El origen del Viajero Pesimista
Partus dolorosus
“Un
corazón valiente y alegre necesita de vez en cuando un poco de peligro, de lo
contrario el mundo se le hace insoportable”
Estoy
releyendo un libro de aforismo de Friedrich Nietzsche cuando uno en concreto (el
párrafo primero de esta publicación) me ha hecho reflexionar sobre mi primera
experiencia como mochilero en febrero de 2004. En aquella larga y fatídica
noche, mis emociones se desbordaron como una presa que revienta y toda el agua
acumulada durante años sale violentamente Fue en ese instante cuando conocí,
por primera vez, el verdadero miedo, al exponerme a un nuevo mundo sin las
herramientas adecuadas y con la única protección de mí mismo.
Y ahí
comprendí, bueno, unos meses más tarde y ya más calmado, que la verdadera
aventura no está tanto en lo exótico, sino, más bien, en la ignorancia, en el
desconocimiento con ingredientes peligrosos. Ya que con el tiempo y la
experiencia he aprendido que se puede viajar a la mayoría de países del mundo y
no ser una verdadera aventura. Una gran aventura, en definitiva, necesita de
vulnerabilidad, exposición, saber que en cualquier momento puedes perder el
control de la situación. Y ese fue el caso de mi primera experiencia en el
extranjero, cuando decidí ir dos meses a la India. Compré el billete y con la
guía Lonely Planet como único salvavidas. ¡Nada más! Ni idiomas, ni seguros, ni
reservas, ni compañeros, ni vacunas… Y es que me tome al pie de la letra, el aforismo
de Nietzsche; pero, obviamente, inconscientemente, porque si hubiera sabido lo
que iba a vivir esas primeras semanas en el subcontinente asiático nunca
hubiera emprendido tal experiencia que, paradójicamente, se convirtieron en las
semanas de mi existencia más importantes e increíbles. Hubo un punto de
inflexión que cambió todo en mí, volví siendo otra persona, no sé si más buena
o no, pero diferente, más armonizada con la naturaleza, más cercana a la
intuición, menos idealista y más pragmático.
Eran
las dos de la madrugada de un febrero que no iba a ser uno cualquiera. Y estoy
seguro, después de diecinueve años, porque miré repetidamente la hora hasta
retenerla en mi memoria. Los demás pasajeros del vuelo procedente de Londres de
la compañía British Airways que descendieron del modelo de avión Boeing 740-340
no compartían mis nervios primerizos. Bajamos y nos dejaron en la sala de
control de pasaportes.
Mis
extremidades inferiores, de repente, se entumecieron y se convirtieron en unas
blandengues piernas de tela de felpa rellena de algodón. Estaba asustadísimo. Al
fin había llegado a la India. Los meses de espera habían acabado. Y a pesar de
haber logrado mi objetivo, no me sentía feliz, rodeado de gente con la que no
podía interactuar y culturalmente situados en las antípodas de las costumbres occidentales.
La intensa sensación convirtió mi percepción de la vida en un sueño, un estado
de letargo del que parecía incapaz de despertar, de volver a la vigilia. ¿O era
verdaderamente un sueño?
“¿Qué
es la vida? Un frenesí.
¿Qué es
la vida? Una ilusión.
Una sombra,
una ficción,
Y el
mayor bien es pequeño:
Que toda
la vida es sueño,
Y los
sueños, sueños son.”
¡Cuánta
razón tenía el dramaturgo español del siglo XVIII, Calderón de la Barca! En
aquel momento, una extraña neblina se apoderó de mi mente, como si estuviera
viviendo en el limbo existencial, entre lo irreal o lo real. La vida, más que
nunca, era un sueño, un sueño tremendamente pesado y angustioso extraído de
alguna narración de Lovecraff, donde la vida se alejaba en el tiempo cósmico, a
eones de mí.
Busqué los formularios para rellenar los datos necesarios para obtener la autorización de acceso al país entre los expositores de madera cercanos. Cogí uno bilingüe ( inglés y hindi), pero no entendía nada, ya que nada de inglés sabía y menos leer en devanagari, el alfabeto utilizado en la lengua hindi para su escritura. Solo sabía contar del 1 al 10 en inglés. ¡Toda una proeza! Mientras veía al funcionario cada vez más cerca, vestido con colores caqui, sellando con mirada impertérrita. Desesperado por la situación, agarré el enjuto brazo de un indio que se situaba delante de mí en la larga fila. Le pedí ayuda con gesticulaciones muy expresivas al carecer de mejor herramienta de comunicación. Me miró y con esa calmosa actitud india me ayudó sin demasiados aspavientos. Fue poco a poco rellenando el formulario. Me dio unas ganas de abrazarlo, por lo agradecido que estaba, cuando terminó. Miró el funcionario de mirada impertérrita mi visado y, sin muchas más dilaciones, me dejó pasar. ¡Ya estaba oficialmente en la India!
