XIX Kastila en las islas de Poniente

Kabanata XIX

El día que descubrió que también existen prostitutas feas


Jueves, 14 de noviembre de 2024


"Mi historia no es agradable, no es suave ni armoniosa como las historias inventadas; sabe a insensatez, y a locura, y a ensueño, como la vida de todos los hombres que no quieren mentirs9e mas a sí mismos."

Demian (1919)


Con abúlica desgana, le atendió una de las últimas comunistas puras del país, una mujer con más años que Matusalén y un rostro petrificado incapaz de mostrar emociones positivas. Tras la ventanilla, un cartel colgaba con las palabras "Out of service". 

Pero ante la muestra  de los 50 yuanes que nuestro kastila blandía para hacerse entender. La hermana comunista de "Cosa"  — uno de los héroes de los cuatro fantástico— se lo cambió por cinco billetes de diez. Al intentar replicar, ella, con un desdén digno de  Guinness World Records, señaló la máquina expendedora de billetes y, con su mirada artica, pareció pensar:" Apañatelas, blanquito ricachón y niño de papá, como puedas".

Con su intuición como única guía — porque de chino no sabia ni una palabra. Era totalmente un  analfabeto— se enfrentó a la máquina oriental, y por las imágenes  más que por los logogramas, obtuvo la recompensa en una carambola rocambolesca de fortuna. Pareció querer recompensar su esfuerzo titánico la máquina oriental, cobrándole 20 yuanes, no los 25 que en muchas páginas de viajes indicaban. ¿Suerte? Tal vez digan los más sesudos viajeros. 

Con el billete en mano, subió al metro de Beijing, adentrándose en el inabarcable océano de edificios que era la capital de la "Imperial China". En la segunda parada cambió de metro y se dirigió al  palpitante centro de Beijing, en la plaza de Tiananmén, donde hubo una época de exclusión, de prohibición, donde todo aquel que no vivía entre sus murallas no podía acceder, donde imperio y comunismo reinaron en época diferentes con la misma desmedida.

Tenía una escala de trece horas en Beijing. Suficiente tiempo para visitar con calma el centro de la ciudad. Antes de partir, antes de volver a su viejo continente.

La ciudad prohibida  estaba repleta de turistas chinos, algunos vestidos con los bonitos hanfu (vestidos tradicionales). Era una manera  de conectar con sus raíces y expresar su identidad cultural. Los pocos extranjeros les tomaban fotos, y nuestro viajero se animó a tomar varias tomas furtivas a una joven china de rostro seráfico, que posaba para sus amigas en la entrada principal a la ciudad de las dinastías chinas. 

Prefirió visitar los alrededores de sus muros y dejar la visita para otra vez, en unas calles repletas de controles policiales que solicitaban constantemente el pasaporte a los extranjeros o el documento nacional a los chinos.Limpias como el piso del calvo más famoso de los anuncios españoles, Mrs. Proper.

Evocaban (sus calles) a nuestro viajero una pátina lumínica  de 1984. Demasiado perfecto para ser verdad, demasiado condicionado por George Orwell. ¿Era Beijing una colmena de felices abejas?

Nuestro kastila, mientras reflexionaba en un mundo que se le escapaba en una efímera estancia, disfrutó  de unas fresas caramelizadas insertadas en un palo como si fueran pinchos morunos, en uno de los puestos que habían  en  ambos lados de la impoluta calzada.



Joven china con el traje tradicional en el exterior de La Ciudad Prohibida.

La primera gota de hiel  cayó sin aviso previo para estropearle una mañana  radiante en forma de rostro oriental. Un rostro que vestía un alma de querubín. Rostro poco agraciado  de sonrisa luminosa que ocultaba una negrura espesa y peligrosa como tierras movedizas.

Quizá fueron las horas de insomnio, la lasitud de su espíritu, pesándole en los hombros, quizá fue Beijing 1984, esa ciudad donde nunca pasa nada, o tal vez George Orwell que condicionó su mente. 

El caso fue que nuestro kastila tropezó como un primerizo viajero deseoso de ligarse una exótica cuarentona al tomar un taxi con dos desconocidas mujeres, ya que las sonrisas alumbran los rostros, pero no todas prometen felicidad si uno esta atento.

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La Ciudad Prohibida desde el exterior.


Antes de subir al taxi, la que  decía llamarse Lulú, una mujer de unos cuarenta años y físicamente del montón, provocó lo que pareció un fortuito encuentro. Un nombre que emanaba un aire erótico, cinematográfico, recordando a nuestro viajero a la película erótico-dramático "Las edades de Lulú"  que debería haberle hecho sospechar. 

