VIII Crónicas malasias de Mister Cool Uncle


Las islas bonitas y sus arrecifes


Tomamos un lancha rápida en el puerto de Kuala Besut. Los billetes de ida y vuelta los habíamos comprado el día anterior en una  pequeña oficina ubicada en la estación de autobuses, donde un gato doméstico ronroneaba bajo mis caricias mientras realizaba la compra.

El muelle estaba repleto de turistas, y no sé si era para evitar no pagar la ecotasa que se abonaba en el mismo puerto o simplemente  las ganas de disfrutar de las islas. El caso es que, si se partía temprano, uno podía  ahorrarse las tasas turísticas de acceso a las Islas Perhentians. Tal vez causa principal  fuera un funcionario demasiado perezoso para  madrugar, pero, desde luego, estaban perdiendo bastantes ingresos, y n es probable que esa situación anómala no durara mucho en el tiempo. De todas maneras,  el precio no era abusivo: 30 MYR.

En las Islas Perhentians — dos islas:  Kecil y Besar — no había carreteras.  Solo unas pocas motocicletas las recorrían, en muchos casos para transportar mercancías en trayectos cortos.

La movilidad  se realizaba en lanchas, aunque había senderos que comunicaba  los resorts turísticos y las playas de arena blanca.

Tardamos media hora en ver en el horizonte la más pequeña de las islas ( Kecil) en un día luminoso, dejando ver pequeñas muestras de su maravilloso contorno, repleto de playas de fantasía que hacíanlas delicias de los amantes del  sol y descanso en maravillosos resorts a pie de costa. 

Nosotros paramos en el muelle flotante  de Perhentian Bay Chalet y Nemo Chalet, ubicado en el sureste de la isla más pequeña — Kecil— junto al único pueblo de las islas: Fishermen Village.

Caminar por el largo muelle resultaba incómodo debido a las piezas ensambladas como un rompecabezas, que se hundían un poco a nuestro paso.  Sin embargo,  era muy difícil caer al mar y darte involuntariamente el primer chapuzón en las islas.



Muelle flotante en la Isla de Kecil.


Nuestro alojamiento, el Perhentian Bay Chalet, se ubicaba a pie de playa, pero hasta el mediodía no podíamos hacer el chek-in, así que nos acercamos al pueblo para almorzar. Justo al lado de un campo de fútbol playero, cerca del alojamiento, quemaban basura orgánica en unos contenedores metálicos y herrumbrosos, dejando un olor desagradable para el olfato.

El pueblo de pescadores  se había desarrollado turísticamente, aunque parecía más enfocado al turismo nacional. Almorzamos en uno de los locales con unas bonitas terrazas cubiertas que s extendían hacia el mar, ofreciendo unas vistas excelentes.  Los precios, a pesar de ser un poquito más caros que en la península, seguían siendo bastante asequibles para un europeo.

Su atmósfera oscilaba entre el pasado de subsistencia y el presente turístico, generando un aire peculiar que no dejaba indiferente. Era un turismo embrionario, poco invasivo, a diferencia de lo que ocurría en otras zonas de la isla Kecil.

Ya con el estómago saciado , emprendimos de nuevo el pequeño paseo por una pista de arena de playa que corría paralela al mar, llevándonos de regreso al hotel.

En la recepción  de la terraza se encontraba una joven malaya, hermosa y exuberante, que no seguía las costumbres tradicionales de vestimenta musulmana. Sorprendentemente, mostraba una actitud bastante coqueta con los hombres occidentales , y Peluche Discreto no fue la excepción. A mi sobrina no se le escapó el detalle, aunque no le dio demasiado importancia. Confiaba plenamente en él, que con ese aire despreocupado y distante parecía pertenecer a otro mundo, como si  habitara en los barrios periféricos del espectro autista.

La coqueta chica, que nos decepcionó bastante, al tercer día de estancia (Mi Pequeña Heredera le comentó que se había acabado el papel higiénico de nuestra habitación,  ella  le dio otro, pero no sin cobrárselo — algo que nunca me había ocurrido en ningún alojamiento—), nos consiguió subir al tour que comenzaba en una hora. Tuvimos la suerte de que aún quedaban plazas disponibles. Dejamos las mochilas y nos embarcamos con varios extranjeros en otra lancha. 

El primer snorkel lo realizamos en Shark Point, ubicado en la Isla de Besar, un lugar donde era fácil avistar tiburones pequeños: temerosos de los seres humanos, sí, pero con mandíbulas suficientes para dejar heridas considerables.

