Un relato de Kiustendil

Todavía no había declinado el sol, todavía iluminaba  mi alma. Esta maravillosa luz, generadora de vida, seguía alumbrando al Viajero Pesimista y a mí, quienes somos la misma persona, en caso de que aún no lo sepáis. Sin embargo, no todo eran buenas noticias, ya que los años, por mucho que nos digan, nos cuidemos  y de mucha luz nos llegue, se acumulan de manera perniciosa en nuestros cuerpos.  Y debemos adaptarnos a tales circunstancias como hacen los camaleones a la superficie donde vayan reposando sus cuerpos. La edad sí que es un número; al menos, claro está, que uno sea de los pocos afortunados que pertenezca a la Liga de  los Supergenes de Marvel (entiéndase la ironía como las personas con excepcional genética) o que la ciencia obre el milagro en el futuro, al menos eso creen  o confían en conseguir sanar nuestros cuerpos algunos científicos de renombre, como Aubrey de Grey. Y aunque sea un número, lo que no es un número es nuestro espíritu que por una extraña razón que desconozco ansia que la llama continúe viva eternamente.

Y con esa luz presente y  el cuerpo no tan brioso me dirigía al aeropuerto de Barcelona, acompañado de mi amigo Mitov. Retornando dos años después a Bulgaria. la tierra de mi compañero de viaje. Esta vez dejaba la mochila en casa, no mucho tiempo, porque  meses después volvería a Oriente Medio, al Reino  Hachemita.

Volamos con la compañía Ryanair, esa aerolínea que ofrecía billetes baratos de partida pero que  a menudo se convertía en un quebradero de cabeza, con sus  peculiares normas y sanciones que afectaban al precio final del billete.  En una ocasión, en el aeropuerto internacional de Dublín, debido a que excedía dos kilos mi liviano equipaje tuve que pagar un suplemento de 40 euros. Por fortuna y por la experiencia acumulada, para nuestros bolsillos, el viaje se desarrollo sin sobresaltos ni sorpresas de última hora. 

Llegamos de madrugada  a la Terminal de Llegadas nueva del aeropuerto de Sofia. Pasamos rápidamente el control policial y salimos con nuestro equipaje de cabina  por la sala de recogida sin pararnos en los hipódromos de entrega de equipajes. No habíamos facturado nada.

¡Qué fácil resultaba viajar con un nativo! El viaje perdía el resplandor de la duda y la confusión. Nos encontrábamos frente a la compañía de alquiler de vehículos que reservé por internet en casa. Nos  entregaron el contrato para que lo firmáramos, y  a pesar que sabía leer el alfabeto cirílico, no comprendía nada. Unos años antes había estudiado un poco de ruso. Era como leer alemán . Firmé después de que Mitov me lo tradujera.

Nuestro vehículo se encontraba en el  estacionamiento subterráneo en la planta cuarta, un Peugeot 208 automático de color gris platino. El cual revisamos minuciosamente antes de partir. Realizando fotos de algunos arañazos. Habíamos contratado un seguro a todo riesgo con una franquicia de 400 euros.  Y dado que mi amigo estaba más cansado que yo,  lo conduje yo.




Alguna vez lo he dejado escrito, no en este blog, que será la primera vez. Para mi viajar en transporte público es una de las cosas más interesantes de explorar nuevos lugares, mezclarse con los locales, con  la gente que conforma la base más ancha de una pirámide social, y poder vivir la experiencia desde esa perspectiva. Solo hay una manera mucho mejor, que es caminar con una mochila al hombro, pero como ya dije en  mi primer párrafo, la edad no pasa en vano y tenía que conformarme con poder hacerlo en autobuses y trenes. Así que, viajar en un coche de alquiler no era mi opción favorita.

Menudo lío al arrancar y detener el vehículo, parecía un novato recién salido de la autoescuela. Mi pie izquierdo  buscaba instintivamente el embrague, pasando al freno, mientras que mi pie derecho, confundido, pisaba el acelerador  de nuevo,  pensado que era el freno debido a que el otro pedal estaba ocupado. Durante ni proceso de  adaptación, mi compañero de viaje se aprovechaba mi torpeza para hacer chanza de ello. ¡Ya te tocaría! a ti! ¡Ya me vengaría!