Charlaban cuando la amiga apareció en escena, primero en videollamada y luego en cuerpo presente, como una figurante en una obra ensayada mil veces. Hablaron de familia, pasatiempos, de todo lo que disuelve la desconfianza. En aquel bullicioso rincón de 1984, el engaño se tejía con las manos más maliciosas y sigilosas. 

Cuando Lulú  creyó oportuno, pensó que era el momento propicio para pasar a la segunda fase de su trillado plan. Convenció a nuestro cansado kastila, que ese día no tenía nada de escrutador, para ir a comer a un restaurante en otro barrio, argumentando precios más razonables, no tan inflados. Viola! Y se subió contra todo  pronóstico a un supuesto taxi nuestro tonto viajero, algo que nunca había hecho en su vida, pero siempre hay una "primera vez más"... para la insensatez, aunque su polla no estuviera erecta ni se le pasara la idea de tener sexo express en Pekín. 

El trayecto se alargó veinte minutos entre risas y palabras diseñadas para distraerlo. Incluso el conductor, cómplice mudo, se unió sospechosamente a la conversación en el último tramo. No tardaron en llegar a un solar flanqueado de tiendas de antigüedades, recordándole al padre de Billy Peltzer entrando en una de ellas para llevarse a un exótica criatura, amorosa y adorable, gremlin; aunque nuestro kastila más que llevar, dejó. Entraron en una amplia tienda atendida por un anciano. 

Le guiaron a un sala contigua separada por un biombo enrejado,preludio de una encerrona, con un sofá de tres plazas y un karaoke. Fue ahí, al hundirse en el sofá, entre las dos, cuando el velo terminó por caer y confirmar sus sospechas.

Le dijo que no quería beber nada de alcohol, pero  Lulú, la puta de Lulú, trajó igualmente una botella cara y tres copas de la que creyó que era vino . Y aunque brindaron, nuestro viajero solo se mojó los labios incómodamente, no dio ni un sorbo por precaución. Sus rostros habían perdido el angelical aspecto por mucho que se esforzaran en sonreír, el velo que lo ocultaba había desaparecido, dejando al descubierto los ojos de Lucifer en sus rostros de putas viejas, que ya no podía esconderse más ante la mirada asustada del kastila.

No sería tan fácil salir, rumió. Al otro lado de la puerta de la tienda, dos chicos robustos esperaban con semblantes duros, guardianes de un desenlace previsible. Sin embargo, cuando las dos lo levantaron del sofá y  se pusieron a bailar sexualmente junto a él, regalando besos envenenados se envalentonó para huir de allí, salió de la habitación protestando, decidido a salir como fuera sin perder demasiado.

— Si quieres irte, paga la botella — exigió Lulú, la puta de Lulú, con la certeza de que conseguiría algo.

Una discusión breve para bajar las pretensiones y treinta euros menos en la cartera de nuestro kastila bastaron para que el kastila decidiera salir sin tener que pagar nada más, pese a la insistencia de que debía abonar el alquiler de la habitación, una habitación que no había estado ni cinco minutos.

Ahí, nuestro kastila se plantó, obviando aquellos fornidos personajes del exterior. No pagaría un céntimos más. Si la salida exigía golpes, que así fuera. Perdido por perdido, prefirió arriesgar el pellejo antes que ceder.

— Puedes pagar con tarjeta — le instó Lulú antes de darle la espalda y marchar.

Ya no miró más. Salió ligero, dejando atrás aquellas almas ennegrecidas por la avaricia. Solo cuando estuvo en la avenida principal, entre coches y viandantes, sintió que volvía a tener el control de su existencia, respiró aliviado.

Encontrar el camino al aeropuerto no fue sencillo. No fueron muy colaboradores los huidizos ciudadanos de Beijing , que corrían asustados cuando les intentaba preguntar en inglés, agarrando a algunos para que les contestaran. Afortunadamente, la perseverancia dio sus frutos y algunos ayudaron como pudieron, a su manera.

En el siguiente cruce una boca de metro se asomó salvadora a nuestro viajero. 

El personal del metro fue amable y solicito a pesar de no entenderse nada. Compró el billete más barato para un trayecto más largo. Provocando la imposibilidad de salir por el torniquete de salida de la última parada, después de varios cambios de línea. Sin embargo, el funcionario le abrió sin reprocharle nada. No todos eran la hermana comunista de la Cosa.

Y así, chino chano y con 30 euros robados, nuestro kastila acababa su viaje de Poniente, guardando la armadura y su espíritu viajero en el baúl de los sueños. Ese baúl que siempre guardaba un nuevo viaje, un nuevo destino.

Y aunque todavía no lo sabía,los tambores de Mauritania comenzaban a resonar en su interior. Filipinas se había acabado. Y China, a pesar de las prostitutas más feas del mundo, le había dejado un buen sabor de boca para en un futuro volver con muchos más días para explorarla.

EL FIN


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