Al principio, cuando me lancé al agua ,me costó  cogerle el pulso al snorkel. Tardé un tiempo precioso en adaptarme a respirar por la boca. No fui el único que los nervios le  jugaron una mala pasada — si eso sirve para consolar mi ego — , a Peluche Discreto le ocurrió lo mismo. En cambio, mi sobrina parecía  haber nacido para esto, como si llevara toda la vida buceando. 

A pesar de todo, tuve tiempo para  avistar peces multicolores y varios tiburones pequeños que merodeaban el lecho en busca de alimento. Eso sí, el lugar estaba abarrotado de turistas haciendo snorkel, lo que le restaba un poco de magia al entorno.

Al rato fuimos a otro arrecife, Fish Point, lleno de vida, con bancos de peces que rodeaban sin temor mi cuerpo. Nosotros no representábamos ninguna amenaza. De vez en cuando, algún extraño pez asomaba por oquedades de los  esponjosos corales, transformando el mundo submarino en un paisaje prehistórico.

El sol del mediodía y la falta de previsión comenzaban a quemar mi piel, aquella que quedaba  expuesta fuera del chaleco. Otros turistas, más precavidos, llevaban ropa de neopreno para protegerse.


 
Observando a una tortuga en la costa oeste de la isla de Besar.


La siguiente inmersión fue en  una playa más al norte de donde estábamos, al oeste de Besar. Allí nadamos en aguas cristalinas que dejaban ver el blanquecino fondo, donde una inmensa tortuga se alimentaba —de vete tú a saber de qué.—.  Cada cierto tiempo, el animal emergía para respirar, y ver su cabecita asomando de su caparazón para tomar aire convertía el momento en una experiencia maravillosa. Era único. Uno de esos instantes que se recuerdan toda la vida. Aparte que en ese momento nos encontrábamos nosotros.

El tour terminó sobre las tres de la tarde y nos dejó el guía en el muelle del hotel.

La habitación no era muy amplia y las vistas no eran precisamente las  mejores. El baño, aunque más amplio que el anterior, se convertía en auténtico humedal tras la primera ducha de cualquiera de los tres. Los siguientes debían que lidiar con ese inconveniente. Algo que, en otros viajes, me resultaba irrelevante, ya que solía alojarme en habitaciones con baño individual y no tenía que compartirlo.

Luego de comer, fuimos a la playa de los enamorados — o algo así se llamaba —. Aunque  ya estaba harto de agua, sol y  la piel empezaba doler, me uní a ellos, a pesar de ser el único que no estaba  en consonancia con el nombre de la playa. Quedamos con el barquero que nos recogiera  dentro de dos horas.

La playa, otrora salvaje y solitaria, ahora lucía un aspecto más cercano, con varios grupos de extranjeros tomando el sol. Entre ellos, un grupo de jóvenes españolas.  

Me refugié bajo la sombra de unas palmeras mientras mi sobrina y su novio se daban un chapuzón. Luego me tocó ejercer de fotógrafo a mi pesar, mil fotos a mi sobrina en un columpio y en el mar. La mayoría con un aire romántico, como corresponde a la playa de los Enamorados y a una pareja joven y que no llevan demasiado años para sentir las embestidas del desgaste de la convivencia, aunque yo fuera la nota disonante en esta partitura. 



Disfrutando del amor.



Unos condenados pececitos, cada vez que me sumergía en las cristalinas aguas que acariciaban la arena, parecían confabularse contra mí —y contra cualquiera que osara acercarse—, propinando pequeños mordiscos tan insistentes como molestos. No recuerdo su nombre, que alguien mencionó en inglés. Esta vez preferí no buscarlo en Google ni interrogar a la IA para saber de qué especie se trataba. Hay misterios que conviene no resolver, para que la vida conserve ese toque de interrogante que la hace más sabrosa… más allá de los enigmas verdaderamente inalcanzables.

Nos recogió el barquero y nos llevó de regreso al alojamiento. Me tumbé con un dolor de cabeza y un cansancio enormes: la insolación era la culpable. Los chicos propusieron ir a Long Beach, un centro turístico, para cenar; pero les dije que fueran ellos, que yo estaba cao. Necesitaba recuperarme.

Desperté unas horas más tarde, cuando golpearon la puerta para que les abriera. El día había terminado por doblegarme, como si fuera un anciano vencido por el sol y la sal.







Comentarios

Entradas populares de este blog

Mochilero en Angola (I)

V Crónicas malasias de Mister Cool Uncle

VI Crónicas malasias de Mister Cool Uncle

VII Crónicas malasias de Mister Cool Uncle

Mochilero en Angola (II)

VI C´est interdit dans le wagon de fer

ASCENSIÓN AL VULTURÓ

Mochilero en Tirana (XVII)

XI Kastila en las Islas de Poniente