III Terjit por libre

Mauritania por libre


III El oasis donde dejé  mi mochila  a la sombra de una palmera para darme un chapuzón


Terjit por libre


"Ningún Dios razonablemente justo dejaría a ningún ser vivo fuera de su reino, como ninguno razonablemente malvado elegiría para su reino nuestra especie."


El viaje de Tidjikja al Oasis de Terjit permanecerá como una de las jornadas en la carretera más memorables de mi aventura por Mauritania, confirmando que fue una excelente idea  ir a la primera población para poder  disfrutar de esta inolvidable ruta.



En la carretera de Tidjikja al Oasis de Terjit las temidas y fotogénicas dunas hacen acto de presencia. Una delicia para la vista.


La llanura que cruzamos era estéril y lúgubre durante la mayor parte del recorrido, pero en ciertos tramos se transformaba en doradas dunas de arena, otorgándole al desierto ese aspecto tan fotogénico que conquista al espíritu romántico que todos llevamos dentro, dormido en los parajes más desolados de nuestra conciencia. Además, el último tramo nos regaló un espectacular paisaje lunar, con profundos cañones y montañas que parecían haber quedado a medio terminar por algún gigante escultor: la parte superior de sus paredes de arenisca era lisa y vertical, mientras que el resto se deslizaba en laderas arenosas. Millones de años de exposición a fuertes vientos y cambios bruscos de temperatura les habían dado ese aspecto tan singular, tan diferente a cualquier otro paisaje que pudiera recordar. Estábamos en la región del Adrar.

Antes de  subir al Toyota Hilux, tuve que esperar dos largas horas en el albergue de Tidjikja. Gracias a esa espera, me permitió conocer un poco mejor al propietario del albergue, y, al final, me fui con una impresión más humana de él.

En la zona de carga, transportaba un dromedario y ,sobre él ,bolsas, cañas y sacos  con cabras, cuyas cabecitas asomaban por la apertura de los sacos. La más pequeña no dejaba de balar, suplicando con su llanto algo que sonaba a  un ruego de piedad. Se me encogía el corazón. Era difícil acostumbrarse a ignorar aquellas súplicas, pero, al final, no sé si se calló o si, absorto en el desierto, simplemente dejé de escucharla desde el interior del vehículo.

En un rincón , el conductor ató mi mochila, lo que no pareció agradarle al dromedario. El pobre animal, como si pensara que ya solo le faltaba cargar con una mochila sobre su cuerpo, intentó morderla. 

En el trayecto de Tidjikja a Terjit me costó 700 MRU.

Como dije al principio, aluciné literalmente con el espectacular recorrido. Aunque el viaje no fue tan tranquilo como esperaba. En un tramo donde la arena comenzaba a apoderarse del asfalto, nuestro conductor se salió de la carretera en una extraña maniobra. Por suerte, caímos en un duna incipiente y quedamos atrapados. Bajamos todos, retiramos  la arena de las ruedas motrices  y , con esfuerzo, empujamos hasta conseguir salir de la blandura del terreno para retornar al tranquilo y predecible asfalto.



Tramo donde nuestro conductor se salió de la carretera y quedamos atrapados en un duna embrionaria
.


Paramos en una pequeño puerto coronado por un pequeño pueblo amenazado literalmente por desaparecer por las dunas del desierto. Algunos edificios la arena comenzaba a abrazarlos peligrosamente.



La arena del desierto amenaza con engullirse este edificio.



¿C'est ici?" pregunté con cierta incredulidad al conductor del Toyota cuando me dejó en la carretera. No parecía un oasis; más bien evocaba un desolador escenario digno de una escena de La matanza de Texas. Solo esperaba que no saliera Milei con su sierra, mucho más terrorífica que la de Leatherface. 😅

El oasis de Terjit resultó ser un valle encajonado entre pintorescas montañas, escondido en una hondonada. Desde el cruce en la carretera, frente a un paisaje desolado y abrupto, era imposible imaginar lo que aguardaba al final del camino de tierra que descendía suavemente al fondo del estrecho valle. Fue una sorpresa agradable descubrir el hermoso palmeral. No era ese tipo de oasis que se ve desde kilómetros de distancia, rodeado únicamente por la más absoluta nada. Las montañas, con receloso mimo, lo mantenían celosamente oculto 

Después de entregar una fotocopia de mi pasaporte al policía que controlaba el acceso al pequeño pueblo, recorrí a pie el kilómetro que separaba el cruce al Alberge Caravan du Désert. A izquierda y a derecha de la pista, observé antiguos alojamientos sumidos  en un abandono absoluto, un recuerdo de una época dorada, antes de llegar a mi destino. La muerte de cuatro franceses en Aleg, en el año 2007, sepultó el floreciente negocio originado por el turismo.

