XVI Kastila en las islas de Poniente

 KABANATA XVI

Pura contaminación en Manila 


Lunes, 11 de noviembre de 2024

Hacia la una de la madrugada, con la calidez de la noche tropical abrazando la gran metrópolis, aterrizaba el avión procedente de Puerto Princesa. El eco de sus motores aún vibraba en la terminal de vuelos domésticos del Aeropuerto de Manila, un lugar donde las despedidas y los reencuentros vibraban con mayor intensidad. 

Tras la recogida del equipaje y cambiar 100 euros ( 61,30 por 1 euro) en una casa de cambio de dinero del hall de llegadas solicitó un taxi a través de la aplicación Booking, debido que  los taxistas locales tenían muy mala fama, al menos eso se rumoreaba en  la sinapsis del mundo sin sentidos corporales, y no quería arriesgarse a tomar uno de esos que  subes y acabas como Dios te trajo a este mundo.

Su alojamiento le aguardaba en una discreta callejuela, cuyo nombre y recinto no pasaría a los anales de la historia: Airobedz Manila, se situaba en el barrio de Malate, paralela a la avenida principal de Taft Ave  donde en su mediana se erguían cimentadas columnas que soportaban el metro aéreo de la capital. Esta línea daba acceso a  Makati, Ermita, Inframuros y Binondo (Chinatown), ubicada una de sus paradas muy cerca de su hotel.



Iglesia de Binondo en Chinatown.


A pesar de ser casi la hora del Diablo, los duendes de la ciudad seguían  despiertos. En las calles de Malate, sombras humanas se movían con rostros distendidos  y otras, improvisando lechos en cualquier rincón, intentaban olvidar  por unas horas su desventurada existencia. No eran soldados de Lucifer, tan solo hombres como nuestro viajero y mis lectores que intentaba componer hermosas canciones de amor con poco éxito.

Accedió al impersonal bloque de su alojamiento por el lateral. Una puerta esmerilada fue abierta por un vigilante con rostro aburrido. A pocos pasos, desde el pupitre rodante alto del  observador profesional, le esperaba la pequeña recepción, donde un recepcionista somnoliento procesó desganado su ingreso. Por primera vez en su viaje, pagó en efectivo: 4740 pesos por cuatro noches.

La habitación, en la tercera planta, era un refugio humilde pero acogedor. Al atravesar la puerta, el espacio le recibió con una sencillez que no pretendía impresionar. La cama descansaba en un altillo de madera, mientras que, en la planta inferior, un baño pequeño, una cocina mínima y un televisor completaban la estancia. No había apenas luz natural, pero el espacio, aunque sin aspiraciones, abrazaba con calidez al viajero.

Al romper el alba, nuestro kastila estaba despierto. A pesar de gustar de dormir y haberse acostado tarde, su ansiedad por descubrir la ciudad superaba con creces su obsesión por descansar.

Unos metros más arriba de la calleja  del hotel, una desnuda estructura se erguía  a los cielos, todavía no arropada por inmensas vidrieras, pero no muy lejos, otras estructuras iniciaban tímidamente su ascenso. Otros edificios altos ya relucía en aquel nuevo amanecer. El barrio de Malate se transformaba rápidamente. 

Nuestro kastila, curioso, entabló con uno de los encofradores que fumaba antes de entrar a trabajar. ¿Cuántas horas trabajan, preguntó en un momento de la conversación. "Doce", respondió el hombre con un gesto cordial.

Las calles de Manila eran ruidosas, desaliñadas, sucias y caóticas , y es que cualquier adjetivo despectivo era bueno para describir la ciudad de los mil  calificativos horrorosos, el supremo ejemplo de la mayoría de las ciudades filipinas que seguían a Manila de ciudades feas. Poco amigables para el turista convencional, que solían saltarse la visita a la ciudad, como mucho algunos visitaban Intramuros, el único lugar con interés turístico. Pero bajo su comunal maraña de morondangas, no era un ciudad impostada por la presión turística, resplandecía autentica e indómita.y ahí, radicaba su mayor atractivo. Manila era Manila, indomesticable y genuina.

Se había tomado un café con leche en un local moderno de  Taft Ave, donde intentó salir del abotargamiento con cierto éxito y , siguiendo su rumbo a Intramuros,  camino siete kilómetros antes de llegar. Pasó por el barrio de Ermita, atravesando el barrio coreano, hasta alcanzar el paseo marítimo de Roxas Boulevard. Allí, bajo un cielo ceniciento, se encontró con un paisaje tan solitario como desprovisto de encanto. Era tramo desértico, casi hostil para los sentidos, que el día gris y los coches en movimiento por el asfalto acentuaban aún más.

Llegó a la Dolomite Beach, un pequeña franja de arena pedregosa de reciente construcción impulsada por el controvertido expresidente ,Rodrigo Duterte, el del gatillo fácil. No era un lugar muy apetecible para darse un baño y tampoco destacaba por ser un bonito lugar para escapar de la frenética ciudad.



