XV Kastila en las islas de Poniente
Kabanata XV
Puerto Princesa, la última parada en Palawan
Sábado, 09 de noviembre de 2024
A las 07:45, nuestro kastila volvía a pisar el mismo suelo donde, dos días atrás, había dejado la primera huella de sus zapatillas en la localidad de Taytay: una vasta esplanada de tierra, escenario cotidiano del vaivén de autobuses y furgonetas que recogían y dejaban almas viajeras.
Una Van, con el motor ronroneando y casi completamente llena de turistas foráneos y nacionales, aguardaba ansiosa por sumar un pasajero más a su cargamento. Al verle, no dudaron en hacerle una oferta, por 500 pesos, lo llevarían a Puerto Princesa. Sin vacilar, aceptó el trato y tomó asiento sobre el arco de la rueda trasera, un rincón donde la comodidad no era la mejor, pero qué le importaba a nuestro viajero, predispuesto a soportar perpetuamente cualquier incomodidad por estar donde estaba aquella mañana o todas las mañanas que había estado en localidades desconocidas y solo pinceladas con su imaginación antes de estar allí.
Con el aire calentorro del mediodía como presentación, retorno sus pies a pisar la capital de Palawan. Aprovechó una terraza contigua a la estación de autobuses para tomar un café americano por 35 pesos, un placer sencillo que le supo a gloria.
Luego, con el ánimo de darse un capricho, reservó una habitación en el alojamiento Mariner´s Pension House con piscina a través de Booking 1530 pesos por un descanso merecido y el agua domesticada aguardándole en aquel rincón de la ciudad.
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Piscina del Mariner´s Pensión House |
Para ir al centro, después de consultar a varios conductores de tuk-tuk, decidió tomar , por primera vez, un jeepney. No se podía ir de Filipinas sin probar esa experiencia compartida en transporte público y que era genuinamente filipino. Además, confiaba saber dónde descender.
Los jeepneys son usufructo por derecho nacional, herencia de los norteamericanos, auténticas reliquias motorizadas coloreadas por "artistas de las acuarelas", murales que parecen sustraídos de una galería de arte contemporánea. Sus largos compartimentos están flanqueados por dos bancos paralelos al chasis, donde la gente se va y viene constantemente.
Los jeeps norteamericanos se han estirado milagrosamente como acordeones para transformarse en jeepneys. Una función pública mucho más encomiable que en el pasado.
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El interior del Jeepney que utilizó nuestro kastila para ir de la estaciín de San José al centro de Puerto Princesa, por 15 céntimos de peso filipino. |
Bajó del jeepney en una rotonda de una de las arterias principales de la ciudad ( avenida Rizal) y caminó el escaso kilómetro hasta el alojamiento.
Le asignaron la habitación 104, ubicada en el contorno de la piscina. El edificio de dos plantas tenía la forma de L. Aprovechó aquella jornada para relajarse en la habitación acondicionada y zambullirse en sus tranquilas aguas de la piscina para burlarse de la solana tropical.
Paseo marítimo de Baywalk Park. |
Salió del alojamiento y se acercó a dar una vuelta por el desolado paseo marítimo de Baywalk, poco animado en aquellas primeras horas de la tarde, contrariamente a lo que ocurría al anochecer que, aprovechando unas temperaturas más agradables, usaban los ciudadanos para relajarse, charlar o comer en puestos callejeros y, los más afortunados, en los restaurantes.
Acceso a Baywalk |
Se sentó en una de las terrazas a comer un sabrosísimo atún a la plancha y una refrescante cerveza Red Horse, refrescado por un ventilador de techo.
Más tarde, volvió al pequeño centro de Puerto Princesa y visitó el interior de la Catedral de la Inmaculada Concepción de Maria, de estilo neoclásico construida por los españoles en el siglo XIX.
Dos perros saludándose en la fachada de la Catedral de Puerto Princesa. |
Por aquel entonces, se había transformado en un solar pendejo, polvoriento y en obras, salpicados de carteles narrativos que explicaban los trágicos sucesos ocurridos. En 1944, durante la ocupación japonesas durante la Segunda Guerra Mundial, este recinto fue una prisión. Allí, los japoneses perpetraron un acto de brutalidad inconcebible en tiempos de paz, prendieron fuego a unos 150 soldados estadounidenses y filipinos, prisioneros de guerra, condenándolos a ver el infierno en sus últimos estertores de su existencia.
El acceso ,de fachada de fortaleza de playmobil, era lo único verdaderamente significante para pararse a ver sin bostezar. La visita era gratuita.
Fachada de Plaza Cuartel. Lo único destacable de este bastión norteamericano y filipino, reconvertido en la Segunda Guerra Mundial en una prisión por la ocupación japonesa. |
Los jóvenes filipinos, aficionados a la pelota y al aro con su telita que emulaba un embudo, no dejaban escapar la oportunidad para jugar al baloncesto. En cada localidad, por muy diminuta que fuera, había una pista con dos tableros y sus correspondientes "embudos".
Sin embargo, lo que más fascinaba a nuestro escrutador viajero no eran los apasionados jugadores, sino los speakers. Aquellos grandes narradores, con voces potentes y un fervor que parecía de fuego, transformaba cada encuentro en un espectáculo grandioso, el matiz de estar o no estar lo cambiaba todo.
El mundo sin grandes contadores puede ser más cabal, sí, pero también más silencioso, muchísimo más, aunque lo que se cuente sea la mentira más grande contada y el puñal más mortífero con el filo más purpureo de la historia de la humanidad.
Filipinos jugando al deporte rey de su nación. |
Como costumbre vagaba las últimas horas de la noche por las ajetreadas calles, repletas de gente y vehículos, inasumible imagen paradisiaca de Palawan cuando se piensa en ella, ya lejos de esta alargada isla. Se introdujo por las estrechos recovecos del mercado que a esa hora ya comenzaban a recoger las paradas. Llamándole la atención huevos de color rosado, que ignoraba que existieran.
Pulsa aquí (El mundo con ella) para saber más de la elaboración de estos huevos:
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Huevos rosados en el mercado central de Puerto Princesa. |
"Someone's waiting for me… Perfect tonight…".
El tiempo siguió su curso, lento y pausado, hasta que la hora llegó. En el pequeño aeropuerto de Puerto Princesa, la escena era un mosaico de rostros y vidas. Jóvenes parejas hilaban su propia canción de amor, perfecta e ilusoria, mientras los adultos desentrañaban las mentiras sutiles de los finales felices. Por otro lado, viejos lobos solitarios, con la mirada ávida y los pasos seguros, aprovechaban su oportunidad de acariciar cuerpos de piel tersa y brillante, convertidas para ellos en sus "Perlas Orientales", demasiado jóvenes para acariciar cuerpos apergaminados y penes lánguidos que tal vez volvieran a revivir una vez más con la ayuda de la ciencia.
En esas tierras o en estas, donde las oportunidades se muestran pusilánimes para muchos y generosas para pocos, el poder desplegaba su alargada sombra. Siempre había más puertas abiertas para quienes podían imponerse con embelecos y dinero. Era un juego desigual, pero uno que se repetía, como un estribillo que nunca pierde su cadencia, como si continuáramos en las lejanas sabanas, de acacias y animales olvidados, de momentos que solo quedan las trazas en los abismos de nuestra conciencia.
¡Adiós, adiós, Palawan!
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