Un relato por el sur de Etiopia

 En las cercanías del río Omo


El 18 de marzo de 2007 teníamos previsto visitar una aldea hamer al norte del lago Turkana. Esta etnia combinaba el islam con ritos paganos tradicionales. Su modo de subsistencia estaba ligada al pastoreo y la agricultura, aunque algunos poblados, como este en particular, comenzaban a comprender la importancia del impacto turístico en sus economías locales. Aquellos que se dejaban ver en ese entonces solían cobrar entre 1 y 2 birr por tomar fotos o disfrutar de una taza de café de manera tradicional.

Lo turistas normalmente llegábamos a estos lugares remotos del sur de Etiopía alquilando un vehículo con chofer. Se podía llegar en transporte público, pero con mucha paciencia. Y a pesar de que esta última era mi manera preferida de viajar, una noche en Addis Abeba, en el hotel, un belga me persuadió para unirme a ellos (un japonés y él) para realizar un circuito de una semana por el sur. El precio resultó ser bastante económico.



 Vehículo  con el cual nos movimos por el sur de Etiopía


A medio camino paramos un momento para disfrutar de tan siniestro pájaro, al menos en apariencia. La cigüeña menos bella de todas. Marabú. 


Nuestro dicharachero conductor, al cual apodé en mis conversaciones internas "Also", tenía la costumbre de iniciar las frases con este adverbio con su inglés básico. Nos detuvo en un local polvoriento con enormes mesas y bancos en su terraza, resguardadas por un techo de tablones carcomidos. Bajamos del Toyota Land Cruiser. Alrededor, solo sobrevivían los ejemplares más fuertes del mundo vegetal, varios árboles y algunos matorrales salpicaban la árida orografía. En uno de esos árboles, protegido del inclemente sol, observé a un hombre famélico de edad indeterminada ,resultaba imposible adivinar la edad real, cuando el cuerpo acelera su degradación a ritmos solo visto en Europa en enfermos terminales. Presentaba una mirada inexpresiva, una seta habría mostrado más alegría y esperanza en su inexistente rostro. Sus ojos se habían hundido en el pozo sempiterno de la desesperanza, donde ya no había polea mágica que pudiera sacarlo a la superficie. En su ensimismamiento encontraba su salvación, su única manera de soportar estoicamente el premio de la ruleta de la existencia, que dicta de manera despótica donde nacerá cada alma humana. No podía disfrutar de mi comida teniendo tan cerca a ese ser humano, resultaba demasiado cínico. Me levanté ,y le entregué casi todo mi almuerzo.

El japonés, un joven con una barriga de pliegues horrorosos y flácida, le pedía al camarero por enésima vez su plato de espaguetis. Durante los sietes días que compartimos juntos, su dieta se basó únicamente en pasta. Por otro lado, el belga, una persona delgada de sesenta años, se movía con una energía envidiable para su edad. ¡Ojalá que llegue con la misma energía y con una salud parecida! Fue lo que pensé cuando conocí su edad. Él no tenía problemas de comer de todo.

Reanudamos nuestra marcha por pistas de tierra que atravesaban humildes casas, donde los niños desnutridos se acercaban a pedir, vocalizando la palabra: "Highland". Al principio no entendía lo que querían, pero luego, con la ayuda de mi conductor, comprendí que solo pedían una botella de plástico de agua de la marca Highland, una de la más importantes. Lo peor era que el agua la recogían de charcas de dudosa salubridad. No era extraño que hubiera brotes de cólera, una enfermedad de otra época todavía vergonzosamente viva en África. Sin embargo, la mayor enfermedad es la riqueza desmedida y desproporcionada, por mucho que intenten convencernos de que quienes la tienen se lo merecen y lo ha ganado justamente. Supongo que por eso crean los paraísos fiscales, porque es justa, ¿no? Y. sinceramente, dudaba de que tanto dinero se pudiera ganar honradamente cuando veía cosas así.



En el sur de Etiopía


Accedimos a la calle principal de un pequeño pueblo cercano a las aldeas hamer. Nos hospedamos en el único hotel disponible en la zona. Las humildes habitaciones se accedían a través de un gran patio interior. Los hoteles etíopes ubicados en lugares remotos más bien recordaban a fortalezas, pero esta era la mejor manera de protegerse de los animales salvajes.

La visita a la aldea hamer estaba programada por la tarde, así que aproveché para dar un pequeño paseo por la paupérrima población, que no tenía nada que ofrecer turísticamente. Era el escenario perfecto para filmar una película apocalíptica, donde la vida casi se había extinguido y los muertos vivientes se habían apoderado del mundo. Era tan deprimente que el Viajero Pesimista había perdido su perenne sonrisa y le costó semanas recuperarla.

Con aquel panorama regresé al hotel y aproveché para leer un rato. Creo que sí hubiera tenido un e-book en aquella época, habría descargado el libro de "El monje que vendió su Ferrari". Necesitaba el relato superfluo de aquellos escritores para evadirme un rato, siempre me habían parecido el bálsamo perfecto para los momentos más deprimentes de la existencia. Escribir lo que la gente necesita leer, no lo que realmente es. Esos libros eran como pasteles empalagosos, que si comías demasiado, no era bueno para la salud, pero de vez en cuando hasta nos hacía felices durante un rato.