Actualmente, gracias a los esfuerzos del gobierno mauritano en mantener la región segura, el turismo se está tímidamente reactivando. De hecho, vi varios grupos de turistas en el Oasis de Terjit. Por lo pequeño que era, no quiero imaginarme cómo debía ser estar allí en su época más fructífera.



Acceso de entrada al Auberge Caravana du Désert.



Dormí en una habitación que recreaba  una de las tradicionales cabañas.
Es necesario candando propio si se desea mantenerla cerrada, aunque dudo que os robe alguien.

El Albergue Caravana du Désert era un acogedor lugar con una amplia jaima central y comunitaria en su patio interior, rodeada de sencillos iglús de obra cuyo interior estaba ocupado en un 90 % por una cama y pequeñas terrazas ajardinadas con mesas y sillas. Los baños eran compartidos, aunque eso no era problema porque yo era el único huésped (500 MRU por noche). La alimentación del alojamiento funcionaba con generadores, que se apagaban a medianoche.

Dejé mis pertenencias y me dirigí al oasis, a un kilómetro del alojamiento. En la entrada había un pequeño local que vendía algunos productos locales y tuve que pagar una entrada de 200 MRU para poder acceder al Oasis de Terjit. Al principio me dijeron que la entrada era solo para un día, pero al argumentar que aquel día estaba a punto de terminar, aceptaron extenderla a dos días.

El oasis funcionaba como un aparato de aire acondicionado, se sentía un frescor indescriptible bajo su protección, encajonado entre las pintorescas montañas de la región. Cuando pasé la primera vez, los dos grupos de turistas ya habían marchado, me los crucé  por el camino, iban en pick ups, solo quedaban los bereberes y sus jaimas turísticas.

Aunque ya tenía  conocimiento  de su tolerancia, pregunté  si podía darme un chapuzón  en la charca de agua. Me sentó  de maravilla. Me tumbé boca arriba para humedecer todo mi cuerpo, debido a que el nivel del agua, en la parte más profunda, apenas me llegaba a las rodillas.

Para bañarse es mejor hacerlo a primera hora o última hora, porque con que vengan tan solo un grupo de turistas,  el sitio se colapsa.



Charca del Oasis de Terjit donde se permite el baño.


El agua surgía de un bancal arenoso en la parte superior, descendiendo unos cuantos metros, con una discreta cascada, hasta formar la pequeña poza. Si la mayoría de los turistas hubieran visto la acumulación  de deyecciones de animales domésticos en el primer tramo del riachuelo seguramente no se habrían bañando en sus aguas, a pesar de que estas fueran filtradas por la propia vegetación antes de rellenar la concavidad. Ya lo dice el refrán: Ojos que no ven, corazón que no siente.

Antes de las siete, el trabajador del albergue ya tenía preparada la cena. Una copiosa comida que, a pesar de llevar todo el día  con tan solo varios dátiles, me fue imposible acabar. Al día siguiente moderó las cantidades.

Al anochecer me tumbé  boca arriba, antes de ir a dormir, en una esterilla para observar la bóveda celeste, un cielo salpicado de estrellas como pocas veces había visto.



Una de las estrellas fugaces que presencié en el firmamento de Terjit, y yo sin pedir un deseo. ¡¡Si es que soy más soso!!  Ya me lo decía mi abuela materna: " així no et casarem mai".😅


Presencié varias estrellas fugaces y no pedí ningún deseo para que se cumplieran. ¡Ni falta hizo! La realidad, a pesar de la soledad, era que me sentía bastante feliz aquella noche, rodeado de mundos lejanos, mundos inescrutables, mundos misteriosos que, probablemente, nunca podría conocer. Allí, en la bóveda negra salpicada de luces, había el futuro de las aventuras, de los relatos místicos, de las aventuras idealizadas. Un vasto e infinito territorio para seguir soñando, para seguir descubriendo. En medio de la insignificancia y del aparente vacío de sentido, la vida cobraba ante el misterio una dimensión nueva y pujante, cargada de ilusión. El agua tenía más cauce para seguir su camino hasta llegar al océano. La ignorancia—esa bendita ignorancia—seguía impulsándonos a seguir viviendo.


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De pronto, me encontré en una tierra inhóspita, desprovista de vida aparentemente, que intentaba tragarme, como si fueran tierras movedizas, mientras rostros camélidos me observaban con indiferencia en torno a mí, como si mi inteligencia no fuera suficiente para dar valor a mi existencia, como si ser bípedo fuera la única justificación suficiente para entrar en el Reino de los Cielos.

Desperté con sudores, rememorando esos  extraños momentos oníricos, dispuestos a reparar  mi psique a través del instinto. El desierto ya empezaba a formar parte de mí  mientras exploraba el lugar más recóndito e indomable de mis sueños.

Comí  varios dátiles energéticos que compré en la tienda de la entrada del oasis el día anterior y traté  a recorrer a pie la repisa del valle  para observar el palmeral. 

