V Crónicas malasias de Mister Cool Uncle


Lianas de memoria. 


La noche anterior, bajo el cielo estrellado de Sukau y los sonidos primitivos de la selva, conversé con el patriarca del alojamiento, a quien veía por primera vez. Su voz, desgastada por el tiempo, parecía arrastrar los ecos de un pasado demoniaco que nunca jamás sería contado. Su mirada, perturbadora pero , a la vez, serena, se iluminaba maliciosamente al ver a una de sus nietas contar los billetes que le habíamos entregado para saldar cuentas.

Le pedí un último favor: que el taxista nos dejara en el Centro de Rehabilitación de Orangutanes de Sepilok. El destino estaba a 24 kilómetros de Sandakan, pero a pesar de la mayor distancia a recorrer, el precio no cambió. Un gesto que agradecí. 

Salimos del alojamiento a la hora establecida, dejando atrás una liana de recuerdos entrelazados con la selva de Sukau. El viaje transcurrió por la misma carretera que ya habíamos recorrido a la ida, pero esta vez con los sueños infantiles cumplidos.

Aproveché el trayecto  para evocar los barridos  silenciosos de los diminutos elefantes, que se movían elegantemente al lado de la orilla del río mientras se alimentaban. No se perturbaban demasiado por nuestra presencia, la toleraban siempre que no invadiéramos su espacio de seguridad.

Al llegar a Sepilok, dejamos nuestras mochilas en las consignas gratuitas ubicadas junto a la entrada y fuimos a comer algo en el restaurante del complejo.

A esa hora, todas las mesas estaban ocupadas. Una joven pareja madrileña, al escuchar el característico sonido de la lengua castellana, nos invitó a sentarnos con ellos. Aprovechamos para conversar  con los chicos.

Nos contaron que, al llegar el primer día a Kuala Lumpur, habían perdido todas sus tarjetas y no llevaban dinero en efectivo. Un comienzo perturbador que amenazaba con arruinarles las vacaciones. Pero entonces apareció su ángel de la guarda: Un malayo que trabajaba en su hotel.  Les tendió la mano sin pedir nada a cambio. Ellos le hicieron un ingreso con todo el dinero que necesitaban, y él se lo retiro desde su cuenta para entregárselo. 

Un gesto de generosidad que les devolvió la tranquilidad y que, al contarlo, nos recordó que el mundo no estaba del todo perdido.




Entrada de acceso al parking del Centro de Rehabilitación de Orangutanes de Sepilok.


Entre pasarelas y selvas


La principal atracción del Centro de Rehabilitación de Orangutanes de Sepilok  era las dos plataformas de alimentación, ubicadas en diferentes lugares de la selva pero con lugares específicos para poder visualizarlos, que abrían dos veces al día: 10:00 y 15:00 y los visitantes podíamos ver en directo.

Como todavía era temprano para el segundo pase, decidimos visitar el cercano Centro de Conservación del Oso Malasio, otra de las especies más castigadas por la acción del ser humano. El recinto era una pequeña área boscosa vallada con pasarelas elevadas y plataformas  de observación que permitían contemplar a estos animales sin perturbarlos demasiado. 

Tuvimos suerte: estaban alimentándose de la comida que les habían dejado los cuidadores. Me sorprendió la intensidad de sus sonidos que, escuchados fuera del recinto, pensé de que el oso malasio era mucho más grande. Sin embargo, era todo lo contrario, pequeños y como peluches, pero realmente bellos. Especialmente cuando se erguían con sus patas traseras y dejaban ver, entre el pelaje negro, ese distintivo collar de piel dorada que les da su otro nombre: el oso del sol.




El oso malasio


Al colocarse erguido sobre sus piernas posteriores  uno se da cuenta el porque se le conoce con el nombre de oso del sol.



¡Ya era la hora de los orangutanes!


Pagamos la entrada para ver comer a los orangutanes y accedimos por una pasarela que nos llevaba al primer punto de observación. Había dos salas con pequeñas graderías — una de ellas sin aire acondicionado—, y un ventanal acristalado que permitía observar a los animales mientras comían, sin ser molestados.

Antes de iniciarse el pase, una extranjera muy alta ,que parecía ser una de las responsables del centro, nos explicó lo que íbamos a presenciar y las normas a seguir.

En una pequeña explanada, repleta de restos de comida, habían dos tarimas con cuerdas entrelazadas y sujetas a los enormes árboles del bosque. Las dos personas  encargadas de dejar la comida debían mantener a raya a los macacos, que nerviosos intentaban apropiarse del botín con escaramuzas archiconocidas de los empleados encargados de la alimentación, manteniéndose en los límites de la explanada, antes de que la vegetación engullera la tierra, la hiciera desaparecer. Pero los protagonistas no eran ellos — para su desgracia—, sino los orangutanes: esos simpáticos y adorables simios que tanto se parecen a nosotros.

No tardaron en aparecer varias hembras con sus crías y algún macho vago que prefería que le dieran de comer antes que buscarse las habichuelas en la selva. La mayoría de adultos lograban rehabilitarse y, poco a poco, necesitaban menos ayuda humana para sobrevivir.



¡ La hora de la comida!



Sigue el festín


Ya más relajados



Luego hubo otro pase en una gran plataforma, alejada de la primera y conectadas por pasarelas elevadas que cruzaban la selva. Allí, sobre una tarima construida entre los troncos de los árboles ,los diligentes trabajadores vaciaron sus canastos de mimbre en forma de cono.

