Mauritania por libre
VII Mi mochila pasa sus últimas cuarenta horas en Mauritania
Nuadibú por libre
La galería de sensaciones humanas que existía en la prehistoria es idéntica a la que afrontamos en el dia a dia de hoy, y a la que continuarà haciendo frente cada nueva vida que venga este mundo...y que mire más allá de él.
Los anteojos del cajón ( Fábrica de pesadillas) Thomas Ligotti
Llegué al mediodía al apeadero de Nuadibú, porque "estación" habría sido un término demasiado grandilocuente para tan espartana explanada.
Apenas puse un pie en uno de los peldaños exteriores del vagón de pasajeros, los taxistas, con sus vehículos al borde de la vía, se abalanzaron sobre mí.
Un taxista de piel oscura fue el primero en interceptarme. Mientras me dirigía a su vehículo, le preguntaba el precio, pero no me respondía; solo insistía en que lo siguiera. Entonces, en un breve descuido de unos segundos, en el que me perdió de vista, un taxista de piel clara aprovechó para negociar el precio conmigo. De entrada, me pidió 400 MRU, pero finalmente conseguí rebajarlo a 200 MRU.
El taxista negro se enfadó mucho con el blanco. Le dije que la culpa era suya por no haberme dicho un precio desde el principio.
Cuando ya tenía mi mochila en el maletero del Mercedes del taxista blanco, el taxista negro volvió y, con gestos enérgicos, dibujó en el suelo "50", solo para fastidiar al otro. Obviamente, ese precio se acercaba más al real, así que abrí el maletero, tomé mi mochila y subí con él, dejando al taxista blanco totalmente desconcertado.
El auberge Sahara se ubicaba en el otro extremo de Nouadibú, y a mitad de camino mi conductor ya había dejado a todos los demás viajeros. Charlamos un rato.
Señalando la basura que se amontonaba en las polvorientas calles, me comentó que Mauritania era un desastre de país y que, además, los blancos, a pesar de ser minoría, gobernaban y eran racistas con los de su color de piel.
Estaba claro que algo de razón tenía. Al menos, en los pocos días que llevaba viajando por el país, ya había notado algunos detalles al respecto. Sin olvidar que la esclavitud fue abolida en 1981, pero no fue en 2007 cuando se convirtió en un crimen, es decir, se aprobó una ley para penalizarla.
El acceso del albergue Sahara daba ganas de salir huyendo. Estaba ubicado entre callejuelas polvorientas, con portones azules bastante simples. Sin embargo, al atravesar el postigo hacia un amplio patio interior y subir unas escaleras —como ya me había advertido la única guía disponible en ese momento (Petit Futé)— el interior resultó ser mucho más acogedor y familiar, a pesar de su sencillez. La habitación, sin tener nada extraordinario, era lo suficientemente digna como para pasar dos noches de forma confortable. Los anfitriones eran encantadores, muy atentos. La habitación me costó 300 MRU por noche.
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Acceso al acogedor albergue que me alojé en Nouadibú. |
En el taxi conocí a un comerciante saharaui de los campamentos de Tinduf. Había venido a Nouadibú para comprar mercancías y abastecer algunas tiendas en los campos de refugiados.
Al saber mi nacionalidad, me dijo: "Somos hermanos. Bueno, casi, casi... 😊" Me explicó que ambas naciones compartimos un período de nuestras identidades y que algo de saharaui tenemos los de la península, así como ellos algo de nosotros.¿Quién era yo para llevar la contraria a tan simpático personaje?
Me hubiera encantado charlar con él más tiempo y escuchar historias sobre su pueblo, un pueblo olvidado por los medios de comunicación, perdido en el olvido popular, no tanto en el mundo intelectual o viajero.
Salí en busca de un restaurante cercano, pero los que había alrededor del alojamiento no me inspiraban confianza. Había tenido suficiente con la experiencia de la pizza de Zouerate, así que me compré pan y atún y me preparé un bocadillo en el albergue.
Una de las imágenes más triste de Nuadibú, además de los niños que mendigaban en el mercado y que tiraban de mis perneras para llamar mi atención, fue la de un enorme buitre atado con una cuerda de un metro a la entrada de un local, rodeado de ovejas. El animal parecía haber perdido toda esperanza de volver a surcar los cielos y se mantenía impasible ante la gente que pasaba. Solo se movía para refugiarse del sol en el vano de la entrada y salía para tomar aire. Era la seguridad , la terrible seguridad de la esclavitud.
En muchos países subdesarrollados, los animales no son mucho más que instrumentos, juguetes rotos o pasatiempos macabros para niños, adolescentes, y no tan adolescentes; incluso, lamentable, de personas mayores. Aunque, con razón, me podrían replicar los más versados mauritanos: ¿ Y vosotros, con la tauromaquia, tan "desarrollados" que estáis?
Me sonrojé de vergüenza al recordar, sumido en mis pensamientos, que en mi niñez y adolescencia también participé en algunos de estos salvajes rituales donde creí que habían nacido erróneamente para mi gozo.
No se sí el vocablo correcto sería " disfrutar", pero lo cierto es que lo hice. Lagartijas a las que amputábamos la cola o las matábamos, hormigueros inundábamos con nuestra orina o con una botella de agua... Algo que, sin duda, un defensor de la tauromaquia podría usar para responder a cualquier recriminación.
