IV Kastila en las islas de Poniente
Kabanata IV
Kastila en busca de los últimos de Filipinas
Domingo, 27 de octubre de 2024
Fuera lloviznaba cuando nuestro kastila se levantó de la amplia cama, resuelto a llegar en aquella jornada a Baler. Al salir la lluvia había cesado, pero la mañana se mantenía sobria y taciturna, alejada de toda alegría. Se despidió de la gerente, quien, ante su pregunta si volvería otra vez, pareció disgustarse por la negativa. Sus ojos se tornaron momentáneamente acuosos, como si una profunda tristeza le acabara de embargar su espíritu, como si el viajero fuera una especie de Don Quijote que va a rescatar a su Dulcinea del Toboso y finalmente desiste de ello y la abandona a su suerte.
En la bocacalle terrosa de la avenida principal, preguntó a un apacible transeúnte por la estación de autobuses hacía Manila. Este le indicó que bastaba con esperar en la marquesina frente a ellos, pues los autobuses a la capital pasaban constantemente y paraban allí. Así que nuestro viajero solo tuvo que esperar que apareciera uno.
No tuvo que aguardar demasiado, Un viejo autobús se detuvo y recogió a nuestro viajero (129 pesos). Solo 40 kilómetros lo separaban de su primera meta, no su destino final, que como quedó escrito en anteriores párrafos, era Baler.
A las diez y media ya estaba de regreso en la gran metrópolis, antes de las previsiones iniciales. En ese enmarañado mundo caótico, estruendoso y polucionado, característico de muchas grandes capitales asiáticas,. Pero con el añadido que Manila debía ser una de las ciudades menos atractivas de nuestro planeta. Sus encantos turísticos eran escasos, como había certificado nuestro viajero en sus últimos días de viaje, más allá de Intramuros. No era de extrañar que, en su estancia, tan solo se cruzara con menos de una decena de turistas.
Bajó en el centro de la ciudad. Desde allí , pidió un taxi con la App Grab que lo llevaría hasta la Terminal de la compañía Cubao Compañía Genesis. Tomó un café en un puesto callejero y charló trivialidades con unos filipinos ociosos, sentados en el borde de un peldaño sucio junto a la estación, mientras esperaba media hora a que saliera el autobús a Baler ( 377 pesos).
El trayecto hacía Baler, lo sumió en un paisaje de verdes infinitos que cautivaba su imaginación. Miles de arrozales desfilaban ante sus ojos escrutadores, una estampa muy habitual en Luzón, incluso las montañas de esta islas había muchísimo bancales desde tiempos inmemoriales para acoger este preciado cereal. No era de extrañar que el arroz acompañara casi todos los platos. Y allí, omnipresentes en esos campos, los carabaos: robustos, nobles y apacibles búfalos de agua. Criados para carne, leche, transporte y labores agrícolas. Convivían con elegancia juntos a las garzas blancas, que a menudo reposaban en sus poderosos lomos. Estos frágiles aves se beneficiaban de los movimientos lentos pero poderosos de los carabaos, que exponían a los insectos escondidos en los arrozales, facilitándoles alimento.
Estos mamíferos poderosos, nobles y pacíficos siempre despertaban en nuestro kastila una profunda admiración. Vivían tranquilos y tolerando a todos los seres vivos, no buscaban conflicto, pero eran lo suficientemente poderosos para enfrentarse a cualquier animal. y salir perjudicado el otro. Por eso, le entristecía verlos arrastrar pesados carruajes a estos seres vivos tan bondadosos, someterse al hombre, que muchas veces podían ser demasiados crueles con ellos. Sin embargo, cuando los veía pastar apaciblemente en los arrozales, con aquella serenidad tan especial, nuestro viajero se conmovía, se sentía feliz observandolos desde una distancia prudencial.
Carabao fotografiado en la isla de Palawan. |
En Filipinas, los autobuses siempre hacían una pausa de 20 a 30 minutos en áreas de descanso con servicios básicos. No todos los restaurantes eran iguales, y en esta ocasión, la comida no fue del agrado de nuestro viajero.
