Tributo a una extraña noche
Un anochecer tórrido, una mente abatida por el cansancio y una dipsomanía inusual resquebrajaron todo idealismo, lo absorbió el sucio inodoro la segunda vez que fui al baño y tiré de la cadena.
No era un día festivo. Las calles estaban desérticas, no invitaban a descarriarse demasiado por ellas. Hombres con ojos acuosos, ya castigados por el alcohol y una vida sin esperanzas, despertaba yo la última esperanza para ellos cuando me los cruzara. Sin embargo, ninguno se atrevió a invadir mi espacio y apropiarse del continente más valioso para un viajero. Mi falsa seguridad tal vez fue suficiente o quizás sus rostros inexpresivos y duros no fueran tan fieros como reflejaban a través de la tenue luz de las farolas.
Así que, uno que no era tan valiente y no era de los que disfrutaba tentando a la suerte, entré en el primer garito que vi abierto. Necesitaba urgentemente ahogar en cerveza la melancolía que surgía en un momento dado en todo viaje.
Al abrir una de las hojas de la puerta y pasar por un oscuro y pequeño vestíbulo enseguida comprendí que no estaba en un pub ordinario. En aquel lugar se asociaba a otro tipo de apetito, además del habitual. Una necesidad programada por la naturaleza para no dejar un espacio roto en el hilado de su plan. Váyase a saber, dependiendo de nuestra evolución como especie, si el sexo será algo residual en la sociedad a milenios vista, como en un enjambre de abejas. Entonces, poetas y proxenetas vivirán de la caridad y los puteros y las prostitutas ocuparán todos los huecos de las montañas en una existencia ascética. Pero en aquel momento no lo era, y eso es lo que importaba a millones de seres humanos, o mejor decir, billones de millones de mamíferos, a pesar de llevar la firma de la esclavitud en sus entrañas, del sometimiento a las crueles reglas de la naturaleza.
Y si me quedaba alguna duda de lo que en el desolado local se mercadeaba, unos quejidos voluptuosos procedentes de un sombrío rincón disiparon toda incertidumbre. Una vieja prostituta sentada a horcajadas en el regazo de un hombre cabalgaba intensamente sobre él, provocando el goce del desvaído, de quien solo tiene que realizar el esfuerzo por no perderse rápidamente en el momento, a menos que sus antepasados necesitaran el recurso del sexo rápido para poder sobrevivir en un entorno hostil y se lo dejaran como herencia. El hombre intentaba regular la intensidad a través de sus gemidos. No quería hundirse antes de hora y perderse el delicioso momento. En aquella posición pasiva era mucho más fácil controlar el deseo, aunque la experimentada mujer no se lo ponía fácil con sus frenéticas oscilaciones.
El sitio no parecía tan sórdido cuando me planté en el espacio más amplio e iluminado, con una bonita barra semicircular. Tal vez fuera por la falta de clientes. Me senté en uno de los taburetes que circundaban la barra y pedí al joven y diligente camarero una cerveza. ¿Grande, señor? Sí, grande. Cuando ubicó frente a mí aquel inmenso "jarrón" que solo le faltaba las rosas me di cuenta que el concepto de dimensiones variaba mucho entre ambos. Podría haberle dicho que quería una jarra más pequeña, pero no lo hice, y ese fue el principal culpable de que despertara a mi demonio. Seguidamente me señaló una chica solitaria y aburrida en un reservado que se levantó y se acercaba con premura a mí. ¿Quiere compañía, señor? No, gracias. Le dije taxativamente. La chica volvió a sentarse.
El antiguo elixir seguía su inevitable curso, apropiándose de mi verdadera naturaleza y hender todo dique ideológico que me dejaba completamente desnudo, dócil a su constreñimiento creador y destructor. Cuando me dirigí de nuevo al camarero induciéndole que volviera con una nueva jarra de dimensiones proporcionales a la primera. Fue el punto de inflexión, el definitivo cambio de Doctor Jekyll a Mr. Hyde. La carne se liberaba del espíritu. Toda lucha y desprecio por el cuerpo volvía a armonizarse en una extraña noche de pasión.
El cuerpo desnudo de aquella iquiteña que bailaba sensualmente en una tarima para cuatro japoneses en el fondo de la mortecina iluminación, con su bello vello íntimo difundido al mundo y subastándose al mejor impostor, me tenía hipnotizado, secuestrado por el dolor de la carne por satisfacer ese deseo tosco y poco original de la vida por proseguir el entretenimiento.
