Mochilero en Kafountine
13 de noviembre de 2019
Me encontraba en la estación de autobuses de Ziguinchor, esperando a que se completaran las plazas del set -place con destino a Kafountine. Mientras aguardaba, me llamó mucho la atención la cantidad de niños que mendigaban. Según lo que había leído, estos niños trabajaban para grupos mafiosos senegaleses que se aprovechaban de su vulnerabilidad y de la fragilidad del sistema democrático estatal para explotarlos. ¿Qué destino les aguardaría a estos niños desamparados en los refugios de estos desalmados en la oscuridad, sin testigos, si ya realizaban a plena luz del día estas actividades?
No obstante, al reflexionar más detenidamente, recordé que en Europa tampoco hace tanto tiempo, los niños también carecían de esa protección social y del reconocimiento de personas por parte de sus mayores. Y eso daba un halo de esperanza para los niños huérfanos de Senegal. Muchas veces se tenían por razones pragmáticas y, sí, también porque no había TV. Cumplían un papel fundamental como mano de obra en sus grupos familiares, donde desde una edad muy temprana, los "más afortunados" asumían responsabilidades domésticas o trabajaban en el campo. En ese contexto, los abusos sexuales no existían, bueno, quiero decir que existían pero rara vez se hacían público. Se convertían en secretos familiares, ya que el honor familiar prevalecía sobre la situación de la victima.
Mis pocos días en Senegal vi diferencias sustanciales con el país vecino del sur, en comparación con los guineanos, a pesar de que muchos de ellos pertenecían a los mismos grupos étnicos que fueron separados tras la colonización y luego la descolonización, era su diferencia de idiosincrasia, y cómo la geopolítica y sus fronteras invisibles para la naturaleza tenían el poder de transformar, de influenciar. Los senegaleses no eran tan honrados ni tan amables como los habitantes de la antigua colonia portuguesa, Guinea Bissau. Este pequeño país me había enamorado. Sé que es una opinión subjetiva, pero era el mejor país que había estado con diferencia. Así que los habitantes de Senegal, aunque menos simpáticos, tampoco eran unos ogros, solo que estaba haciendo una comparación con un estándar excepcionalmente alto, con el ébano más celestial. Apenas habían pasado unas horas desde que había abandonado Guinea Bisáu, y eso enturbiaba mi juicio ecuánime de este país "francófono" mientras observaba el movimiento en la concurrida estación de autobuses.
La "ruiseñora" no cesaba en su canto, era la que más se notaba en la parada con su verborrea y su seguridad. Tenía el don de tratar con la gente, esa musulmana africana era de trato agradable pero firme como un gran roble, los hombres africanos se acercaban con intenciones indecorosas, pidiéndole su número de teléfono para encuentros más íntimos. Los hombres africanos ardían como la lava y la mujer disfrutaba apagando su fuego de sopetón. Me comentaba, indignada pero con sentido del humor, que aquel hombre esmirriado con ojos libidinosos le acababa de pedir su número de teléfono. ¿ Qué se creía? ¿ Que solo porque una mujer conversara abiertamente con un hombre deseaba una relación más íntima? ¡Vaya mujer! ¡Qué fortaleza y carácter demostraba en un mundo de hombres! Me tenía totalmente fascinado su poder, un poder que nacía de su propio interior, sin ayuda de su posición ni su clase social.
Tardamos tres horas en salir , pero con aquella mujer de espíritu hermoso, era difícil aburrirse. Le caí en gracia, conversamos hasta que nuestros trayectos se separaron. Bajó en un pequeño pueblo sin señalización y se despidió de mí con una gran sonrisa.
Precio del billete de Ziguinchor a Kafountine 350O+1000 por la mochila.
Antes de llegar, fuimos detenidos por un control policial en el que anotaron mis datos, procedencia y destino en una libreta rectangular de registros. En ningún momento me pidieron un soborno. Parecía que en aquella región el pasado más tumultuoso, por fortuna, había desaparecido.
Las carreteras del sur de Senegal estaban mejor mantenidas que las de Guinea Bisáu. Creí pensar que estábamos circulando por a una autopista de Alemania. Después de más de quince días transitando por pistas de tierra en mal estado, me pareció estar en el paraíso de las carreteras. Mi cuerpo lo agradeció enormemente.
