Anécdotas en los transportes públicos indios

Tres anécdotas 

En los últimos estertores del siglo veinte  aparecieron las primeras líneas de autobuses que acabarían extendiéndose en menos de un siglo por todos los territorios del planeta; convirtiéndose, junto al ferrocarril, en el medio de transporte de personas más utilizado.

Con la democratización del automóvil, en muchas naciones, el transporte perdió su supremacía y quedó relegado a un protagonismo secundario. Sin embargo, en los países más subdesarrollados o con importantes bolsas de pobreza, el transporte público sigue siendo el principal protagonista. 

La India no es un Estado pobre que digamos donde muy pocos son ricos, el problema son sus políticas que enriquecen a un grupo importante de personas ,que ascienden casi al número de habitantes que hay en España, y dejan a la deriva a muchísimas. También no nos podemos olvidar de su clase media, muy potente, que hace mover la economía en todo el país:, compuesta aproximadamente por cuatro cientos millones de personas. Y es que el principal problema radica en el número considerable de personas que dejan al margen, seiscientos millones viviendo en la indigencia. Y estos datos son del 2004. Así, a pesar de no ser un Estado pobre, es el país con mayor cantidad de vagabundos del mundo. Por lo tanto, no es extraño con estos datos, que siga teniendo una potente red de transportes públicos donde millones de personas, comprar un billete, requiere un gran esfuerzo económico, imaginaros para comprarse un coche.

La India es una región perfecta para el romanticismo viajero, para aquellos que desean mezclarse y moverse como los ciudadanos corrientes. El transporte publico es perfecto para experimentar experiencias insólitas y extrañas que difícilmente te ocurrirán en otra parte del mundo. Allí, todo puede suceder. Y lo mejor, al ser una nación superpoblada, que no hay lugar que no este conectado, por muy remoto que este.

Tampoco podemos esperar la seguridad  y el mantenimiento de los vehículos europeos. Por poner un ejemplo, los neumáticos se utilizan  hasta tales extremos que algunos están completamente lisos, han perdido toda hendidura y dibujo con el alto riesgo que eso conlleva.

Posteriormente les relataré algunas anécdotas que me ocurrieron, en mi gran viaje de dos meses del 2004, utilizando el transporte público en la India:                               

  • La estación de Shimla.

Mis primeras semanas estuve recorriendo el estado de Himachal Pradesh, ubicado en las estribaciones del Himalaya. La primera ciudad que conocí, procedente de Delhi, fue Shimla. Un ciudad de calles empinadas y monos traviesos, con encanto colonial de temperaturas agradables, incluso una mañana cayó una fina nevada que rápido se evaporó.

En ella abundaban los cachemires, quienes realizaban los trabajos más pesados e ingratos, cargando los pesados paquetes y bultos de la población hindú con recursos económicos. Terminaban por perder su salud y vivir sus últimos años de vida en la calle, con sus espaldas encorvadas como nunca antes había visto en mi vida. A pesar de la hipercifosis que les debía causar un gran dolor, sus rostros no eran ásperos, ni sus miradas eran turbias. Por supuesto, también habían muchos  mendicantes hindúes; pero me llamó muchísimo la atención el primer grupo debido a la hipérbole que creaba sus espaldas después de muchísimos años cargando grandes pesos sobre ella en calles que obligaban a inclinar el espinazo. Sin embargo, no me pareció que fueran esas calles empinadas las más atiborradas de mendigos, sino la estación de autobús.

Llegué temprano, seis horas previas de la salida de mi bus nocturno dirección, si no me falla la memoria, a Dharamsala, porque era la primera vez que me iba a "desvirgar" en los transportes públicos indios y andaba bastante perdido y asustado como un conejillo rodeado de lobos. La India ejercía un poder sobrenatural sobre las almas occidentales primerizas, enfermándolas durante semanas en una suerte de anacronismo temporal. Esa sensación me hacía sentir como un gran árbol sin raíces, trasladado a una nueva tierra y siendo incapaz de arraigarse en ella, sintiéndose morir cada amanecer que despertaba. Nada es lo que parece en occidente, todo lo contrario que en este país oriental donde lo que esconde el ser humano emerge sin ningún pudor.
Cualquier actividad rutinaria en la India se convertía en una titánica misión suicida. Esa era la percepción de mi mente en aquellas primeras semanas. 



El trasiego de personas era constante en las estaciones de los transportes públicos, pululaban como si fueran miles de abejas entrando y saliendo de la colmena sin alitas, nunca paraba el ritmo.¿ De dónde salía tanta gente? Pasajeros, mendigos ,trabajadores y animales compartían el espacio, un espacio muy reducido, donde uno se sentía incómodo e inseguro, invadiendo el espacio personal de uno que en la India parecía no existir.