La estrafalaria playa Dolomite Beach.


Contra toda lógica,contra todas las lecciones aprendidas en otras grandes ciudades donde las miradas solían ser más esquivas. Manila rompía las reglas de rostros escurredizos. Al caminar por sus calles, entre el ruido ensordecedor de motores y el desorden cotidiano, el Kastila encontraba algo inesperado: sonrisas predispuestas a interactuar.



Los simpáticos manileños ofreciéndose a una instantánea.




Otro grupo alegre por poder quedar inmortalizado en este diario.


Los manileños resultaba  mucho  más  apacible que sus vehículos  de hierro, sonoros y pura contaminación. Sí,  sus ciudadanos demostraban una exquisita amabilidad sin paragón en muchas grandes metrópolis del planeta.Hasta en un modesto local de suministro de agua purificada no le quisieron cobrar al rellenarle su cantimplora, ese negocio estaba dedicado a rellenar grandes garrafas. Insistió, con poco éxito, recordando algunos momentos en que los humildes locales no quisieron cobrarle, como un taxista en Bagdad.

Nuestro kastila tenía  una máxima  clara , forjada en sus anteriores viajes, a la hora de negociar, sobre todo, en los países más pobretones: "Mejor ser engañado que pagar menos". Lo principal ya no era intentar por todos los medios que no lo engañaran, sino que él  acabara indirectamente aprovechándose de la desesperación del otro, predispuesto a perder un precio local, en algunos casos, para poder llevar de comer algo a su casa. 

Recordaba con claridad un episodio en Lima,Perú, cuando unos jóvenes e inexpertos taxistas aceptaron llevarlo a Nazca por un precio tan bajo que apenas cubrían los gastos del combustible. Tras la incredulidad de la recepcionista del Hotel España en Lima y  el largo recorrido hasta llegar al destino, comprendió el perjuicio que había causado a aquellas buenas personas; decidió rectificar y renegociar  un precio más justo a favor de ellos, incluyendo una nueva carrera hasta Ica. Aquel gesto transformó su relación con ellos: durante los últimos días que permaneció en Lima los taxista rechazaron poner precios a sus servicios, dejó que el kastila fijara a su juicio las tarifas.

Llegó  a un gran parque  con grandes alfombras verdosas de saludable estado, seccionados rectilíneamente por espaciosos e inmaculados paseos peatonales.

Lo primero que observó fue un monumento dedicado al escritor filipino José Rizal, topónimo con el cual también se conocía actualmente el parque. No era muy vistoso, una peana cónica de bloques de  granito con un alto monolito en su base  protegido por varias figuras.



Monumento al héroe nacional filipino, José Rizal.

Unos metros más adelante, al lado izquierdo, se encontraba el lugar donde ejecutaron a José Rizal el 30 de diciembre de 1896 por un pelotón filipino ordenado por las autoridades españolas, conocido el lugar en aquella época como el paraje de Bagumbayan. La causa de su ejecución no fue otra que ser fundador de la Liga Filipina, una organización que reclamaba mayor autonomía y reformas.

En un muro de granito estaba inscrito su último poema en tres idiomas diferentes [inglés, tagalo y español(la lengua original en la que escribía Rizal)] antes de abandonar este mundo de sonrisas y lágrimas.


Muro de granito con el último poema de Rizal antes de ser ejecutado por los españoles.

En el parque de Rizal  también tenía una laguna central, un auditorio al aire libre y un parque chino. Era un lugar para un respiro, un respiro no demasiado silencioso, pero si lo suficiente para descansar los oídos traumatizados de nuestro kastila de la escabechina asesina de los motores descarburados y vetustos del parque automovilístico del país asiático. 



Parque chino. Un lugar perfecto para que los autóctonos hagan una "becaina".

Intramuros, fundada por el vasco Miguel López de Legazpi, se erigió sobre los restos del asentamiento islámico derrotado por este almirante, junto a la desembocadura del río Pasay.



Uno de los accesos a la ciudad amurallada de Manila fundada por el vasco Miguel López de Legazpi.

Hasta la gran batalla de Manila en la segunda guerra mundial la lengua española era la dominante en la ciudad. Con la liberación de los norteamericanos tras la ocupación japonesa (1942-1945) la población quedó a la mínima expresión. La batalla urbana fue una de las más sangrientas y destructivas del escenario bélico del Pacífico. De hecho, muchos edificios se han reconstruido a partir del 1951, devolviéndole un aspecto más cercano antes de que las bombas y los combates urbanos la dejaran prácticamente en escombros, y aunque perduran nombres y toponímicos castellanos el rastro lingüístico en la sonoridad bucal de sus ciudadanos era residual, el timbre de la voz ya no era seco y beligerante, tal vez algún filipino añorante de la lengua de Cervantes con sangre peninsular siguiera utilizándola en su vida privada.