Y es que la vida parece hermosa cuando te centras en ti mismo o en tu entorno más inmediato, mientras tienes un propósito que lograr en un millón de propósitos que se contraponen, se necesitan para crecer. En una batalla sangrienta y dolorosa que resulta imposible deshacerte de ella si lo que quieres es vivir. Siddharta Gautama se dio cuenta de esta realidad, esa esclavitud a los algoritmos de la naturaleza. Pero, realmente, pudo escapar a través de la meditación.
Después de una revitalizante siesta, interrumpido por el bullicio en el pasillo debido a la llegada de nuevos viajeros, salí a pasear por el bullicioso mercado, donde disfruté del ambiente animado. Más tarde, me detuve en una pastelería con ganas de saborear algo delicioso, pero la oferta era limitada en la vitrina poco iluminada del negocio, así que terminé eligiendo la única opción no carnívora, un bollo de chocolate que, afortunadamente, fue de mi agrado.
Al regresar a mi habitación, estaba tan agotado que no necesité contar ovejitas para quedarme profundamente dormido: el tren de hierro había consumido todas mis energías.
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A Cansado no habría ido nunca si no fuera por la lectura de un libro de viajes: Un polizón en el tren del desierto, de Felipe I. Imedio. El libro me pareció interesante y agradable de leer, aunque, si el autor hubiera mencionado en las primeras páginas que era taurino, probablemente no lo habría leído con la misma pasión. Por suerte, esa revelación llegó en las últimas páginas y, para ser sinceros, tampoco es un libro que haga apología de la tauromaquia; simplemente el autor señala su afición por este espectáculo tan denigrante.
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Faro de Cansado. |
Recorrí los primeros kilómetros a pie, dirección a Cansado, cruzando un polígono industrial a las afueras de Nouadibú. Al no encontrar nada interesante, detuve uno de esos vehículos agotados que todavía ronroneaba asombrosamente por las carreteras mauritanas (20 MRU).
Cansado era una tranquila y pequeña villa, junto a una accidentada orilla. No tenía gran cosa, pero llamaba la atención que era mucho más limpia que su vecina Nuadibú.
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Costa de Cansado. |
Aproveché, en uno de sus supermercados, para comprar una lata de sardinas y prepararme un bocadillo. Me senté en uno de los bancos de una solitaria rambla, apenas alterada, tan solo por la presencia de un subsahariano vaciando las papeleras. Era un fenómeno que no dejaba de sorprenderme en un país donde el ochenta por ciento de los restos producidos por el ser humano se integraban al paisaje urbano o extraurbano, sin distinción. Vi mil veces bajar las ventanillas de los transportes públicos para lanzar una lata, una botella, un envoltorio..., convirtiéndolo en lo más natural de la vida.
Pero, si tengo que ser sincero, esto me recordaba a mi lejana infancia, cuando ese gesto era muy común hasta que empezaron a concienciar sobre el grave problema que esto produce.
Luego intenté encontrar infructuosamente la pista que llevaba a la costa de las focas monje, a unos siete kilómetros de Cansado. No quería tomar un taxi, prefería llegar andando, pero los informantes me dieron datos contradictorios. Dejé Cansado a dos kilómetros de distancia y traté acercarme a la orilla de la accidentada costa, pero primero me lo prohibió un cartel y luego, al hacerme el despistado, un hombre desde la distancia, me recordó,con rostro serio, que no era bienvenido. Y yo, que no soy un Rambo, me di la vuelta y volví a Cansado.
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Algunas zonas de la costa están prohibidas a la ciudadanía. |
Finalmente, desistí de ir a ver las últimas focas monje al mediodía y subí a un coche que iba a Nouadibú. Le pregunté el precio y me dijo que lo que yo quisiera. Así fue, le di lo que quise: 50 MRU.
En una de las calles polvorientas de Nouadibú, bajo un humilde soportal, conocí a Amadou Yague, un exjugador de baloncesto de nacionalidad senegalesa que había jugado en las categorías inferiores de su selección y en equipos de segunda categoría en su país . Llevaba años trabajando como entrenador de equipos de baloncesto en Libia, Senegal y ahora Mauritania. Estuvimos charlando durante dos horas. Me despedí, pero sin no antes intercambiar números de teléfono, algo muy común entre viajeros y africanos cuando se entablaba un vínculo, aunque sea débil.
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Amadou, de nacionalidad senegalesa, fue jugador de baloncesto y actualmente era entrenador ( el del medio). |
Las últimas horas se fueron esfumando en la insípida Nouadibú, cuando dejé de ver al pobre buitre aquel día, por última vez. Ironías de la vida; me parecieron más buitres algunos hombres que aquel buitre solitario ,que me resultó más humano en aquel ocaso, que no sé si era de ese día o el de la humanidad, a la cual pertenezco y de la que nunca he conseguido quedar atrapado del todo. Antes de cerrar los ojos, en mi cama, una brisa lejana —más allá de los pueblos y especies elegidas — me susurró: "Todos estaréis en mi reino, todos..."
Y me quedé dormido.
👉Capítulo VIII: Dakhla👈
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