Llevaba una hora cuando sentí una profundad necesidad de buscar un lugar solitario. Anhelaba escapar de la multitud incansable y audaz  que me rodeaba, pero  sobre todo de aquellas que se acercaban con intención de sacarte alguna rupia. Y al verme tan vulnerable, eso les acrecentaba, se sentían fuertes y "atacaban" con mayor vigor. Busqué, desesperadamente, ese rincón tranquilo, descendiendo unas escaleras que me llevaron al final de una estrecha vía del tren bajo un amplio porche polvoriento. Esa línea de ferrocarril era conocida por su espectacular recorrido a lo largo de las montañas del Himalaya y había sido reconocida Patrimonio de la humanidad por la UNESCO. 

Me senté en el plinto de una de las columnas y respiré tranquilidad durante unos minutos. Necesitaba como el agua de mayo ese respiro, ese kit kat. Y entonces, cuando el ocaso robaba los últimos rayos de luz, como sacados de uno de los capítulos de Walking Dead, apareció un centenar de personas con movimientos pesados y erráticos que se dirigían hacía a mí, con  ropas raídas y cuerpos desaliñados, esqueléticos, que parecía haberse evaporado sus identidades. 

Por un momento, sentí temor por mi integridad física, un momento que acabó avergonzándome de mí mismo. ¿Qué coño podrían hacer esas personas deshumanizadas y vegetalizadas por un sistema terriblemente perverso? Fueron ocupando, cada uno de ellos, como si de un ritual se tratara, su espacio en el pavimento para pasar la noche, debían tenerlo asignado hacia tiempo, ya que avanzaron directamente hacía sus posiciones sin titubear. Excepto por aquel hombre de mediana edad, cuyos movimientos discordantes delataban su condición de recién llegado al mundo de los desheredados. Iba palpando el terreno con una vara para no chocar con ningún  obstáculo imprevisto, mientras sus ojos sin cintilación revelaron porque andaba torpemente. No debía de hacer mucho tiempo que perdió la vista y su vida digna. Me lo imaginé casado y con hijos, trabajando  de sol a sol  para sustentarlos hasta que el brillo de sus ojos se apagó y acabó huyendo deprimido al sentirse inútil y desprovisto de cualquier ayuda social. Cada vez estaba más cerca de mí. Su fragilidad me conmovió y antes de huir despavorido con un nudo en el estómago le entregué la bolsa repleta de comida que tenía, tocando sus manos temblorosas y mirando su rostro que en otras circunstancias podría haber sido la de un actor de Hollywood. Volviendo a la danza caótica de las estaciones indias.

Despertaba mi curiosidad cómo, a pesar de ser tan empobrecidos, la mayoría de esos seres humanos  eran tan mansos, incapaces de abanderar la violencia públicamente. Además, tenían que vivir literalmente soportando la mierda de las personas  enriquecidas, cuyo sufrimiento les importaba poco. La compasión no formaba parte de las reglas sociales de la India. Todo aquello me hacía reflexionar lo fácil que normalizamos y justificamos los seres humanos cualquier circunstancia y comprendiendo cómo fenómenos como la esclavitud o los genocidios humanos han existido. 

Sin embargo, lo que más me aterra es que, después de veinte años  viajando, en ocasiones siento que ya no me conmuevo con tanta facilidad y no me duele como antes. Me he adaptado a ello, como si fuera algo natural, como a esos indios pudientes que criticaba con vehemencia.

Por fin, a medianoche, subía a mi primer autobús destartalado en la India, dejando atrás mi primer destino en Himachal Pradesh. Pensando en el estribillo de una canción de La Polla Records (Solución final) que aquí en la India carecía de sentido, ya que los alcaldes no hacían ni el esfuerzo de esconderlos...

"Como alcalde y buen burgués
Tú deber y tu misión es hacer un buen escaparate para comerciar
Y están de sobra tus mendigos que dan mala fama a nuestra ciudad
Y la gente adinerada ya no vendrá a gastar, echarlos fuera..."

Allí no resultaban una molestia, y siempre se podían utilizar como esclavos por un simple plato de comida y pegarles una patada cuando ya no fueran útiles, como posiblemente hicieron con el ciego. ¿Qué negocio podría ser mejor para los ricos y no tan ricos?

  • Huida escatológica (cosas de cobardes)




En el verso 17 del capítulo VI del Bhagavad Guita dice algo así: " El Yoga se convierte en el destructor del dolor para el que siempre es moderado en la comida y el esparcimiento (como pasear, etc...)se esfuerza con moderación en sus acciones y es moderado en el sueño y la vigilia."

