal, profana, una calma y un estado de ventura inconcebible para todos los seres vivos creados por la gracia del caos y la destrucción de las supernovas. Sentía que podría pernoctar sin perturbar mi tranquilidad en aquella playa durante todas las noches que estuviera allí, durmiendo despreocupado y ajeno a la vida nocturna del bosque que moría justo en la blanca arena, indiferente a los peligros de la vida salvaje que latía en el corazón de la isla. ¿No sería aquel el Jardín del Edén descrito en la Biblia? Miré a mi alrededor, entre los autóctonos, sentados o recogiendo bártulos vestidos sencillamente con ropas occidentales, en busca de mi Eva, la que robara mi corazón y no me dejara salir de esta isla. Lo deseé profundamente, como un niño desea que los reyes magos sean reales; pero tan solo era un fugaz deseo causado por la inmensa felicidad que producía estar allí, con aquellos hombres y mujeres de Orango.



Desembarcando  en la playa de Orango


Diez minutos antes de desembarcar, la chalupa con cubierta procedente de Bubaque fondeaba a trescientos metros de la costa debido a la falta de un muelle para atracar embarcaciones y al nivel bajo del agua causado por la marea, lo cual impedía un acercamiento mayor a la costa. Se arrojó el ancla en ese lugar. Aparecieron pirogas, pequeñas y alargadas canoas para tres o cuatro personas, para recoger pertenencias y algunos pasajeros, pero al final, la mayoría optó por desembarcar de la forma en que solían hacerlo los marineros y los pasajeros en épocas antiguas. Las imágenes de los pasajeros caminando por el agua hasta la playa parecían sacadas de la famosa saga de Piratas del Caribe. Con sus extremidades inferiores mojándose, llevaban fardos y bolsas, e incluso algunos utilizaban sus cabezas como medio de transporte.


 
Uno de los momentos que nunca olvidaré. Cuando tuve que recorrer a pie  este último tramo hasta llegar a la playa.


Tan salvaje y seductora se presentaba que me resultó difícil levantarme del improvisado banco formado, aparte de la fina arena, por las gruesas raíces de los árboles cercanos en la playa Orango. No era por comodidad, sino debido a mi estado de ensimismamiento. La isla había sido imaginada mil veces en mi mente antes de partir de Europa, pero ninguna descripción previa de mi imaginación pudo capturar su verdadera belleza.


Una estrecha pista arenosa conducía a Eticoga, la población principal de la isla. A pesar de que nadie aparecía para acompañarme, a pesar de la promesa de Guerra, decidí levantarme de Praia Orango y caminar el corto kilómetro que me separaba de la encantadora aldea, dejando atrás la hermosa playa del desembarco. Sin embargo, a mitad de camino, una motocicleta con un rugido estruendoso se detuvo a mi lado, y de ella descendió un aldeano de semblante impasible, pero rebosante de la fuerza que solo la juventud y una vida en armonía con la naturaleza pueden otorgar. Este individuo se presentó como primo de Guerra. En ese momento, anhelaba profundamente que la energía del libre albedrío me envolviera, permitiéndome vagar hacia el único alojamiento disponible en la aldea, si acaso existía tal cosa en la moldeada naturaleza de cada uno de nosotros. Me dejé llevar por él y pospuse para más tarde la danza del viajero, que no es otra que pasear sin rumbo ni guía, descubriendo, evocando a los exploradores de tiempos pasados.




Guerra, a quien había conocido unos días antes en uno de los bares del Puerto de Pidjiguiti en Bisaú mientras tomábamos una cerveza, resultó ser un joven ambicioso y ocioso. Vio en mí la oportunidad de obtener ingresos adicionales, ya que solía guiar a grupos de turistas por su isla, la isla de Orango. Aprovechó la situación para hacerse amigo mío y facilitar mi viaje hasta Bubaque.                                                                                                                  Después de pagarle una paga y señal para que me guiara a las charcas, se entregó al anochecer a un desenfrenado festival. Parecía haber consumido todo el alcohol disponible en Bubaque, pues pude escuchar sus tambaleos y golpes contra las sencillas columnas de la cubierta antes de entrar a la habitación contigua a la mía en el hotel, a las seis de la mañana. El primo no parecía tener el mismo talante, así que su única meta era dejarme en el alojamiento de Eticoga.


