VII Crónicas malasias de Mister Cool Uncle
Parangones meridionalmente opuestos
Tomamos un Grab a las 06: 30h para ir a la estación de autobuses de Kuala Lumpur, aliviados por dejar atrás aquel cuchitril sideral donde pasamos varias horas de descanso antes de continuar nuestro viaje, a pesar de que las brumosas nubes del sueño permanecía en nuestras aletargadas mentes.
La terminal KL Sentral era el nudo de comunicaciones más importante de Malasia. Un edificio moderno, amplio y luminoso, siempre lleno de vida, cuya atmósfera evocaba la de un aeropuerto, con su sala de salidas, megafonía y puertas de embarque. Su belleza funcional y su diseño pragmático no tenían parangón en España, donde muchas estaciones eran lamentos agónicos de estructuras palidecientes.
Las autoridades, por lo general, habían hecho pocos esfuerzos por mantener adecuadamente estas instalaciones. Tal vez porque la mayoría de la población se desplaza en vehículos particulares. Sin embargo, en plena lucha climática, resulta curioso que se inste a su población a utilizar más el transporte público, mientras se hace poco para hacerlo más atractivo y cómodo.
Todavía recuerdo, hace unos años, en los baños públicos de la estación de autobuses de Lleida, a un hombre con ropas desgastadas y el pelo desaliñado, en cuclillas, cagando en un urinario de suelo. También había visto dormir en bancos o en una esquina a drogadictos o vagabundos, o a individuos de presencia inquietante acercarse a los pasajeros con un mezcla de amenaza y desvarío. Escenas que, lejos de ser anecdóticas , parecen formar parte del paisaje habitual de nuestras estaciones.
Y es que la vida política, por definición, resulta siempre contradictoria. A veces, roza lo absurdo en sus decisiones, tratando a la ciudadanía como si fuéramos niños pequeños. ¿ O acaso tiene alguna lógica educar a las personas en ir a los supermercados a comprar con bolsas biodegradables, mientras todos los productos en las estanterías están envueltos en plásticos? Y así podría estar contando muchos otros ejemplos.
Volviendo a KL Sentral, pregunté a un trabajador cuál era la taquilla para comprar billetes hacia a Kuala Besut, la puerta de entrada a las Islas Perhentians.
Compramos los nuestros y subimos a la planta superior, llena de restaurantes, para almorzar mientras esperábamos la hora de partida, unas horas más tarde.
La chica de la puerta de embarque hacia nuestro andén no estaba de buen humor, pero aun así respondió a las dudas que nos surgieron antes de que apareciera nuestro modernos autobús.
Y apareció al fin nuestro flamante autobús de dos plantas, equipados con amplios y modernos asientos que prometían convertir el trayecto en una experiencia premium. Si tengo que ser sincero con mis lectores, era la primera vez que viajaba en un autobús tan cómodo y espacioso. Era como viajar en primera clase en un avión.
![]() |
Autobús que nos llevó a Kuala Besut |
Kuala Besut: el arte de no esperar nada
Fue un hermoso viaje por montañas onduladas y paisajes cincelados con los verdes más intensos y vivos de una acuarela.
De vez en cuando, azuzados por la comodidad de sus asientos, caíamos rendidos en brazos de Morfeo.
Paramos a comer en una gran área de descanso. Allí tuvimos tiempo suficiente para comer, algo que no hizo Mi Pequeña Heredera, muy tiquismiquis a la hora de la comida. No le hacía gracia la comida que estaba expuesta en las vitrinas del restaurante, así que se conformó con picar unas chocolatinas compradas de un colmado. La realidad es que el pescado y el arroz que me comí estaban deliciosos. ¡Cosas de principiantes!
Al atardecer, cuando las lágrimas doradas del sol dejaron de alumbrar, llegamos a Kuala Besut. A unos 500 metros se ubicaba nuestro alojamiento (Rumah Hentian Ayah): una habitación sencilla con una litera y un baño que me recordaba más a un humedal que a un baño como Dios manda. El suelo, siempre mojado, bien podría ser la prolongación de las tierras cercanas que rodean un delta; es decir, podríamos haber plantado semillas de arroz y verlas crecer.
Esa costumbre de colocar todo en un espacio mínimo — inodoro, lavabo y alcachofa de ducha— convertía cada visita al baño en una escatológica coreografía incómoda, y más siendo tres personas. Por suerte, solo íbamos a estar una noche.
No pude resistirme, y casi sin luz, me fui a paso ligero a la playa que teníamos enfrente, a unos cien metros, mientras ellos se arreglaban en la habitación. Tras cruzar unos terrenos removidos por máquinas pesadas, y con el fondo panorámico de un puerto industrial de luces apagadas, me zambullí en unas aguas asquerosas que, además , tenían un fondo que te atrapaba como tierras movedizas. Igual que entré, salí, alejándome de aquellas aguas aceitosas.
¡Qué genio soy a veces! Probablemente fuera la playa más fea de toda la costa del este de la península malaya.
Retorné con la sensación de haber hecho el gilipollas, y después de ducharme salimos a buscar una casa de cambio. Pero la primera que pregunté ofrecía un cambio muy desfavorable. Así que empezamos a preguntar a varias personas por cajeros automáticos, y tuvimos suerte que unos yemenís se ofrecieron a llevarnos en coche hasta uno que estaba junto a la estación de autobuses. Fue una elección acertada. El cambio fue mucho mejor que el que ofrecía en la casa de cambio.
A pesar de todo, Peluche Discreto no pudo sacar dinero con su tarjeta de débito. No me había hecho caso cuando le recomendé sacarse una tarjeta de prepago con una banca online, como si había hecho mi sobrina. En ese momento, la situación se resolvió dejándole dinero, pero el futuro nos tenía preparada la más destacable y agónica del viaje.
Luego dimos una vuelta por el aburrido centro de la población antes de sentarnos a cenar. El ambiente estaba muy apagado, como si la reciente tormenta hubiera instado a dormir a todos antes de tiempo.
Cenamos marisco en un restaurante céntrico por poco dinero. Fue un impás en el viaje de los chicos, una pausa sin grandes emociones. Aunque, para mí, viajar en transporte público sigue siendo una de las experiencias más valiosas de cualquier viaje: permite ver paisajes, observar gestos cotidianos, y acercarse a la vida real de los pobladores, lejos de los escaparates turísticos.
El día acababa con la mirada de los chicos fija en aquellas casitas pobretonas que nos rodeaban; les llamaban la atención. En silencio, hacían una reflexión profunda sobre las desigualdades de la civilización humana, que parecía no haber salido aún de las sábanas: somnolienta, indiferente, atrapada en las propias jerarquías de la naturaleza. Hubiera estado bien poder gritar: Numquam sequar leges naturae... pero solo era un reflejo de su poder, de ese poder que resulta imposible escapar. ¿ O acaso no?
![]() |
casa de madera en Kuala Besut |
Comentarios
Publicar un comentario