IX Crónicas malasias de Mister Cool Uncle


Mi sobrina me insistió varias veces la tarde anterior para que hiciera un tour con ellos aquella mañana, pero mi piel, incandescentemente ardiente como una gamba roja en las zonas que habían quedado expuestas el día anterior — los brazos, los hombros y algunas partes de la espalda que el chaleco salvavidas no logró proteger — no tenía ganas de volver a sufrir las consecuencias de los rayos ultravioletas.

Total que, esa mañana nuestros intereses divergieron: ellos se fueron a hacer un tour y yo opté para recorrer a pie la isla. Ya nos rencontraríamos al atardecer con anécdotas que contar por ambas partes.



Mezquita de la islas de Perhentians



Tomé mi pequeña mochila de cuatro euros de Decathlon y me dirigí  hacía  la mezquita, cruzando la exótica rambla del pueblo.

La moderna mezquita, desproporcionalmente grande en comparación con el pequeño pueblo, se adentraba en el mar desafiando su fuerza, sostenida por valerosas columnas. Creaba una imagen majestuosa, con formas geométricas que parecían esculpidas en plata. Su minarete, altivo y romo, parecía a punto de despegar rumbo al paraíso, ese mítico lugar repleto de ardientes mujeres vírgenes, donde — supongo —  hasta los más pusilánimes se convertirían en  poderosos amantes y los homosexuales en heteros, destinados a cumplir con las promesas eternas que les esperaban en la otra vida. La felicidad, al parecer, tenía un guion que podría  hacer perfectamente feliz a personas como al Potro de Bilbao, pero, extrapolado al mundo real, resultaba profundamente excluyente.

Los hombres intentan aferrarse a los recuerdos generados en esta vida y llevárselos  a la otra — una otra que, de existir , para ser justa, debería ser totalmente opuesta a esta. Se inventan historias subjetivas, donde la bondad  orbita alrededor de  sus deseos terrenales, moldeadas a conveniencia y propicias para perpetuar las injusticias.



Sendero en la isla de Kecil


Me alejé, dando la espalda a la sideral mezquita y a las reflexiones que habían surgido ante su presencia, y me interné en un sendero adoquinado en su primer tramo, dirección a  Long Beach — la playa más turística y  urbanizada de todo el territorio de las islas —.

El sendero transcurría por la parte baja de las colinas, no muy lejos de la orilla.  Al principio, el camino, a pesar de la exuberante vegetación que amenazaba por apoderarse del sendero, era transitable y  agradable de  recorrer. Estaba salpicado de bananeras y, de vez en cuando, aparecían los varanos, aunque no los viera, al huir bruscamente hacían crujir las ramas y la vegetación del suelo con su gran tamaño. Las serpientes, más sigilosas, no se ofrecieron a mi vista, o quizá mi torpeza visual no logró descubrirlas.

Luego, más tarde, la vegetación y el cableado de los postes de luz caídos se convertían en  obstáculos que había que sortear, siendo más peligrosos los cables que intentaba no tocar por riesgo a no electrocutarme. Debía agachar mi cuerpo achacoso, que ya no tenía la agilidad de los años buenos, y ante las dificultades no podía evitar sonreír como un niño pequeño cuando lograba superarlas con éxito. En esos momentos, agradecía las dificultades moderadas que resolvía con éxito , y eso me hacía muy feliz. 



Sendero invadido por la vegetación, la tubería de agua y los cables de luz.


Antes de llegar a un cruce de caminos — uno descendía a Long Beach y el otro cruzaba la isla de este a oeste  hasta llegar a  Coral  Bay — me crucé, por primera vez en el sendero, con dos extranjeros que no me saludaron. Desde luego, no eran ni anglosajones ni hispanos, sus rasgos delataban un país europeo del este. 

El camino transcurrió  entre sencillos y bonitos resorts, en detrimento de la salvaje vegetación, que  iba perdiendo protagonismo.

Tomé una Coca-Cola en un restaurante sin actividad en aquel momento, en una bonita terraza, y  entré en un resort amurallado  para poder llegar a una  encantadora playa con algunos chiringuitos sin apenas clientes.



Playa junto a Coral Bay


El sendero, más  despejado por el lado oeste de la isla rumbo a mi hotel, se revelaba también más hermoso, con casas encantadoras y paisajes que deleitaban la mirada. 


 
Sendero adoquinado junto a chabolas


A pesar de  ser construcciones humildes, tenían un belleza singular y colorida que las hacia más acogedoras de lo que realmente eran: invitaban a quedarse en un espacio de aire tan minimalista rodeadas de frondosa vegetación.



Los colores irreales del agua junto a la maravillosa arena salpicadas de rocas.


Las calitas y sus roquitas aparecían de vez en cuando, envueltas en una soledad  ancestral , como testigos silentes de lo que fueron las islas durante mucho tiempo. Allí, sentado, imaginé  náufragos exhaustos llegando a ellas, sintiendo la felicidad del  que renace de sus propias cenizas, de que estaba condenado y, sin embargo,  la vida le ofrece una segunda oportunidad. Mirando las aguas turquesas, no con la mirada sosegada del turista, sino como  quien acaba  de escapar de un terrible depredador.



Refrescando los pies



Al mediodía terminé de recorrer los 9, 17 km en dos horas. Se me quedó cortó. Podría haber recorrido toda la isla. Tenía suficiente tiempo.


Senderismo por el sur de Kecil


Aproveché para ducharme y comer en el pueblo, y luego relajarme un rato leyendo junto a las dos palmeras que crecían en diagonal desde un talud junto a mi alojamiento, como si  quisieran alcanzar a la península malaya, convertirse en un puente para los humanos, ya que los dioses parecía imposible, dentro de todas las imposibilidades de mi imaginación.

Ya más tarde llegó la pareja, algo decepcionados con el tour, pero alegres de haber conocido a dos andaluzas simpáticas, de su misma juventud, con quienes compartieron una experiencia bonita y  divertida. Por la noche, se pasaron varias horas charlando en la terraza del alojamiento. 

Pero antes de finalizar el día, alquilamos una lancha para ir a Long Beach a cenar y  disfrutar de un hermoso atardecer en el lugar más turístico de las islas Perhentians. Toda su costa estaba urbanizada, incluso con una enorme mole moderna que  desentonaba con el entorno, a pesar de la bonita piscina que disfrutaban los turistas y el solárium desde donde tomaban el sol, ajenos a la vicisitudes de la incordiosa arena.

Al día siguiente tocaba volver a la península... pero no era hora de pensar, sino de descansar. 


Capítulo X



 


Comentarios

Entradas populares de este blog

Mochilero en Angola (I)

XI Crónicas malasia de Mister Cool Uncle

Mi primer día en Teherán

V Zuérate por libre

VI C´est interdit dans le wagon de fer

Millonésima representación del instinto ( y no última)

XIV Kastila en las Islas de Poniente

X Crónicas malasias de Mister Cool Uncle

Mochilero en Angola (IX)

III Kastila en las islas de Poniente