Ella pronto descubrió en mis descarados ojos vidriosos un potencial cliente. Se acercó al acabar la función y se sentó sobre mí como la naturaleza tenía costumbre en dejar a sus criaturas en el mundo. Colocó en mí suficientes brasas para que aceptara a su compañera de Manaos que dos veces había rechazado. Con la promesa de volver, de no volver nunca más, porque yo precipitadamente la olvidé cuando descubrí los encantos de la brasileña.
Mi cuerpo no me pertenecía, mi rebelde intelecto que no quería subyugarse a la naturaleza había huido cobardemente, me había dejado solo. El buen samaritano devoraba a besos a la experimentada mujer que quería demostrar lo equivocado que estaba al no quererla elegir. Ósculos labiales y pasionales, porque nunca he sabido amar más violentamente, porque nunca comprendí cuando algunas amantes me exigían que fuera más lesivo contra ellas.
Las palpitaciones desprovistas de todo atalaje cabalgaban por los lupanares selváticos del Amazonas. Más lejos de lo que nunca soñaron los habitantes de la ciudad, más lejos de todo romanticismo y perversión que ellos fueron atesorando en sus corazones. Fue una liberación converger con lo más primitivo de mí por una vez en la vida y que no convergiera eternamente. Los amantes no pueden ser para siempre si uno quiere ser feliz y no vivir atormentado y en la oscuridad. La luz como la pasión no puede ser enjaulada.
La danza del pastoso se iniciaba en la pequeña pista de baile, con los halos oblicuos y polícromos atravesando sendos cuerpos. Ella seguía los descoordinados pasos de un cuerpo dirigido por un cerebro más próximo al espectro autista. Mis movimientos antinaturales ( si es que existe esa palabra en el universo) y rígidos eran lo más antiestético que se podría haber visto a lo largo de la historia de la humanidad en el mundo del espectáculo.
La oda selvática, de rimas zafias y versos sanguinolentos, había penetrado definitivamente en mí. Ya nada me distinguía de lo salvaje. Allí, en el enredado bosque tropical, donde la belleza acaba por claudicar a la ferocidad y no hay ideología que sobreviva, escuché un grito ahogado por desprenderme de esa carga pesada por satisfacer el apetito sexual.
Anduvimos por las calles, abrazados, como si ella estuviera enamorada de mí y yo de ella. Olvidándome por completo de los empapados por el alcohol que tanto temor me produjo sus miradas unas horas antes. Y llegamos a los diez minutos a mi hotel, donde mujeres y hombres occidentales tenían costumbre de ir acompañados de amores frívolos. La hermosa recepcionista , la misma que estuvo al día siguiente en mi cama, no puso ninguno impedimento a algo normalizado.
Entre las sábanas limpias viaje con la chica de Manaos a un mundo desconocido para mí, me llevó a lugares que nunca antes había estado con una mujer y nunca más volveré a estar. Lejos de todo raciocinio me convirtió en un animal desesperado por satisfacer mi deseo más primitivo. Un volcán agrietado por el maná acabó explosionando, en un caos incomprensiblemente placentero, recorriendo la simiente de la vida el corto trayecto que va desde el interior al mundo exterior, ya agotado de esperar la dulce espera, vencido por el profundo anhelo; rodeado de un lago con lo más íntimo de ella, que dejó perfumado durante toda la noche la habitación.
El tiempo se paró, el mundo desapareció por completo. Tan solo quedamos ella y yo, en un romance selvático que asesinó todo movimiento eterno. Sonaron los tambores del final de los tiempos y me hubiera importado una mierda haber muerto en aquel instante. Me hubiera sacrificado felizmente siendo una araña macho de una Viuda Negra , si hubiéramos sido arácnidos. Era un animal salvaje, un criatura sumisa a la naturaleza, que gracias a mi sometimiento me había dejado ser feliz por un momento.
La última vez que la miré me beso los labios y se fue, dejándome solo, en la misma soledad con la que ha de convivir todo ser vivo. Pero dichoso, de haber formado parte de mi historia durante una noche. Sintiéndome en aquel momento el hombre más afortunado del mundo.
La selva me abrazó fuertemente hasta al amanecer. Sin saber muy bien al despertar si fue un sueño o una experiencia vivida como un sueño.
Me alejé días más tarde de Iquitos, pasaron los años, y nunca me he olvidado de aquella noche. Más veces de lo que correspondería a un grisexual he amado, pero nunca como aquella vez.
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