Teníamos cien kilómetros por delante hasta su ciudad,  Kiustendil. En esas horas de la noche, no había casi vehículos. Las carreteras estaban desérticas como si fueran pistas de tierra cruzando Mongolia; especialmente cuando dejamos la capital. Asimismo, al precio del  combustible, al mismo precio que el de mi país, pero  con sueldos muchísimo más bajos, también era una razón de peso para que hubiera menos movimiento de vehículos. Las carreteras principales estaban bastante bien conservadas. Y en las autopistas, excepto algunos tramos, el límite de velocidad estaba fijado en 140 km/h. Resultaba extraño pisar el acelerador  más allá de los 120 km/h y no sentirte como un transgresor. Otras de las cosas que me llamó la atención fue la escasez  de señalizaciones en las carreteras. En las de montaña, con cientos de curvas, rara vez advertía sobre la proximidad de una curva peligrosa.

Eso sí, aquellos que se aventuren a viajar en su propio automóvil  a Bulgaria deben tener en cuenta que es necesario adquirir una viñeta para poder circular. En España, los autoridades nos advierten que es solo cuestión de tiempo antes de que adoptemos esta práctica extendida en la Unión Europea. 

En los de alquiler suele ir incluido en el precio.

Entrabamos a Kiustendil de madrugada, el reloj marcaba la hora del diablo. 

Según sus ciudadanos actuales, en la década de los noventa, esta ciudad albergaba a ochenta mil habitantes, hoy en día, apenas quedan cerca de treinta y cinco mil.  Por lo tanto, uno puede imaginar al adentrarse por primera vez en la ciudad  lo que se va a encontrar, escasa de iluminación, mucho menor que en épocas en las que las calles se iluminaban con candiles alimentados por el combustible procedente de las ballenas. Así, por las mañanas, se revelaba ante mí una ciudad que latía como el corazón de un anciano moribundo. Su asfalto resquebrajado, sus adoquines mellados y partidos. los locales cerrados, los parques y jardines asilvestrados, las fachadas descorchadas y descoloridas; y su gente, discreta y apática, con poca luz en sus miradas, observaban el mundo con desilusión, añorando los años de gloria que alguna vez tuvo esta ciudad que hoy cuesta imaginar.

Sí, aunque parezca contradictorio, con la desmembración de Yugoslavia y el fin del comunismo, Kiustendil se benefició enormemente debido a su ubicación geográfica, cercana a la frontera serbia y macedonia. La ciudad experimentó un auge económico gracias a los traficantes locales que se dedicaban al contrabando. Surgieron decenas de discotecas donde los jóvenes, liberados de las cadenas del comunismo, ansiaban explorar el mundo de manera rápida, como Sid Vicious. El sexo, las drogas y las peleas callejeras era algo habitual. Kiustendil se convirtió en una ciudad vibrante y descontrolada, como un caballo desbocado. Sin embargo, la riqueza generada a expensas de las desgracias ajenas tenía sus días contados con la pacificación de la antigua Yugoslavia. De la misma manera que ascendió rápidamente, también cayó. Y las caídas suelen ser muy duras.




Mi amigo Mitov solía contarme sus aventuras amorosas y  triunfantes de juventud, noches de desenfreno y lujuria. Según él, casi todas las mujeres de su generación de Kiustendil habían compartido flujos íntimos con él. No sé si exageraba o no, ya que los hombres por nuestra naturaleza tendemos a sumar con mucha facilidad, pero sus historias siempre me divertían. A veces le decía en tono de broma que Kiustendil debería unirse a las ciudades legendarias de Sodoma y Gomorra. 

Aparcamos cerca del bloque de estilo soviético donde vivía su padre de ochenta años. Recorrimos en un silencio sepulcral  y gélido los  cien metros que nos separaban de nuestro destino final. Las fotos de las estelas de los fallecidos recientes colocadas en la vía pública le daban un toque más tétrico a sus calles semioscuras. 

Subimos las tres plantas que tenía el ruinoso edificio y accedimos en silencio a su habitación. Y rápidamente me quedé dormido. Soñando que yo era un gánster de Kiustendil. 





La ciudad no tiene muchos atractivos turísticos, aparte de unos restos romanos en la cima y poca cosa más. Sin embargo, cuenta con varios hoteles con balneario y, sinceramente, es un lugar excelente para viajeros románticos que buscan ciudades con una atmósfera única y decadente. Entonces, si eres uno de ellos, has llegado al lugar indicado. Ah, y se me olvidaba mencionar que hay pocos restaurantes, pero los que existen ofrecen unos platos de puta madre.



 
Aunque por los alrededores de  la ciudad, si se busca, se puede encontrar alguna joyita, como esta de la época otomana en Nevestino. 



octubre de 2022

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