3º Bajo las ordenes de los hospitalarios

 La ciudad de Jean Parisot


Había dejado para el último día  la visita de la pequeña ciudad, durante los dos días anteriores no había ni tan siquiera puesto los pies donde un día debió haber un paso elevadizo para salvar el foso y dar acceso al amurallado recinto urbanístico. Solo estuve alrededor de la fuente de Tritón, que, a lo largo de los cuatro días de mi estancia en la isla, permaneció seca y apagada.. Quería que el desarraigo visual de sus calles, sus edificios y sus secretos me sorprendiera completamente, que mi visita fuera virginal y tener unas sensaciones sorpresivas, como las que se sienten al hacer algo por primera vez, cuando tan solo lo conoces por los relatos.



Fuente de Tritón en el barrio de Floriana, junto a la puerta principal de acceso a La Valeta y la estación de autobuses de la isla.


Al acceder a la ciudad creada por la Orden de San Juan de Jerusalén, construida sobre el promontorio de Sciberras, uno se daba cuenta de que no estaba entrando en una ciudad cualquiera. Rezumaba belleza y grandiosidad, a pesar de sus reducidas dimensiones. Además, las nubes se habían engalanado con las mejores formas geométricas y se habían alineado de manera misteriosamente perfecta. El alma de la ciudad de los hospitalarios parecía querer mostrar su mejor cara al visitante, dando una buena impresión.



Antiguo puente que perteneció a la vía férrea de La Valeta a Rabat.


Entré por la Puerta de la Ciudad, no sin antes mirar el foso y sus muros, reparando en un pequeño puente que lo superaba en un nivel inferior, conectado con dos túneles en sus extremos, los cuales se encontraban sellados. Descubrí, gracias al historiador Brian Blouet, autor "The story of Malta", que desde finales del siglo XIX hasta 1931 había estado funcionado una línea de tren desde La Valeta a Rabat. La estación de tren de la capital, 
ubicada en el interior de sus muros, fue destruida en la Segunda Guerra Mundial, , pero esta línea de tren, mucho antes, con la introducción del autobús en 1920 en la isla, acabó siendo inviable económicamente. Aquel puente era testimonio silente en La Valeta de que casi un siglo antes había formado parte de la única red ferroviaria del país.

No hacía mucho calor a primera hora de la mañana. La rambla peatonal a la que accedí estaba repleta de tiendas de suvenires y restaurantes. Una miríada de turistas paseaba, compraba, tomaba fotos o  contemplaba la bonita ciudad, trastocando inevitablemente la realidad cotidiana de los malteses. La convertían en ese globalizado mundo donde las distancias culturales se acortaban y las similitudes se volvían  burdamente iguales, para la comodidad del extranjero efímero a cambio de dejar su " diezmo" a la población  local. Pronto dejé de pensar en las alteraciones  que aportábamos los visitantes a un lugar y me centré en los dos  edificios que más me llamaron la atención, los cuales seguían siendo imperturbablemente los mismos desde la Segunda Guerra Mundial , eso sí,  mejor mantenidos.

El primero, un edificio  con algunas columnas descomunales que sobrevivieron a los bombardeos aéreos de 1942, perteneciente a la contienda más mortífera de todas las que han transcurrido a lo largo de la historia de la humanidad hasta ahora: La Ópera. Construido por los británicos en 1860. Al verlo por primera vez, por un momento, creí estar ante unas ruinas romanas. 

Y el otro, Palazzio Ferreira, con una imponente estructura de líneas rectas y balcones de madera pintados de color verde, brillaba bajo la luz de la mañana.



A mano derecha La Ópera. Actualmente se ha construido un nuevo auditorio sin modificar los restos de su armazón, tras el bombardeo aéreo de 1942.

Y luego me dirigí al mayor tesoro de La Valeta , escondido a la vista de los viandantes, que, si no fuera por la época de la información que vivimos, podría pasar desapercibida ante su austera fachada de estilo románico. Hablo de la Concatedral, un edificio barroco, pero de verdad; su interior era una profusa creación de arte que inundaba cada rincón y no dejaba espacio al tedio. Incluso el suelo, tal como ocurría en la catedral de Mdina, estaba ocupada por lapidas de mármol, con historias caballerescas y escenas alegóricas del inicio de la otra vida., de su transición celestial.



Interior de la Concatedral de La Valeta.


Lo que más  llamó  mi atención, a pesar de haber sido la isla entregada por Carlos I ,Rey de España y V de Alemania, a los hospitalarios, fue lo alejada que estaba la Capilla de Castilla en favor de otras, como la Aragonesa Catalana, mucho más cerca del altar. La importancia de los ocho reinos y sus respectivas capillas se daba por la cercanía donde los representantes de Dios daban la liturgia. Los caballeros  de la Orden pertenecían a uno de los ochos reinos.