 
Tabankas de Eticoga


 Tras desviarnos a pie por un sendero del camino principal y cruzar varias agrupaciones de casas de paredes de adobe y tejados de ramas secas, donde las mujeres se dedicaban a realizar las tareas cotidianas, mientras los pequeños cuerpos desnudos, aún inocentes ante el nuevo mundo en el que se habían incorporado, me miraban con curiosidad a mi paso. Les saludé con una sonrisa que tímidamente devolvieron. Finalmente, llegamos a una construcción más resistente al paso del tiempo, con forma de "U" y ángulos rectos, en cuyo patio interior se encontraba una estructura circular rodeada de bancos de concreto, cubiertos por una pérgola, además de mesas y sillas.

 Había un grupo de guineanos y la atractiva gallega que conocí en la chalupa, Rosalía, quienes trabajaban con los equipos de transmisión de radio para una ONG; eso me hizo temer por la disponibilidad de alojamiento, porque me encontraba en el único lugar de la comunidad para pernoctar en sus sencilla habitaciones, que eran pocas. Sin embargo, esos temores estaban infundados donde las comunidades son pequeñas y la gente es hospitalaria. Pero no fue necesario, la mayoría de los presentes se alojarían con familiares excepto la gallega y otra pareja que no apareció y que al final disfruté yo su habitación. Al principio se me asignó una cama en un cuarto colectivo separado tan solo por una cortina del resto de la instalación.

Rosalia al principio pensó que me habían asignado compartir una habitación individual con ella. Sabía por experiencia que en África podía ocurrir cualquier cosa, pero en su mirada no encontré signos de desaprobación, sino de confianza, de que no le hubiera molestado demasiado si hubiera sido así. Aunque, si debo ser sincero, más que compartir habitación, me hubiera gustado compartir experiencias más cercanas e íntimas con ella. Era una chica que me atraía.

No hacemos cenas, me dijo la encargada. No obstante, al día siguiente de haber visto por última vez a Guerra en Bubaque, me lo encontré en la aldea al mediodía con un grupo de turistas. Fue él quien me ayudó a resolver el tema de las comidas.

Hotel en Eticoga: El precio de las habitaciones es de 5,000 CFA. No cuenta con restaurante, aunque ocasionalmente se ofrecen cenas por encargo. La entrada al parque es de 5,000 CFA. La observación de fauna tiene un costo de 10,000 CFA. (Precios 2019).

Según algunos artículos de antropólogos o etnólogos afirmaban que en esta aldea eran las mujeres quienes elegían quienes deberían ser sus compañeros sentimentales. Y yo me preguntaba, en qué sociedad sin coacciones varoniles no ocurría así, en cuestiones amorosas las mujeres siempre han tenido la batuta en condiciones normales, cuando no ha sido alterada deliberadamente por hombres misóginos y poco agraciados sexualmente para el género femenino. En fin, mientras divagaba en estas cuestiones me fui a dar un paseo por la empobrecida comunidad de pescadores, la mayoría vivían del mar.

Solo observé dos pequeños y primitivos colmados con un surtido limitado y escasas cantidades de cada producto. En uno de ellos pude comprar varias latas de sardinas, pan y agua embotellada para tener algo que comer. Además, por supuesto, vendían tabaco para aquellos que no pueden resistir la tentación de flagelar diariamente sus gargantas y pulmones.

Al atardecer, en una de las tabancas, una mujer de mediana edad se asomó en el umbral de la entrada y me hizo gestos para que esperara. Después de ingresar, regresó con las manos extendidas, sosteniendo en la derecha el cuello de una desafortunada gallina y en la otra un machete, claramente con la intención de acabar con su vida si yo pagaba por quedarme con el animal. Sin embargo, me pregunté a mí mismo, dónde pensaba que iba a cocinar a esa pobre criatura si yo fuera carnívoro? ¿Acaso me confundió con Frank de la Jungla o Bear Grylls?

Me llamó la atención que, a pesar de que la mayoría de las viviendas en Eticoga no tenían alimentación eléctrica, la cobertura telefónica funcionaba de maravilla gracias a los repetidores instalados en las islas principales del archipiélago. Sin embargo, en Eticoga no había ni una sola calle asfaltada y solo vi algunos triciclos motorizados con cajas de carga agregadas, que se utilizaban tanto para transportar personas como mercancías. La modernización apenas había llegado a la población. No contaban ni siquiera con un dispensario minimalista para atender a los enfermos. Durante mi regreso, vi a un anciano afectado por malaria que tuvo que soportar condiciones austeras en la embarcación pública de vuelta a Bubaque, después de varios días de sufrir la enfermedad sin recibir atención en su hogar. Y no es que en Bubaque hubiera un gran hospital, solo había un dispensario que atendía tanto a personas como animales en condiciones pocos higiénicas. Sin embargo, al menos allí podría recibir atención para una enfermedad muy conocida y recibir los remedios necesarios para aliviar sus males. Así que, si alguien debía enfermar en las islas Bijagos, tenía que rezar para que al menos fuera de alguna enfermedad endémica de las islas.