De una de las habitaciones surgió una esbelta y hermosa etíope, cuyos ojos se iluminaron al sonreí en respuesta a su saludo. No era la pulsión sexual lo que la impulsaba hacia mí, sino la propia esperanza de poder embarcarse a un mundo mejor, la esperanza de salir de aquel atolladero emocional. Me invitó a tomar café, en compañía de otras mujeres. Pasamos una hora conversando, mientras saboreábamos el café en la Meca de este exquisito elixir, originario de las tierras altas de Etiopia. Por supuesto, su sabor era increíblemente bueno, solo en Laos probé un café que se asemejaba algo a los de este país. Nuestra comunicación era lenta y resquebrajada debido a que ninguno de los dos dominaba suficiente la lengua inglesa; incluso así , entre risas y determinación, conseguimos entendernos.

Por la noche, me buscó con la mirada varias veces , pero rehuí al juego. No me sentía con ánimos ni era alguien adicto al sexo como se puede ser al agua para sobrevivir. Era algo que estaba ahí, que disfrutaba pero que no lo echaba de menos si no lo tenía. No siempre me sentí afortunado por ello, pero ahora lo veo como una liberación, una manera de ser más libre.

¿Cómo podría concebir la posibilidad de enamorarme de una persona que, por su condición , fuese solo un medio para obtener un visado? No me bastaba con que solamente fuera buena persona para establecer una conexión sentimental profunda. Si algo había aprendido en esta travesía de vida que la soledad más dolorosa era aquella en la que te convertías en compañero de otro ser que solamente estaba contigo por miedo a estar solo, por comodidad.

A las cinco de la tarde, el guía nos llamaba para dirigirnos a pie a la aldea hamer. El japonés, como solía hacer en las horas muertas o libres, se encerraba en su habitación y no salía para nada. Sus videojuegos parecía ser suficiente entretenimiento. Eso sí, era extremadamente amable y correcto. En ningún momento optamos por consumir juntos una cerveza o cola. a diferencia que hice con el belga, Y eso que yo no era precisamente el individuo más sociable del mundo.

La aldea estaba resguardada por un cerco de enramadas, diseñado para impedir visitas indeseadas. Estaba habitado por aproximadamente cincuenta personas, distribuidas en varias cabañas construidas de barro y techo de ramas secas. Visitamos sus estancias con muy pocos utensilios. Los hamer destacaban por su hermosura física, esbeltos y altos, Mis compañeros aprovecharon para hacerse fotos con aquellos seres humanos fotogénicos. Al compararme a ellos, me embargo el sentimiento más destructivo hacia mí, me sentí como Cuasimodo cuando fue rechazado por la sociedad que pertenecía. ¡Qué feo me sentí al lado de ellos! Diría que todos tenían marcas de escarificaciones en su cuerpo. A lo largo de la historia, las conductas autolesivas de la humanidad ha estado muy presente en muchas culturas.

También me llamo la atención el hecho de que, siendo musulmanes, afortunadamente para las mujeres, no se practicaba la ablación.

Según algunos expertos, creen que las comunidades que practican esta amputación lo hacen con la convicción que con ello logran disminuir las relaciones prematrimoniales, especialmente por parte de las mujeres. Provocando además efectos a largo plazo en la salud, como un aumento en las infecciones, complicaciones en el parto, insatisfacción en las relaciones íntimas y dolor crónico. Basándome en mi propia experiencia, cuando mantuve una relación estable durante años con una nigeriana que le habían practicado la ablación cuando era niña, pude observar que su vida íntima era mucho más compleja y tormentosa que la de cualquier mujer que no hubiera sido sometida a esta práctica cruel. Además, a ella le habían realizado una de las extirpaciones más duras e invasivas, extirpándole la totalidad del clítoris y los labios mayores y menores. Me explicó los problemas derivados del parto de su primogénito debido a esta situación.

Luego, después de una hora de visita, regresamos al hotel. Nos ofrecieron la posibilidad de asistir a un ritual de iniciación más tarde ,pero ninguno de nosotros estábamos por la labor. Al menos yo no tenía interés en participar en un espectáculo exclusivo para turistas, a pesar de la posibilidad de aprender algo sobre las antiguas costumbres de esta etnia.

Más tarde, tomé fotos de los niños que eran especialmente fotogénicos (la siguiente imagen de esta publicación corresponde a otro lugar del sur de Etiopia). Luego, cenamos bajo la tenue luz artificial de las escasas bombillas, alimentadas por un ruidoso generador, y decenas de insectos de tamaño monstruoso que se acercaban atraídos por el resplandor. Un resplandor que daba un poco de esperanza en aquella noche africana.



Estos niños me indicaron el camino correcto para volver al alojamiento donde me hospedaba. Llevaba un rato perdido.




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