Los primeros pasos diurnos de El Viajero Pesimista
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CHOQUE DE CIVILIZACIONES
Segunda parte de El origen del Viajero Pesimista
A medida que se desvanecía lentamente los últimos instantes nocturnos, el extraño y monótono canto de los almuédanos daban la bienvenida al bisoño día en la nueva tierra, Delhi. Mientras mi mente intranquila y amedrentada se desperezaba de la duermevela, la batalla perdida por descansar profundamente unas horas. Mi mente recorría explorando los recovecos más profundos y olvidados que sirvieran como recurso para adaptarme sin traumatismo a la nueva realidad. Estaba exhausto, agotado, como si hubiera sido víctima de un asedio castrense durante meses. Francamente, una marioneta tenía más autonomía que yo, me sentía a merced de los invisibles hilos que controlaban mi cuerpo los titiriteros indios, necesitaba sus movimientos para moverme, inerte como estaba, incapaz de tomar ninguna resolución al respecto. Aquellos menudos cuerpos me hacían estremecer como poderosos tigres jugando con sus martirizadas víctimas antes de ser devoradas. ¡ Y todos me parecían grandes felinos en aquellas primeras horas!
Pero antes de ser arrastrado por la vorágine de colores y olores definitivamente, me atreví a salir del hotel y fumar mi primer cigarrillo del día a las siete de la mañana, en una acera descorchada y sin bordillos, en uno de los arrabales de la gran metrópolis. Permanecía en alerta como una gacela, lista para refugiarme en el único sitio donde medianamente podría sentirme incólume, la recepción del hotel. El miedo había cegado mi intuición, y la desesperación había convertido la tierra en la mejor representación del averno. A todos esos menudos hombres los imaginaba con largos rabos y unos cuernos carmesíes, mientras que sus ojos sanguinarios brillaban como supernovas a punto de desencadenar una explosión cataclismica.
La ley de la inercia me impelía una vez más hacia el Aeropuerto Internacional Indira Gandhi, anhelaba largarme de aquel manicomio, proyecto fracasado de humanidad. La selva india era demasiado inescrutable y azarosa para mi comprensión de la existencia. Recogí mi mochila y bajé de mi habitación por segunda vez a recepción, donde un gordo orgulloso de serlo , lejos del indio común, me atendió. Antes de ocuparse de cobrar, quiso demostrar que tenía un estatus importante en ese hotelucho. Levantó ligeramente los brazos y palmeó las manos tres veces con gesto circunspecto e imperativo, como si fuera un césar romano dirigiéndose a sus esclavos. De la amplia estancia, como por arte de magia, emergieron de los espacios ocultos por el mobiliario una decena de indios diligentes dispuestos a atender a su amo. El primero en llegar corriendo tomó mi pasaporte y salió fuera en busca de una fotocopiadora, regresando a los cinco minutos. Pagué y me dejé llevar por la misma agencia tramposa de la madrugada para que me llevara un taxi a Shimla, en Himachal Pradesh. En ese momento, me sentía completamente entregado al destino, como un reo medieval esperando su ejecución en el cadalso. No tenía voluntad propia.
No recordaba haber comido nada desde que salí del avión de la compañía British Airways. Mi estómago tenía más candados que el puente de las Artes de Paris antes de ser retirados. A pesar de eso, mi memoria recordaba aquel primer día luminoso en el subcontinente indio como si fuera ayer.
Cruzar un puente y ver el río Yamuna como si en vez de agua se tratara de aceite negro lubricando el lecho fue una imagen estremecedora. Nunca en mi vida había presenciado un río tan contaminado, pero lo más impactante era ver personas bañándose en él. Íbamos saliendo de la ciudad , pero mi mente permanecía en el Yamuna, cuando pasábamos por los arrabales propiamente dicho. Allí ni los pájaros se acercaban ni tan siquiera a las orillas.¿ Qué ser vivo era capaz de habitar en esas aguas más allá de bacterias? El hombre había conseguido matar a un río en vida, dejarlo a lo largo de 200 kilómetros moribundo. Era paradójico pensar que donde los ríos eran considerados más sagrados eran también los más maltratados. No era de extrañar que tuviera el triste título de "el río más contaminado de la tierra".