Con mis
blandengues piernas de tela de felpa anduve hacía la siguiente sala: recogida
de equipajes. Una sala añeja que no tardaría en desaparecer para siempre como
observé en mi siguiente viaje al país cinco años más tarde. Seguía sin tener el
control, estaba completamente desecho emocionalmente. Era ese peluche sin
voluntad que está a merced de las diabluras de un niño. Recogí mi mochila de
cincuenta litros, compañera de varias peregrinaciones a Santiago, y respiré
hondo mientras me encaminaba a las puertas automáticas de salida, sin mucha
convicción. Asustado como un corderito, en el pasillo de la muerte, esperando
al matarife. Podía olisquear el dulce olor de la sangre.
Debía
tener el mismo rostro de terror que los actores que representaron la escena del
desembarco de Normandía en la película “Salvar al soldado Bryan”, logrando una
superrealista escenificación, cuando dejé atrás la sala de recogida de
equipajes y vi el pequeño hall tan lleno como cuando dan el chupinazo de salida
en las fiestas más conocida del mundo, en la plaza consistorial de Pamplona. Multitud de indios blandiendo carteles con “Míster
tal” o “Miss cual” y gritando enloquecidamente. Antes de llegar a esa sala pasé
por una serie de mostradores donde los indios me llamaban desde detrás de las
barras.
Como no
tenía reserva ni idea de qué hacer, me acerqué tímidamente a uno de esos
mostradores e interactué con uno de los vendedores. Con una pequeña libreta y
un boli, me escribió el precio de un taxi a la capital sin regatear. Y yo solo
preguntaba con voz insegura y temerosa de vez en cuando: “pero ¿me dejará cerca
de un hotel? “. Y con la inmutable actitud india a todo me decía que sí. “Pero
paga ya, corderito” Parecía decir su mirada ávida. Finalmente, pagué sin
entender nada, solo sabiendo que estaría dentro de un vehículo dirección a
Delhi. Y señalando a esa masa amazacotada de repostería indigerible que
conformaba aquel horno ardiente de pasiones me indicó que al lado derecho me
esperaría mi conductor. Me resultó en aquel momento una tarea tan difícil como
buscar una aguja en un pajar, como si fuera fácil encontrarlo.
Y sin pérdida
de tiempo, me lancé al ruedo, donde dos altos y fuertes indios de mirada siniestra
se apresuraron hacia mí. “Somos taxistas, ven con nosotros”, pensé que eran mis
taxistas cuando empezaron a hablar conmigo. Uno de ellos se ofreció a llevarme
mi mochila, pero por suerte decidí no desprenderme de ella. Mi desconfianza era
la única arma disponible que podía ser útil en aquella noche. Me dirigí con
ellos al lado contrario de la Terminal donde me había indicado el vendedor del
mostrador. Esto, sumado a sus miradas siniestras, me puso en alerta máxima. Antes
de cruzar las puertas de salidas, me giré hacia atrás al escuchar un grito que
emergía tímidamente de la algarabía del vestíbulo. En una pequeña tarima que sobresalía
medio cuerpo de aquel mar de cabezas, un militar hacía ademanes que me acercara
a él, indicándome que no siguiera a aquellos dos personas. Pasé a su lado y le
sonreí agradecido. Estaba como un flan, temblando sin control.
Unas semanas más tarde, cenando con una joven barcelonesa residente en Rishikesh, ella me narró un artículo del periódico del Hindustan Times. En ese artículo se mencionaba que unos días después de mi llegada, una mujer australiana apareció muerta en un descampado de Delhi. Al parecer la habían captado en el hall de Llegadas dos presuntos taxistas y luego la confiada pasajera fue llevada a un descampado donde le robaron y la asesinaron. Mientras me lo explicaba, y yo que era un agnóstico declarado, creí en ese momento en una mano amiga y divina que me había ayudado, que no era mi hora. Luego, me explicó que después de ese trágico incidente los controles de acceso al aeropuerto eran más restrictivos y seguros, ya no podía pasar cualquiera.
Con el
susto todavía palpitando fuertemente en mi interior, esta vez sí, fui
interceptado por los verdaderos taxistas. Aquellos dos hombres tampoco eran
trigo limpio, pero al menos no eran asesinos ni ladrones, sino estafadores, ese
sería el adjetivo más adecuado. Y aún tenía que dar gracias en aquella noche de
mi “suerte”. Me senté en la parte trasera del famoso Ambassador indio, un
automóvil clásico que aún se fabricaba en el siglo XXI en la India, reliquia
viva de la época colonial. Los dos indios, sentados en los asientos delanteros,
parecían disfrutar con cada descubrimiento que hacían de mí. “No habla inglés,
es su primera vez en la India”, etc. Ahora sé de qué se divertían, era la
víctima perfecta para sacar un buen beneficio económico. Solo debían realizar
lo que habían hecho tantas veces con otros turistas ingenuos.
Arrancamos.