Llegamos finalmente a la cochambrosa estación de Kafountine, ubicada al final de la avenida principal. Salí andando en busca del alojamiento Aloukaow, descubierto gracias a la famosa guía Lonely Planet. Un coche, al detectarme paseando por la calle paró a mi lado y el chico que lo conducía se ofreció a llevarme. Era Buba, un joven gambiano que se dedicaba a llevar turistas de un lado para otro. Me dejó en el hotel y no me cobró nada.
El recinto vallado tenía un casa central con un comedor y en la parte trasera, en forma de U, estaban dispuestas las habitaciones. Era un lugar sencillo pero limpio, atendido por una mujer mayor de rasgos caucásicos de origen francés.
Me cobro 5000 CFA por noche y 2000 CFA por desayunar.
Me duché y salí a explorar la ciudad, lleno de entusiasmo por descubrirla. La mayoría de sus calles eran caminos de arena de playa. Después de recorrer cien metros en perpendicular a la vía principal, llegué a ella. No pasó mucho tiempo antes que apareciera de nuevo Buba, que se empeñó en acompañarme; a lo cual, después de llevarme hasta el hotel, no tuve la fortaleza para rechazar su propuesta, mi moral de buen ciudadano me lo impedía.
Me dirigí a la playa de los pescadores, un lugar donde había leído que al atardecer se amontonaban los cayucos de vivos colores, acababa la jornada de pesca . En esos momentos, mientras el sol se iba aliñando con el horizonte antes de desvanecerse, la actividad era frenética. Impresionaba ver el movimiento.
Atardecer en la playa, cuando llegan todos los pescadores |
Playa de los pescadores |
Buba me arrastró hacía la estructura de obra donde en grandes parillas ahumaban el pescado para ser, más tarde, transportados a diferentes lugares del planeta. Muchas de las empresas me parecieron ser chinas, al menos eso demostraban algunos de los rótulos en los camiones frigoríficos y las personas de origen chino vestidas con ropa de negocios en medio de un mundo de negros. Los aromas del mar se mezclaban con la putrefacción de los restos de pescado y aguas negruzcas que fluían espesas por las hendiduras de los caminos, aromatizando de pestilentes olores el ambiente.
Con Buba en las grandes parrillas donde ahúman el pescado recién traído. |
Luego, cuando la noche había envuelto definitivamente a la población de escasa luz artificial, invité a Buba a comer en un modesto restaurante a pie de carretera, en su terraza . Al finalizar la cena, le di una generosa propina y me despedí de él con un fuerte abrazo. Durante un momento de la cena, creí que se me estaba insinuando, ofreciéndose como amante; sin embargo, no le di pie y cambié magistralmente la conversación que estaba por unos derroteros incómodos para mí. Necesitaba pasear solo con mis pensamientos antes de ir a dormir.
Me llamó la atención ver a tantas mujeres europeas mayores de cincuenta años saliendo con vigorosos y jóvenes africanos, como si fueran recién colegialas enamoradas de su primer novio, sus rostros eran de completa satisfacción. Las noches africanas debieron resonar intensamente en sus corazones. Por otro lado, los jóvenes africanos, no acostumbrados al romanticismo europeo, se veían con miradas de desconcierto pero contentos por los ingresos que estaban obteniendo por ello. Gambia era la meca de la prostitución para las mujeres europeas con deseos de vivir un romance africano.
En soledad, tal vez envidiando a aquellas mujeres, me fui a dormir en mi solitaria habitación, cansado de una larga jornada que había comenzado en la capital de Bisáu.
14 de noviembre de 2019
Me levanté tarde al día siguiente. Se podía visitar en el pueblo el museo Diola, el Jardín Telampa o el pueblo artesano, pero preferí vagar por sus arenosas e intricadas calles sin rumbo fijo, charlando de vez en cuando con algún lugareño. Me pareció una hermosa experiencia perderme por ellas.
Caminos de arena por la enrevesada urbanización |
Baobab. Uno de los emblemáticos árboles de África. |
Aproveché la soledad de la playa para dejar mi mochila y mi ropa en la arena y zambullirme en el agua, buscando alivio del insoportable calor del mediodía africano. Debía tener precaución con los excrementos de los animales, que algunos podían ser portadores de enfermedades, transmitir algún parasito cabrón. No pensé en llevar unas chanclas.
Senegal estaba a punto de despedirse de mí, pero sabía que volvería algún día para visitar el norte, una región aún no había tenido la oportunidad de descubrir.
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