Foto del río Yamuna publicado en el periódico El Mundo. |
Lo que también resultaba sorprendente era la imposibilidad de no ver a nadie. Era imposible. Siempre había alguien alrededor de un radio de cuatro metros. Era la mayor distancia posible para no encontrarte a nadie. El único momento que conseguí estar solo en el exterior fue un día que hice senderismo en las estribaciones del Himalaya, allí conseguí, por fin, estar veinte minutos sin ver a nadie. Todo una proeza en la India, que en ese momento era el segundo estado más poblado del mundo, nada más ni nada menos que más de mil millones de personas.
Miraba totalmente absorto el exterior desde el interior de nuestro Tata. Por suerte, el conductor era una persona menos codiciosa y más humana que los compañeros que me recogieron en el aeropuerto, pero conducía como todos los indios, buscando un atajo para llegar antes al nirvana.
Ante las primeras escenas diurnas y las nocturnas que flotaban en la superficie de mi mente como una pesadilla distante, como si estuviera en un campo de concentración del movimiento nacionalsocialista pero en lugar de estar cercados físicamente por vallas, estábamos cercados geopolíticamente. Y yo tan solo eran un invitado en la casa de los horrores que displicentemente, como algo rutinario, el alcaide me explicaba su funcionamiento. ¿Acaso millones de indios vivían en mejores condiciones que los desdichados reos políticos de Hitler? Aquellas personas vulnerables, sobre todo los más débiles, estaban expuestas a las mayores atrocidades y atropellos por los individuos más pudientes y sin escrúpulos. La justicia india no estaba al alcance de ellos, estaban excluidos de la sociedad.
Recordé la historia de Siddhartha Gautama, príncipe de Kapilavastu. uno de los personajes más influyentes en el continente asiático. Según explicaba la tradición, durante su infancia y adolescencia, su padre le oculto la enfermedad y la pobreza para protegerlo del sufrimiento. Fue profundamente impactante para él cuando salió un día más allá de los muros que lo resguardaban y descubrió las penalidades de la humanidad. Tanto le afectó que le llevó a renunciar de las riquezas, después de desilusionarse de la vida laica y hedonista, y se entregó totalmente a la espiritualidad a través del ascetismo.
En cierto sentido, ahora comprendía mejor su desilusión que debió llevarse este hombre. El subcontinente indio, como le ocurrió a Siddharta y, por cierto, a muchos viajeros occidentales, transformó mi alma para siempre. El único país capaz de provocar un cambio tan grande en la naturaleza humana
La India no tenía reparos a la hora de exponer a sus enfermos en las plazas y calles públicas, de excluir de la sociedad a travestis, eunucos, hermafroditas y transexuales ( se estima que en Delhi hay alrededor de 250000 eunucos), la mayoría de los cuales sobrevivían a través de la mendicidad, cantando y bailando en bodas, e incluso vendiendo sus cuerpos por los deseos carnales de indios reprimidos. Por supuesto, no faltaban los niños huérfanos y perdidos en ese ponzoñoso coctel, muchos de los cuales caían en manos de mafias sin escrúpulos que. por ganar dinero. eran capaces de cometer las mayores atrocidades contra esas pobres almas inocentes.
La violencia de género siempre presente en el interior de la mayoría de los hogares del país. La India, en definitiva, era uno de los escenarios más trágicos y desgarradores de la historia de la humanidad, donde cuarenta millones de megáricos tenían sometidos a seiscientos millones de ultra pobres. Si los desheredados del sistema indio se levantaran, la Revolución Francesa parecería una anécdota en los libros de historia.
Dentro del Tata, ese coche espartano e irrompible de fabricación india, miraba incansablemente todo lo que en derredor me mostraba la carretera, Había dejado la metrópolis hacia apenas media hora, una ciudad que debía rebasar los diez millones censados, ya que tenía la sensación que esa cifra era una subestimación. ¿Cómo podrían saberlo con certeza? Si miles de personas sin hogar vivían allí ,y presuponía que no debía ser una tarea sencilla censar a estar personas.