En la frescura de la noche, cuando los cuerpos cansados se reunían para compartir las últimas horas del día y charlar sobre las vivencias y noticias en las áreas exteriores de sus casas de adobe, me encontraba conversando animadamente con el grupo de técnicos y trabajadores de la radio guineanos y Rosalía en la pérgola. La chica gallega se encontraba en su segundo año consecutivo de voluntariado en Guinea Bissau. Gracias a que la lengua gallega y portuguesa tenían muchas similitudes tenía mucho más fácil entenderse con los habitantes del pequeño país africano que fue colonia portuguesa. Mientras tanto, un murciélago, muy familiarizado con el entorno, revoloteaba sobre nuestras cabezas sin inmutarse, incluso se aventuró a husmear el interior de mi habitación en dos ocasiones. Su osadía no tenía límites. Además, en la distancia, podía escuchar los angustiantes chillidos de los cerdos, que eran tan desgarradores y desesperados que parecían voces humanas. Sus quejidos evocaban el sufrimiento causado por las máquinas más torturadas jamás creadas por el hombre. Me fui a dormir pensando en la gran capacidad que tiene el ser humano para insensibilizarse, y esa misma capacidad me ayudaba a comprender un poco mejor nuestra naturaleza y la historia de la humanidad. Era una historia que no me satisfacía, pero a la cual pertenecía indudablemente, formando parte de ella. Porque, qué sería un hombre sin historia? Nada, o en el mejor de los casos, algo distinto a lo que no podríamos llamar humano, que tal vez sea mucho mejor, pero que todavía desconocemos.


Día cumbre en la isla bonita:


Me levanté antes del canto del gallo, incluso antes de que los primeros halos de luz aparecieran en el horizonte y apagaran la estrellada bóveda celestial, para iniciar una de las jornadas más emocionantes en mi viaje por tierras guineanas. En la pérgola, ya sea sentado o caminando, los minutos fueron pasando, sumando finalmente una hora y media, momento en el que apareció Guerra. Parecía que se había quedado dormido, pero su rostro no mostraba señales de haber pasado una noche en vela en compañía del vino o la cerveza. Pidió disculpas y nos pusimos en marcha en aquella soleada mañana dominical.



Senderismo por la isla Orango en busca de hipopótamos.


Salimos de la aldea por una pista no demasiado amplia iluminados débilmente por los primeros rayos de luz, nuestro camino pasó por manglares, extensas praderas de hierba alta y palmerales. Fueron siete kilómetros alucinantes, pasando por lugares mágicos. A medio camino, en lo que parecía la entrada del parque, donde la vegetación atrapaba toda obra humana y nadie custodiaba, nos sentamos a almorzar en un área de descanso cubierta con bancos y sillas de madera polvorientas, en claro proceso de degradación. Desde allí, nos adentramos en una extensa llanura con densa vegetación herbácea, salpicada de pequeñas charcas de agua y senderos de hierba aplastada por cuerpos grandes y pesados. Era evidente que estábamos en la isla de los hipopótamos. Guerra avanzaba con cautela y en silencio cada vez que nos acercábamos a una charca, consciente de que, aunque era poco probable encontrar hipopótamos en plena actividad bajo el sol abrasador del mediodía, uno no podía dar nada por sentado en la vida salvaje y era mejor ser precavido. Lo que sí tenía claro que al anochecer este lugar debía ser uno de los más peligroso, no solo de la isla de Orango, sino de toda África con estos animales territoriales pululando entre la espesa vegetación. Solo hay que recordar la estadística de que este es el mamífero que más personas mata en África.



¡Venga! Ya queda poco Sr. Pesimista


Ya en la laguna. ¡No veo a ninguno!