Y, rápidamente, cuando salimos del aeropuerto; pude ser testigo de lo que
significaba el verbo “conducir” en el subcontinente asiático. Ni en las
películas más fantásticas podría haber recreado tan perfecto caos circulatorio
donde solo faltaban los protagonistas de la serie de dibujos animados de los “Autos
Locos”. Nadie respetaba a nadie ni nadie conducía un vehículo completamente en buen
estado en la madrugada de aquella noche. Podría haber llamado a esa noche: “La
noche de los motores zombis”. El abanico de monstruosidades móviles era tan
amplio como sorprendente que pudieran ronronear con esa alegría: Vehículos sin
luces, ruedas totalmente desgastadas, carrocerías agujeradas… que adelantaban
por todas partes, incluidas las más opciones más inverosímiles y peligrosas,
dando bocinazos a diestro y siniestro. La ley del más fuerte y osado sin leyes ni
ningún tipo de empatía por los más débiles. La muerte debía estar muy presente en las
carreteras indias. Y sin olvidarme de los vehículos de tracción animal y el
elefante circulando por el lado del escaso arcén sin ningún tipo de
señalización que los hiciera visibles para evitar colisiones.
Y
siguiendo el guion a la perfección cómo mermar la voluntad de un occidental herido
ya de muerte, me llevaron en un tour de una hora por los barrios más
desfavorecidos cuando accedimos a los arrabales de Delhi. Parando durante
veinte minutos en una calle utilizando el pretexto de comprar tabaco. Fue allí
donde presencie por primera vez la extrema pobreza del país rodeando una
hoguera en el interior de un tambor de acero. Los personajes más tenebrosos sonriendo
con sus longas barbas, desaliñadas y grasientas, plagadas de insectos y
enfermedades. Sus dientes mellados o carente de ellos, cuerpos enjutos de
aflicción donde la grasa nunca se había presentado. También en ese momento me di
cuenta que hacia frio al contemplar las hipnóticas llamas de la hoguera, hasta
ese instante no me di cuenta.
En el
epilogo de mi carrera, cuando los gatos ya tenían exhausto y debilitado
completamente al doblegado ratón, paramos en una solitaria calle que nunca he
podido identificar. Una calle polvorienta y tenuemente alumbrada donde creí que
allí se acababa la historia personal del que escribe este relato. ¿Qué mejor
lugar para acabar con alguien? Pero no, esa no era la intención de aquellos dos
granujas.
Los seguí como un alma en pena hacia un oscuro local que iluminaron sin demasiada intensidad. Anduve unos metros por un pasillo flanqueado por una pared y una cristalera con pequeñas y austeras oficinas, con mesas y sillas en su interior; hasta que me invitaron a entrar a una y me senté, esperando a no sé qué. A los cinco minutos, apareció un hombre somnoliento que se sentó enfrente de mí, al otro lado de la mesa. Y me preguntó si quería una habitación. Pues claro, pensé, ¿qué iba a querer a esas horas de la noche? Respondí con un: “Yes”, ya que eso también sabía decirlo en inglés. E inicio un juego de una especie de regateo donde yo no regateaba nada. Dando un precio y cogiendo un teléfono de disco que iba moviendo calmosamente los números. Estaba ocupado, según él, respondía desde el otro lado el receptor. Y así iba subiendo cada vez más el precio y mirando mi reacción. A la tercera llamada, ya sabía a qué estaba jugando, pero era incapaz de moverme de allí y largarme. Estaba totalmente paralizado. En ese momento, rogué a que se apiadara de mí y que decidiera a parar de sumar rupias. Finalmente paró por propia voluntad, algo de lo que carecía yo, y lo dejó en unos 60 euros al cambio el precio de la habitación del hotel. Aunque, siendo sinceros, si hubiera dicho 600 euros los habría pagado aquella noche. Unos diez minutos después entraba a la recepción y, después de registrarme, entraba a mi habitación. Era una habitación amplia con muebles decimonónicos.
Me postré ante la cama y supliqué a Dios ayuda. Yo que había sido muy crítico con los creyentes, yo que, si existiera, lo consideraría el mayor genocida que ha conocido el Universo. Ahí estaba, como un corderito desesperado y sin voluntad, suplicando al mayor genocida desde el inicio de los tiempos. ¿ Qué coño hacia aquí?¿Quién me había mandado meterme en este berenjenal?... Y sí, lloré de rabia e impotencia… Hasta que caí rendido en un sueño liviano, una duermevela cercana a los estertores de la muerte, del adiós … Que a las dos horas volvería a resucitar, a despertar, con la llamada del almuecín a la oración.
A la mañana
siguiente, mientras gestionaba la salida del hotel ante un encargado gordísimo, un ser
despreciable, que trataba literalmente a los empleados como si fueran esclavos del Imperio
Romano y él como un enloquecido Nerón que había olvidado sus orígenes pobres, dio a luz la Diosa Lakshmi , por fin, después de un tormentoso parto, al
Viajero Pesimista, que tenía dos meses por delante para crecer como viajero. Un
viaje que le cambió la manera de medir el tiempo de la existencia.
WELCOME TO INDIA, MISTER PESSIMISTIC TRAVELER!!
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