¡Joder! Algo mal había hecho el día anterior, ¿Me había pàsado en la comida? Pensé preocupado, al leer ese párrafo en el asiento del autobús. Mi estomago parecía una lavadora en pleno centrifugado, agitándose y revoloteando.

El pasajero sentado a mi lado intentaba entablar una conversación, mientras yo solo pensaba  en como retener mis excrementos unas horas más en mi cuerpo. Todavía faltaban cuatro horas para llegar a mi destino. Probé la meditación, la concentración, buscar la calma... pero  los retortijones dolorosos de mis intestinos persistían, exigiendo la atención adecuada a sus demandas.

En un momento dado, me puse en pie en aquel milagro de la ingeniería automovilística que en otro lugar del planeta ya descansaría en un cementerio, y comencé mi propio ritual de autocontrol, yendo de un lado al otro del pasillo, tratando de calmar al corcel desbocado que cabalgaba en mi interior, ansioso por liberarse de riendas y ataduras. Abordado por el temor y la vergüenza de no poder aguantar más, me acerqué al conductor. A través de gestos suplicantes y explícitos, comprendió mi situación de inmediato y me indicó que me tranquilizara, prometiendo detenerse un instante para que yo pudiera usar el baño.

Se detuvo en una pequeña aldea y bajé del  autobús después de agarrar mi mochila pequeña. Entré con premura excesiva a la letrina turca, nervioso de que el autobús partiera, dejándome allí sin el resto de mi equipaje. Apenas no tuve tiempo a doblegar mis perneras entre mis pantorrillas cuando sentí un profundo alivio intestinal. Busqué desesperadamente un cubo para limpiar el revestimiento escatológico, pero no encontré ninguno. Temiendo perder el autobús, salí precipitadamente. En ese momento, me sentí el hombre más cobarde y vil del mundo; sin embargo, lo peor ocurrió cuando mi mirada se encontró inesperadamente  con la mirada del empleado del baño mientras corría hacia el autobús. Esa mirada me avergonzó, haciéndome sentir más sucio que la suciedad que había dejado atrás en el baño.

En el interior del autobús intenté hacer como los yoguis, no pensar, pero no lo conseguía. Hasta que poco a poco me fui calmando, mirando las singularidades de la vida cotidiana desde la ventanilla del vehículo. Olvidándome del mal rato. Dispuesto a vivir experiencias menos escatológicas. 


  • La vomitiva

Descendíamos a gran velocidad por una  sinuosa carretera de las estribaciones del Himalaya, con barrancos imponentes que mareaban solo mirarlos. El conductor buscaba  el camino más rápido para iluminarnos a todos los presentes y olvidarnos de esta vida; anhelaba una muerte temprana, ya que estrujaba los caballos del motor como si estuviera corriendo en Formula 1. El calor resultaba insoportable, así que las ventanillas estaban abiertas para aliviar nuestros sofocos.

Estaba sentado junto a la ventanilla, contemplando los profundos valles y las majestuosas montañas, cuando el pasajero de detrás me comenzó a hacer señales para que cerrara la ventana. ¡Claro! Con el calor que hacía, no iba a cerrarla para complacerlo a él. Omití el mensaje y seguí concentrado a lo mío. ¡Qué pesado era el tío! Otra vez con la misma cantinela. Finalmente, al ver que no le hacia caso, se levantó y cerró el mismo, mientras sorprendido por su osadía fruncí el ceño de enojo. En ese preciso momento, ya indignado, cuando hacia el gesto de abrirla nuevamente, comprendí  su insistencia al chocar una sustancias asquerosa y grumosa contra el cristal. Si no hubiese estado cerrada en ese momento, habría caído todo sobre mí. Una mujer, ubicada unas hileras delante, asomaba la cabeza vomitando. Rápidamente me volteé hacia atrás, le pedí disculpas y le agradecí su ayuda.

dream by wombo (IA)
 Desde aquel instante, enfrento cualquier     solicitud inesperada y extraña de un pasajero     en transporte público, tiendo a ser diligente   aunque no comprenda la razón. Al final,   siempre termina descubriendo uno el porqué,   que siempre acaba agradeciendo.

 Y más por carreteras sinuosas y conductores   con el síndrome de pilotos de formula 1. Y si   eso ocurría, preferiblemente, iría andando,   como nuestros ancestros: "Se hace camino al   andar". Bueno, ese pensé en ese momento,   pero la verdad que siempre acabo en la ruleta   rusa del transporte público que se convierte   viajar en  algunos países.





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