Capilla de Castilla en la Concatedral de La Valeta.

Resultaba extraño ese poco agradecimiento no devuelto por la orden a Castilla, que les dio una nueva tierra donde hospedarse después de haber sido expulsados de Roda por los otomanos. Y es que, al observar que las capillas de los antiguos reinos de la península se construyeron de forma independiente; se les daba, paradójicamente, más notoriedad  a la Corona de Aragón y otras que a la que le debía su pervivencia.

Adyacente a la nave principal se accedía a una sala iluminada tenuemente, con un enorme cuadro en el fondo. Era el más famoso de Caravaggio. Sin lugar a dudas, si no fue el mejor, debió ser de los más importantes de su carrera artística. Reflejaba  una escalofriante escena  superrealista en tonos oscuros y una tenue luz que daba claridad a los personajes que formaban parte de la trágica escena, que no era otra que la Degollación de San Juan el Bautista. Un cuadro que no me dejaba indiferente , a pesar de ser más que un simple profano en la materia. No pude dejar de mirarlo sin consternarme, sin sentir la propia aflicción que irradiaba la pintura hacia el exterior.




El famoso cuadro de la Degollación de San Juan el Bautista.




Daban ganas  de agarrar una máquina del tiempo y convertirme  en un casto soldado de Dios estando en la impresionante Concatedral. Unos soldados, por cierto, que debieron  tener una fortaleza descomunal, que debían mover con cierta facilidad esas pesadas espadas que yo ni tan siquiera podría arrastrar sin esforzarme, y un temple imperturbable para enfrentarse a situaciones donde la parca y el dolor estaban muy presentes. 

Seguí mi ruta turística, después de abandonar la "casa-madre"de los hospitalarios, por el centro de la pequeña capital, descubriendo muchos nombres familiares, como House of Catalonia o la Plaza de Castilla. Malta tenía una conexión muy importante con la península ibérica. Algunos estudiosos catalanes, como Jordi Bilbeny, defendía un profundo vínculo histórico con la cultura catalana que, a día de hoy, se podía todavía observar en algunas palabras maltesas, toponimia, arquitectura, gastronomía... 

Según él, por poner un ejemplo, una de las salsas más conocidas del país, con una pronunciación y escritura muy semblante (ajjoli)  y elaborada de una manera idéntica, tiene sus raíces en la salsa catalana denominada "allioli". De hecho, el castellano también toma prestado este vocablo catalán para referirse a esta salsa: alioli. Esta parece bastante irrefutable.

Cruce varias calles, entre ellas la famosa y estrecha Strait St.,construida por la Orden y el único lugar donde estaba permitido los duelos bajo su dominio. Durante la  época colonial británica se convirtió en un lugar  sórdido, lleno de marineros borrachos  con ganas de saciar sus apetitos sexuales con las prostitutas que frecuentaban el lugar. Los olores putrefactos de la mezcla de vómitos, orines y aromas de un sexo escatológico debían haber sido  insoportables.

Cuando pasé por allí, no quedaban rastro de fluidos íntimos de épocas pretéritas, y el aspecto definitivamente era más saludable y amigable. Desde otra vía paralela, pude observar calle abajo la icónica imagen que domina La Valeta en todas las fotografías de la ciudad: La cúpula ovalada de 42 metros perteneciente a la Basilica de Nuestra Señora del Monte Carmelo, que sobresale majestuosamente como si quisiera despegar en busca de cielos marcianos.



La famosa cúpula de la Basílica de La Valeta.

 

Hice lo que miles de personas antes hicieron: tomé una foto desde la empinada calle donde destacaba al fondo la cúpula ovalada. Entonces, reparé en que aquella imponente estructura cónica no pertenecía a la famosa Concatedral. Había dado por hecho, al observar las imágenes áreas de la península de Sciberras que ese destacado edificio formaba parte de la catedral de la Orden de Malta.



 En la parte baja de La Valeta.


Bajé a la parte baja a la ciudad de Jean Parisot La Valette, ya menos turística, y paseé por sus interesantes calles peatonales y embaldosadas, flanqueadas por hermosos enrejados en las ventanas de la primera planta de las fachadas. Los turistas acabaron desapareciendo, reemplazados por el hipnotizador susurro del mar, hasta que llegué al rompeolas del extremo oriental de los muros de la fortaleza de San Telmo.