Al final del trayecto. Observaba unos cientos de metros antes de llegar la laguna marina donde casi siempre había algún hipopótamo, aunque era impredecible saber a ciencia cierta si me toparía con alguno, pero sin lugar a dudas era donde más posibilidades había y más seguro uno podía estar como atestiguaban los dos cercanos observatorios de fauna, uno completamente anegado por las aguas e imposible acercase a él, viendo a un cocodrilo moverse lentamente por su entorno con cara de pocos amigos.  Y, por fin, observe dos enormes cabezas inquietas aleteando sus pequeñas orejitas que sobresalían del agua. Ante nuestra cercana presencia no se sentían cómodos. Intenté acercarme un poco más a la orilla, pero Guerra me agarró del brazo y me previno: ¡Ten cuidado! Es peligroso acercarse tanto. Y a renglón seguido, haciendo bueno el refrán de” Haz lo que yo digo, no lo que yo hago”, no se le ocurrió otra cosa que lanzar piedras a los hipopótamos, que asustado se sumergieron durante un rato mientras el guineano reía a carcajadas ante mi mirada atónita. Nos movimos al observatorio accesible y pase, parapetado en la estructura de madera, un rato observando sus movimientos sin nuestra directa interferencia. La población de hipopótamos se estima actualmente en alrededor de 300 ejemplares. Estos hipopótamos son los más occidentales del continente y los únicos que habitan en aguas saladas. Esta adaptación se ha desarrollado a lo largo de miles de años. Normalmente, el agua salada les sirve para desparasitarse y esta circunstancia, junto con otros factores, ha influido en su cambio de hábitat.                                                                                                             

No solo habitaban hipopótamos y cocodrilos en aquella área, sino también centenares de pájaros emitiendo trinos como si no hubiera un mañana, con las copas de los árboles totalmente colonizadas por ellos. Convertían este lugar en un paraíso para los ornitólogos. Era increíble la vitalidad que desprendían estos pequeños seres alados.



Ahí está


Llegaron un grupo de cuatro portugueses con su guía a observar a los hipopótamos desde el observatorio. Normalmente al turista, por seguridad, no se le dejaba exponerse tanto como hizo Guerra conmigo. Y menos estar tan cerca de la orilla.  Como el calor apretaba y mi guía no era precisamente una persona austera, como atestiguaba su barriga de preñada siendo joven y un cuerpo espigado, convenció a su colega para que nos subiera en la lancha con la que había llegado, a diez minutos a pie desde nos encontrábamos, y la verdad, tampoco puse oposición ante el inclemente sol del mediodía.

Enseguida estuvimos en una playa con un antiguo muelle deteriorado, de la época colonial y subimos a la lancha rápida. Y en diez minutos bordeamos la silueta de la isla hasta uno de los extremos de la playa de Orango, ubicación del único hotel ecológico que había con comodidades y precios europeos.  En ese punto, antes de acceder al complejo, me despedí de todos, incluido de mi guía, que estaba sediento por beber otra cerveza con su colega. Aproveche para darme un paseo de varios kilómetros por la blanca arena hasta mi alojamiento, disfrutando de la singularidad de esta isla semisalvaje.



Antiguo embarcadero portugués


Una buena siesta movió las manecillas del tiempo a horas menos perjudiciales para el cuerpo, regresando a la playa de Orango para darme un refrescante baño bajo la atenta mirada de los pescadores. Caminé algunos pasos hasta sumergir mi cuerpo en el agua, ya que la marea estaba muy baja. Mientras caminaba, tenía la precaución de evitar pisar alguna raya oculta en la arena, ya que se decía que su picadura era dolorosa. ¡Qué bien me sentó ese baño!

Antes de retirarme a descansar, entablé una amena conversación con todas las personas reunidas en la pérgola, mientras mi estimado compañero alado se divertía en el espacio aéreo. Y sí, allí estaba Rosalía, la encantadora mujer gallega que desprendía una sensualidad natural, sin necesidad de maquillaje ni prendas costosas. Su sencillez resultaba cautivadora. Todas estas experiencias estaban a punto de quedar grabadas en mi memoria, en un hermoso recuerdo. Mañana partiría en mi embarcación, poniendo fin a mi estancia en la isla.

Día de cierre en la isla bonita.

A la mañana siguiente, nuevamente en la playa con la marea alta, me despedí de Guerra después de darle una propina más que merecida. Su alegría era palpable y se deshizo de toda inhibición. Con una destreza felina, trepó ágilmente a la proa de la embarcación que me llevaría de regreso a Bubaque y se lanzó al agua en un arco perfecto, sumergiendo primero la parte superior de su torso con los brazos como guía. Los niños le siguieron uniéndose a su alegría.



 Ohhhh... Esto se acaba



Ya estamos a punto de partir

Y volví a evocar en mis oídos una canción ochentera de fama mundial interpretada por la irreverente Madonna:

 "Tropical the island breeze

All of nature wild and free

This is where I long to be

 La isla bonita"


La isla bonita se difuminó en el inmenso mar, dejando un pedazo de mi historia en ella para siempre, mientras los delfines realizaban sus espectaculares y acrobáticos saltos en el océano.

Noviembre del 2019


Para ver otras entradas  de mi viaje a Guinea Bissau pulsa a los siguientes títulos:

 

 

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