Finalizado este pase, retornamos una vez más a la gradería cerrada para ver la última entrega de comida del día. Los macacos se habían retirado de las tarimas, tras devorar todo lo que quedaba. Pero volvieron cuando aparecieron los primeros orangutanes y los empleados con sus canastas de mimbre repletas de sabrosos alimentos.


                                                               La mirada que no olvida



El Centro de Rehabilitación me pareció una idea brillante: una forma digna de ayudar a estos animales a regresar a su hábitat. Todo lo contrario a lo que representan, para mí, la mayoría de los zoológicos:  cementerios de seres vivos, de miradas tristes  y anhelos perdidos.

El último zoológico que visité fue en Tailandia hacía veinte años, y la experiencia fue tan desoladora que me prometí no volver a pisar uno jamás. Aquel lugar me dejó una enorme sensación de culpa, de participar silenciosamente en un espectáculo denigrante que nada tenía que ver con la supervivencia.

Y lo más paradójico de todo es que el primer recuerdo de mi existencia — el momento en que se activo mi conciencia, cuando comencé a existir como algo real para mí (pues antes no recordaba que hubiera existido alguna vez) — ocurrió en un zoológico.  Un cachorro de león me seguía de un lado a otro mientras yo reía, separados por barrotes. Era un juego inocente, donde uno era libre y el otro esclavo, donde la amistad perecía ante el acero horizontal que nos separaba.

 ¿Acaso la belleza — la verdadera belleza— no hay que buscarla en las profundidades y no en la superficie, donde no vemos nada, donde todo queda sujeto a nuestros ronroneos de placer?



La combi del perdón


Convencimos a Mi Pequeña Heredera, con la cómplice discreción de Peluche Discreto, para caminar un poco en dirección a las cuatro casas dispersas que se veían frente a la entrada, aunque eran menos de las que imaginábamos. Para fortuna de ella, una combi se detuvo junto a nosotros cuando apenas llevábamos medio kilómetro andando. El conductor nos preguntó si queríamos ir a Sandakan, y ella respondió que sí sin dudar. Viendo el panorama de la carretera en esos primeros kilómetros, agradecí que no me hiciera caso.

La verdad  es que no tenía mucho encanto, salvo por algunos varanos que sorprendimos sin querer en el arcén  y que salieron corriendo a sumergirse en la frondosa vegetación que ya empezaba a manifestarse en las orillas de la carretera.

Personalmente, esos momentos de sadomasoquismo voluntario —caminar al mediodía bajo un calor insoportable y con un propósito dudoso— tenían para mí un encanto especial, casi necesario, que reparaba mi alma. Aunque, siendo sinceros, dejando de lado florituras lingüísticas que solo su creador cree, no era más que una forma de flagelarme sin nombrarlo. Pero, ciertamente, no era cuestión de transmitir esos “valores” a las siguientes generaciones, que habían vivido una infancia mucho más tranquila y con pocos remordimientos.


2048 razones para volver


La combi nos dejó en el centro, y para llegar a nuestro alojamiento — el Hotel Ramai, ubicado en las afueras, en una gran avenida — tuvimos que tomar un Grab.

La fachada, con líneas horizontales de diferentes colores parecía un guiño al movimiento LGTBi. Pero en un país musulmán —aunque no tan restrictivo como Afganistán o Irán— me resultaba un gesto demasiado arriesgado. Más aún me sorprendió el  alegre joven de recepción, cuya inclinación sexual  no podía ocultarse de ninguna de las maneras posibles. Tal vez el propietario  lo había hecho a propósito, aunque no estuvieran todos los colores de la señera para no ser señalado … Así siempre podría negarlo, si algún personaje siniestro de la "inquisición musulmana"  decidiera delatarlo. ¿ Quién sabe?

Ellos se alojaron en la primera planta y yo en la segunda, en un edificio interior con poca personalidad, que recordaba  a las construcciones de la época comunista: monótonos y demasiado serios. Al menos, las habitaciones eran amplias y limpias, aunque carentes de toda gracia. La gracia, sin duda, se había quedado en la fachada.

Aprovechamos para lavar la ropa en una lavandería cercana, en un humilde barrio cuya fachada  estaba repleta de antenas parabólicas, algo que no podía faltar ninguna edificación, por muy modesta que fuese. Incluso en chabolas he visto parabólicas a lo largo de mis viajes. La televisión, sin lugar a dudas, tiene un protagonismo muy importante en la clase baja, que la mantiene distraída de sus vidas poco afortunadas.

Como cerca había una bolera con servicio de restauración, aprovechamos para cenar. No pudimos  jugar, ya que estaban cerrando el local, pero llegamos justos para poder comer sin prisas.

— Habéis tenido suerte — fanfarroneé  a mi sobrina y su novio — a esto seguro que os habría ganado. No como con el juego 2048, que descubrimos en unas de las aplicaciones de la tablet del avión de nuestro viaje de ida. Estuvimos picados durante todo el viaje, ya que no lo descargamos a nuestros teléfonos móviles,y aprovechábamos los momentos de espera para intentar alcanzar el objetivo. El único que logró conseguir la ansiada numeración 2048 fue Peluche Discreto, para mi disgusto.

Y no os creáis que leí algo aquella noche antes de acostarme. Intenté, infructuosamente alcanzar el 2048. Me quedé a las puertas, pero no lo logré. 

Seguramente soñé con ese número, que igual acabo jugando en la lotería de Navidad de 2025.



Capítulo VI








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