Intenté caminar los muros naturales que circundaban el oasis  para lograr una panorámica de  vista de pájaro. Sin embargo, después de ascender, por dos lados diferentes de la escabrosa ladera, me encontré  varios tramos totalmente destruidos. Al final, desistí y recorrí el mismo camino del día anterior. El oasis  todavía estaba completamente vacío.



Intenté imaginar la inmensa felicidad que debieron sentir muchos viajeros del siglo pasado cuando comenzaron a ver la cabecera de las palmeras.

Me dirigí hacia  la parte superior del oasis, dejando atrás el palmeral, ubicándome en un  terreno triangular y llano que acumulaba una enorme capa de arena. De allí, surgían los primeros hilillos de agua milagrosamente, resultaba fascinante ver el agua brotar de un lugar tan adverso a los climas húmedos.



Cauce desértico en la parte alta del oasis.


Ascendí un talud arenoso, paralelo a varios lechos que, en épocas pretéritas, fácilmente podrían haber sido  enérgicos riachuelos con sus pequeñas cascadas y pozas, y recorrí una amplia explanada amurallada por esas singulares montañas del Adrar. La vegetación, con su verdor pusilánime, salpicaba aquella llanura desértica.  Llegué hasta el final, en un agradable paseo completamente solo.  ¡Mentira! No os voy a engañar: no estaba solo, había un pequeño rebaño de cabras pastando y balando alegremente., inconscientes de su  futuro poco halagüeño. 



La batalladora acacia del desierto. La guerrera que nunca se da por muerta.


La temperatura era soportable antes del mediodía y, eso, convirtió el paseo en una delicia para los sentidos sin la carga tortuosa del astro rey. 

Me quedé mirando lo que sobresalía en una de las orillas de la pequeña meseta, como si fuera un conjunto de planchas de piedra de diferentes tamaños, superpuestas unas sobre otras, formando una figura abstracta que añadía un misterio más al lugar. Emanaba una soledad peligrosamente bella, peligrosamente cautivadora. ¿Uno podía llegar a enamorarse de un sitio así? Pues, en ese momento creí que sí.



La desoladora meseta en la parte superior del oasis.




En la región del Adrar la arena tiene también su espacio.

A la vuelta,en el oasis, había dos grupos de extranjeros de varias nacionalidades que ocuparon el pequeño remanso, bañándose por turnos. Un mundo de rostros alegres que se divertían distendidamente en el exótico palmeral. Luego, en las jaimas, comerían y descansarían, antes de marchar a sus hoteles en las pick ups.

Desistí  de darme otro chapuzón ante la concurrida situación y me senté en un murete a descansar, a disfrutar del agradable microclima, mucho más benévolo que las áridas tierras que lo rodeaban. 

Al mediodía me refugié en la  gran jaima del albergue para escapar de los calores exteriores, aprovechando una de las alfombras y cojines para echarme una siesta y, gracias a una brisa rehabilitadora, conseguí quedarme gustosamente dormido.

Las pocas tiendas que permanecieron cerradas a mi llegada no tardaron en abrir milagrosamente al enterarse de la llegada de un viajero independiente. Los grupos de turistas pasaban de largo el pueblo, sin detenerse. Así que la única esperanza de negocio eran los viajeros que se hospedaban, de vez en cuando, en los alojamientos desocupados. Lamentablemente, porque los negocios no eran lo suficientemente rentables, los botelleros permanecían parados, pero seguían guardando bebidas, bebidas tibias que no refrescaban el gaznate, aunque, al menos, impedían morir de sed.



Calle de la Mezquita.


El pueblo tan solo tenía cuatro calles contadas, sin pavimentar, cubiertas de todos los envoltorios y recipientes de plástico inimaginables. Una de las grandes tragedias ambientales en la mayoría de los países africanos es el impacto del plástico sobre el medio ambiente, la vida silvestre y la salud humana, y Mauritania, desgraciadamente, no era la excepción que rompía la regla.

Entre sus calles polvorientas se erguía una humilde mezquita y una escuela. No había mucho más que hacer. En una de las calles había dos adolescentes que, tal vez por historias contadas por sus mayores, me pidieron alcohol, esperando aliviar el aburrimiento con la mágica bebida en un estado con ley seca. Tal vez fuera mejor así. El alcohol, en terrenos pantanosos y olvidados, se convierte en el peor enemigo del hombre.

No muy lejos habían unas pinturas rupestres para visitar, pero no me apeteció ir.

Esa noche, la cena fue menos copiosa y puede acabar con ella. Charlé un poco con el propietario del local y me fui a dormir. 

La tranquila experiencia en el Oasis de Terjit fue  maravillosamente buena. 



¡Me encantó!😎


 

👉👉👉👉 CAPÍTULO IV: CHINGUETTI👈👈👈👈






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