Recorrí el rocoso  litoral del promontorio, que entre sus grietas retenía el salitre robado al mar en días de fuerte oleaje, rodeando las murallas bajas. Un hombre pescaba con su pequeño hijo en la escollera. El niño me miró sonriente y con ojos soñadores, orgulloso de pasar un preciado tiempo con su padre que en el futuro recordaría como un instante mágico, incluso con nostalgia cuando él ya no estuviera en este mundo. Proseguí circunvalando los muros de la fortaleza, refrescándome con las gotas que desprendían las olas al golpear la sólida costa, el mar andaba inquieto, revoltoso como un joven perro que esta por primera vez en el bosque. El aroma del agua salada  envolvía mis sentidos, llevándolos a un estado de paz indescriptible. Me sentía feliz recorriéndolo, alejado de todo circuito turístico. Solo me crucé con dos turistas al recorrer el contorno de los muros.

Observé una antigua poterna sellada donde el muro hacía noventa grados, con los restos de anclajes en la pared que a una antigua escalera que debió facilitar el acceso en otro tiempo. Las historias que contaría esos muros si pudieran hablar. 



Poterna sellada en  los muros costeros de San Telmo.
 

Al final, subí en dirección a los Jardines inferiores de Barrakka y me senté en uno de los bancos de media luna a mirar al Gran Puerto. Estuve un buen rato allí, disfrutando de una brisa agradable.

Luego, me dirigí a investigar el barrio de Floriana, un área de grandes espacios. Lo primero en que reparé fue en la Pjazza San Publiju que, la primera vez que la vi, desde el interior del autobús procedente del aeropuerto, creí estar delante de los restos arqueológicos de un templo dórico. Las tapas de los graneros, que me recordaron a la base de masivas columnas griegas, me jugaron una mala pasada, aunque me extrañó, ya que no había leído nada al respecto. Aquella zona de la isla era donde había más acumulación de graneros subterráneos, en concreto 76. La mayoría del grano era exportado de Sicilia y necesitaban sitios de acopio.



Fachada de la iglesia de  San Publio y la plaza del mismo nombre  con las llamativas tapas de piedra de los graneros subterráneos.


En uno de los extremos de la plaza, el más alejado de La Valeta, se situaba la iglesia de San Publio. La primera piedra se colocó para su construcción en el año 1733. Lo que más me llamó la atención fueron los balcones de las torres de los campanarios, no recordaba haber visto algo así en un edificio eclesiástico y desconocía qué función pragmática podrían haber tenido, si es que la tenía. No se podía acceder a su interior, estaba cerrada.

Tomé un autobús en dirección a Vittoriosa (Birgu), la primera residencia de los caballeros de la Orden, quienes cambiaron el nombre de la población tras obtener la victoria contra los otomanos en la crucial batalla de 1565.

Recorrí la hermosa población de bonitos y barrocos edificios hasta llegar al puerto. Desde allí, seguí un pequeño paseo marítimo junto a embarcaciones de recreo que me llevo al Fuerte de San Ángel, situado en el cabo de esa península menor. Ascendí por una rampa para acceder a su interior y pagué la entrada.




Gran Puerto


El momento más épico que probablemente vivió este lugar fue con el asedio otomano, convirtiéndose en el cuartel general del gran maestre La Vallete. Un lugar perfecto para dominar visualmente el espacio. 

Viendo todo tan tranquilo, resultaba complicado imaginar el lacerante espectáculo en lo que, unos cuantos siglos atrás, se convirtió aquella ensenada y sus riberas. Los estruendosos sonidos de la pólvora debieron ser la perfecta orquesta infernal para la nutrida y  dantesca aportación de almas que iban accediendo al purgatorio. Aunque algunas serían recordadas heroicamente en los anales de la historia, la mayoría rápidamente se diluyeron muchísimo antes de que la historia humana se transformara en una mota de polvo en el Universo . Injusta por naturaleza y manipuladora por supervivencia.

Y es que mientras miraba ese pedacito del Mediterráneo, tranquilo y pacífico, recordé que, en otra parte del mismo mar, en ese mismo momento, otros recogían el testigo doliente de la guerra. Pero aún más, el Mediterráneo, mi Mediterráneo, a lo largo de mi existencia había sido testigo de numerosas guerras devastadoras: Siria, Libia, Palestina, siempre Palestina, asesinada cíclicamente por los que, paradójicamente, una vez sufrieron el mayor holocausto de la humanidad. El Mediterráneo seguía siendo incapaz de unir sus orillas pacíficamente. Todavía soñaba con poder recorrer algún día todo su contorno, con todos sus pueblos en paz, desde Tánger a Cádiz, desde donde la mitología griega situaba las dos columnas de Hércules, una en África y la otra en Europa.