El último tramo del recorrido atravesó por el camino negro las estribaciones de la Sierra Madre, cubierta de una exuberante jungla; mientras el sol abandonaba el meridiano de Baler, su ingenio se avivó observándola por la ventana del vehículo, fantaseando con los seres que habitaban aquella selva palpitante.
A las 18:00h, bajo un leve sirimiri, llegaron a la estación de Baler, ubicada a las afueras de la ciudad, que poco a poco iría perdiendo vitalidad. La noche apaciguaba muy rápido la vida callejera en las pequeñas ciudades filipinas. En la entrada habían varios triciclos motorizados que recogían clientes. Sin mucha insistencia ni plúmbeas palabras preguntaron si necesitaba transporte.
Ayudado de la tecnología llegó a pie al alojamiento, a 600 metros de distancia, ubicado en una zona de casas residenciales y estrechas calles de tierra y de hormigón las principales.
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Una de las calles de pavimento de concreto del barrio residencial donde nuestro kastila se alojó. |
La recepción se encontraba en la casa contigua. Una mujer lo atendió , ya había pagado por Booking, como era habitual en Filipinas, donde los alojamientos, y lo que no eran alojamientos, solían cobrar por adelantado.
La habitación era amplia y limpia, pero carecía de tapa de váter, algo que incómodo profundamente aa nuestro kastila. No estaba dispuesto a sentarse en el borde de la estructura de porcelana - o loza sanitaria, material que nunca supo distinguir con claridad - Sin embargo, decido quedarse una noche más, ya que era la opción más barata y disponible en ese momento.
Brown Epitome Lodge (980 por noche).
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Habitación de Baler. |
Salió de la pensión en busca de la iglesia de Baler, suponiendo que se encontraba cerca. Preguntó a un vecino, quien le indicó que se encontraba a dos calles. Sin embargo, los caminos embarrados y sin alumbrado lo sumieron en una oscuridad apenas rota por la debil luz que salía por los ventanales de las casas. Sus sandalias se llenaron de barro, y sin más personas a quien preguntar, decidió dar la vuelta y dirigirse a los alrededores de la estación de autobuses a comer algo. Mañana ya exploraría la localidad con tranquilidad.
Grande fue la sorpresa al descubrir al día siguiente que la iglesia de Baler se encontraba en dirección contraria, a unos dos kilómetros. ¿Qué entendería su informante para mandarle a las "tinieblas" de Baler? Se cuestionó, divertido y frustrado.
El calabobos se tornó en un diluvio, obligándose a buscar refugio bajo un tejado de uralita repleto de puestos de venta de aparatos electrónicos, gestionados por musulmanes del sudeste asiático. Mientras se comía unas sabrosas magdalenas recién compradas se quedó un rato embobado mirando caer la lluvia, hipnotizado por su fuerza, hasta que cesó un poco y aprovechó para ir hacia el alojamiento.
Antes, por cierto, nuestro kastila entró en un pequeño colmado, atendido por dos chicas musulmanas, donde compró unas patatas y un refresco. En una balda superior divisó un paraguas azul y preguntó su precio. Las chicas rieron y le dijeron que no estaba en venta. Sin embargo, mientras pagaba, la que no cobraba se fue en busca del paraguas y se lo regalo al viajero, no acepto su dinero. Aunque el paraguas no le duró ni dos días, el detalle quedaría grabado en su alma viajera para siempre.
Este bonito episodio, le recordó un viaje en autobús urbano en Banjul, capital de Gambia, donde una chica había pagado su billete tras una breve charla. Eran esos gestos, pensó, los que le devolvían la esperanza. ¿Y si estaba equivocado en su visión de la vida? se pregunto, con un atisbo de humildad.
Y así , de esa manera tan maravillosa, se extinguió su cuarto día de viaje, como una llama de un cirio que se apaga suavemente, la rueda de la vida girando entre días y noches, desvelos y sueños, hasta el último aliento de su camino, aquí en la Tierra.
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