La vista de esa panorámica de extrema pobreza, contaminada por la inmundicia, representaba el fracaso del mensaje de sufrimiento de Jesús. Todo parecía haber sido en vano, dos mil años después seiscientos millones de indios seguían sus pasos, apremiados por crueles circunstancias y decisiones políticas egoístas.
En torno a algunos modernos edificios, las chabolas brotaban como setas, beneficiándose de la materia orgánica originada por los grandes árboles. Otras se encontraban junto a charcas negras donde los cerdos y los niños jugaban, inconscientes del peligro que ello conllevaba. Había quienes debían soñar todas las mañanas de su durísima existencia, que alguna de las personas ricas se apiadarían de ellos y los rescatarían de la extrema pobreza, ofreciéndoles refugio y sustento a cambio de trabajo.
Todo era un escenario de incongruencias y surrealismos en la India de 2004, y este país paradójicamente era considerado una superpotencia emergente. Por un lado, había riqueza a raudales en manos de unos “pocos” (cuarenta millones). mientras que compartían territorio con la pobreza extrema de millones de indios (seiscientos millones), indiferentes a su sufrimiento .Era un país donde podías presenciar los mayores lujos o las mayores desdichas sin desplazarse ni tan solo un kilómetro. Países más pobres, como Guinea Bissau, por ejemplo, parecían tener un escenario callejero mucho más humanista que el subcontinente indio.
Detrás de todo esto estaba la influencia evidente de la religión hinduista y su puto Moksha, la falsa esperanza de que en la próxima vida tendrían una mucho mejor, que ejercia un gran poder a millones de personas, mientras los ricos y los individuos inmorales que existen en toda sociedad se aprovechaban de la fragilidad judicial e inocencia de sus indigentes para aumentar su status o para enriquecerse de las desgracias ajenas.
Era una sociedad impregnada totalmente por la espiritualidad, plagados de gurús de todo linaje, que atraían desde hacía tiempo a occidentales hastiados de sus países o tal vez los que estaban hartos de perder, que buscaban su nicho ecológico para poder escalar socialmente y sentirse alguien. Y los gurús les ofrecían ese ungüento mágico que reparaba sus estados depresivos por unos cuantos dólares. Eran como el patito negro del cuento. Buscando a su especie para sentirse queridos. Todos nos sentíamos patitos negros, pero pocos de mayores éramos hermosos cisnes. Y ellos, los gurús, les hacían sentir a todos cisnes, magníficos ejemplares siempre que pasaran por caja, y esos "cisnes" se sentían felices alrededor de todos aquellos patitos negros y famélicos de la India.
Al atardecer, después de un viaje intensamente reflexivo, llegamos a Chandigarh, la capital que servía a dos estados: Punjab y Haryana, donde pernoctaríamos una noche antes de continuar al día siguiente a Shimla. El conductor dormiría en el coche, mientras yo me alojaría en un hotel decadente. En la recepción, me atendió un solicito y agradable recepcionista que me sorprendió al decir lo siguiente: "Caballero, este señor ,aquí ",señalando a un espigado hombre en la sexta década de su vida, "es compatriota suyo". "Hola", le dije, y él me respondió en inglés: "Soy de San Petersburgo". Vaya con el compatriota. ¡Vamos! Vecinos de toda la vida.
Me subí a la habitación después de una cena frugal. Creo que fue la primera vez que comía algo desde que llegué a la India. Me tendí en la cama sin deshacer ni sacar nada de la mochila. Solo quería refugiarme en el mundo onírico, necesitaba poner orden en mi interior, equilibrar mi naturaleza que se mantenía en estado catatónico. Y me fui muy lejos, lejísimos, a una tierra que conocía y que me protegía, me vi con familiares, amigos, riendo distendidamente, y recuperando amores difuminados que ya no recordaba. Todo lo bueno del pasado acudió en mi rescate esa segunda noche, dándome brío y energía para enfrentarme al día siguiente. Bebía con ansía el elixir de la alegría de la existencia para sobrevivir a la tragedia manifiesta del Oriente Lejano.
Nunca más he vuelto a sentirme tan lejano de casa, como en aquel febrero de 2004.
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