Intramuros era el único barrio de la capital donde los síntomas del turismo se manifestaba como en cualquier lugar turístico del mundo, donde los turistas eran interrumpidos por buscavidas que ofrecían, por un módico precio, un tour por las añejas calles coloniales, donde el elenco de trabajadores rezumaban un atmósfera decimonónica, en un decorado de impolutas calles, algunas empedradas de nuevo sin las marcas de las ruedas de los carruajes ni las muescas del tiempo, o policías vestidos de época vigilando risueños sus exteriores. Sí, la verdad que sí, Intramuros, era un sitio encantador y hermoso en un mundo de ciudades feas y cochambrosas.



Policía turístico en Intramuros.


La catedral  neorrománica de Manila, la más felina de todas, pues había sido reconstruida siete veces y casi tenía más vidas que un gato; lucía su fachada, en aquella mañana grisácea, robusta y melancólica, mientras los turistas la fotografiaban  desde todos los ángulos de un plazuela arbolada, cuyas copas recelosas protegían el templo de las cámaras, impidiendo lograr unas buenas instantáneas. En otro de los lados de la cuadricular plaza volvía a lucir  desde 2010 una réplica exacta de lo que fue en la época colonial el ayuntamiento. Los esfuerzos de reconstrucción daban sus frutos, a pesar de no ser los originales, daba un idea exacta de cómo tuvo que ser en otra época.



Catedral de Manila, el templo cristiano de las siete vidas.


Después, en un corto paseo, visitó la Iglesia de San Agustín, Casa Manila y otros edificios de la época de bellísima factura. Pasear por Intramuros era una delicia para los sentidos, evocador y encantador, rememorando un raigambre español, aunque todo fuera tan nuevo. 



Iglesia de San Agustín.


Una de las hermosas replicas de los edificios coloniales de Intramuros.



En Casa Manila hay restaurantes y cafeterías

Se fue andando esta vez  a Binondo (Chinatown), después de comer algo en una restaurante vecino al Museo Nacional.

Antes de llegar , cruzó una plaza que parecía una imagen extraída de una película apocalíptica, donde los seres humanos malvivían entre los restos de una antigua civilización. Alrededor de una fuente se congregaban decenas de mendigos, sentados o durmiendo. Alguna aprovechaba para hacer la colada y utilizar un improvisado arbusto como tendedero, dejando a secar sus prendas más íntimas. 

Frente a es plaza de la desolación, se erguía una estructura  del histórico edificio que albergó hasta hace poco la Oficina Central de Correos, que ayudaba a tener una mayor percepción dantesca del lugar. En el 2023, hubo un grave incendio que destrozó el edificio, dejándolo con un aspecto horrible, ennegrecido y destruido por el fuego.




Jones Bridges sobre el río Pasay.

Al cruzar uno de los puentes (Jones Bridges) que accedía a Chinatown, un joven se acercó a nuestra kastila para hacerse una foto con él, mientras el fotógrafo repetía alegre al pulsar el obturador del móvil del chaval: " Father and son, father and son...¡Ja,ja,ja!"

Ruidosa, maloliente y frenética... Cierto, pero para  nuestro kastila Manila era más acogedora e interesante de lo que a primera instancia reflejaba, que intimidaba a interactuar con ella. Cuando uno se adaptaba a esos inconvenientes la ciudad conseguía mostrar un lado más benévolo y cautivador, a pesar de la Pura Polución.

Binondo, el Chinatown de Manila, desplegaba ante el kastila un paisaje familiar, como un eco de otros barrios chinos de Asia. Sus fronteras estaban marcados por los inconfundibles arcos chinos, guardianes simbólicos  que daban la bienvenida a un mundo diferente.

A pesar del bullicio y la vitalidad, algunos solares contaban una historia diferente. Edificaciones en ruinas se mantenían en pie milagrosamente, como reliquias que desafiaban a los tiempos modernos.

Sin embargo, entre esa locura de edificios impersonales y locales repletos de negocios, oculto como un tesoro, descubrió nuestro kastila la más bella de las iglesias que vio en Filipinas: La iglesia de Binondo. Allí, en medio del trajín, se mostraba su fachada granítica  teñida  algunas partes con un rojo cálido, irradiaba una belleza que parecía sacada de un cuento de hadas. 


Binondo, el barrio chino de Manila.


Se quedó un rato contemplándola, dejando que su sorprendente fachada quedara grabada para siempre en su memoria. 

Luego marchó de allí, hasta la parada de metro más cerca para volver a Malate.

El día se difuminaba, se perdía poco a poco, mientras nuestro kastila tomaba unas cervezas en un kiosko, sentado en un baúl frigorífico, charlando con unos locales. Hasta que retorno al mundo de los sueños, mucho más vivo que el de los muertos.

Mañana sería otro día...


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