Unas guerras que me resultaban mucho más atroces y cínicas que las que hubo en épocas más oscuras, aunque no hubiera galeras, empalamientos públicos ni la Santa Inquisición. Las fuerzas actualmente  estaban totalmente desequilibradas. Unos destruían ciudades, otros ponían a los muertos. Guerras más diabólicas, no más sanguinarias, respaldado por la cobardía de los que tienen el poder de los relatos y la moral en sus manos.

A continuación, visité la tranquila y poco turística Senglea. Una pasarela entre las dos penínsulas menores facilitaba su acceso. En uno de los bares locales me tomé una cerveza. Había varios  hombres que llevaban puesta una camiseta deportiva con barras verticales de idéntico colores que recordaban la enseña catalana. Era la camiseta del equipo de futbol Senglea Athletic F.C.

Según el autor del libro "Redescobrint la Malta catalana", Jordi Bilbeny:


" Les traces catalanes, com era d´esperar, s´inoculen també en l´àmbit de les banderes i escuts, tant de Malta com a país, antigamente amb barres vermelles i blanques, com de diverses altres viles, amb creus de San Jordi o barres vermelles i grogues, com Senglea".


Seguí mi paseo por la tranquila Senglea cuando observé a un hombre salir de su casa llevando algo entre sus brazos, envuelto en una toalla. Una mujer, con una mirada apagada, lo observaba mientras él colocaba con sumo cuidado lo que transportaba en un maletero, cubierto de plásticos . La propietaria del coche le dio unas pequeñas indicaciones. Todo parecía indicar que llevaba una mascota fallecida al coche de la veterinaria, quien no pudo hacer nada por el animal.

Me recordó escenas muy familiares, dolorosas para mi espíritu. Era increíble el vínculo que podíamos crear con otras especies, pero siempre me asaltaban las mismas dudas, las mismas preguntas. ¿Los amaba porque eran sumisos? ¿Si hubieran sido independientes, los amaría igual? ¿El amor, ese mal entendido amor, no era egoísta? Había una frase que rondaba mucho por mi cabeza cuando reflexionaba sobre este tema: " el mejor amigo del perro es el hombre", pero, sinceramente, ¿ por qué lo era? ¿Acaso no sería porque son dependientes de nosotros, como un niño? Era una contradicción más con la que debía lidiar al amar a los perros; pero en cierta manera me consolaba pensar que intentaba tratarlos de la manera más digna posible. Sin embargo, no sería las mismas reflexiones que harían los patricios más empáticos con sus esclavos.

Desde luego, si  existía otra vida después de esta, espero que, si me reencuentro con ellos, nuestra relación sea de igual a igual. Eso sería un cielo ideal. Sí, definitivamente lo creo.

Hui de esa atmosfera extraña y nostálgica que me envolvía en la pequeña población de Senglea, recorriendo el "adarve" de un muro colindante a los astilleros de Malta. En la esclusa más grande había un crucero, probablemente, para realizarle un mantenimiento rutinario. El puerto era un lugar triste sin el ajetreo de los trabajadores.

Llegué a la sencilla y robusta capilla de Saint John of Almonier, tras  recorrer una empinada  y curvada calle que dejaba atrás la mar. Databa su construcción del año 1682. La capilla se erguía solitaria y huérfana en un paisaje de bloques residenciales de clase trabajadora, junto a unos jóvenes cipreses. Las últimas luces del atardecer envolvían los colores dorados que desprendían sus piedras en una atmósfera caballaresca. Por un momento, cuando la avenida se quedó por unos segundos sin circulación, imaginé a varios hospitalarios a horcajadas sobres sus caballos y la cruz de su orden en su pecho, destacando como seres inmortales ante los humildes malteses que residían cerca de allí, elegidos por Dios.



Saint John of Almonier



Al cruzar la calle, me detuve un momento para admirarla de nuevo, contemplando su sencilla belleza por última vez.  Justo al lado,  había una parada de autobús. En diez minutos tomé el autobús dirección a La Valeta. Antes de dirigirme a mi alojamiento, decidí disfrutar de una copiosa cena en un restaurante local, donde me deleité con platos malteses y una refrescante cerveza local.

La isla de color miel, con sus edificios antiguos y calles empedradas, me dejó un recuerdo imborrable. Durante los pocos días que estuve allí, pude empaparme de la rica historia y cultura de Malta. Recorrer las estrechas calles de Mdina, la antigua capital, y perderme en el bullicio y la energética La Valeta fue una experiencia que mereció cada instante. La magia y la belleza de Malta quedaran grabadas en mi memoria, como un tesoro que llevaré siempre conmigo.


EL FIN DE UN VIAJE



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