2º Viaje al epicentro de la isla de Malta

                 Segundo día en las ciudades mieladas 


Tardé casi una hora en ver Mdina aquella mañana de lucero ardiente desde que salí de la pensión, coronada sobre la principesca colina que, en ausencia de más altas prominencias, era la reina de la isla. En esos momentos de ardientes tierras, el autobús 202 recorría una carretera que atravesaba campos conreados. Primero nos desviamos para ascender por el lado más occidental de la fortaleza, y como ninguno de los turistas que iban en el interior del autobús bajó, yo tampoco lo hice. La mayoría de los pasajeros eran turistas que presumiblemente iban hacer lo mismo que yo. Así que me dejé llevar, relajándome y mirando el paisaje, despreocupándome de dónde debía bajar.

El autobús paraba justo entre las dos ciudades históricas, Mdina  y Rabat.

Antes de acceder a la ciudad amurallada, siguiendo el consejo del capítulo dedicado a Mdinay a pesar de haber almorzado en mi alojamiento, me comí  un pastazzi (tarta de hojaldre rellena de ricota) y un café en la más famosa pastelería de Malta, según la guía de Lonely Planet: Is-Serkin. Me llevó un rato saborearlos, ya que tanto el café  como la pasta de hojaldre estaban ardiendo. Cuando se enfriaron un poco, no sin antes haberme quemado el paladar por no haber tenido la suficiente paciencia, tuve que dar la razón al autor de la recomendación de este pequeño local.

Antes de entrar al interior de la ciudad amurallada, di un paseo por el lecho de lo  que un día fue un foso y ahora era una zona  ajardinada con una amplia y larga  alfombra natural  verde que debería costar miles de litros de agua para mantener tan brioso césped, en una tierra escasa de agua dulce, donde el sol  era más africano que europeo.

Unos jardineros en la parte oeste realizaban trabajos de mantenimiento, con sombreros de paja de ala ancha cuando pasé al lado de ellos, mientras yo aguantaba estoicamente sin protección, solo con mis gafas de sol.  Giré a la derecha, siguiendo el contorno de los muros  y me apoyé en el parapeto exterior del foso para contemplar la espectaculares panorámicas de la isla de Malta. Distinguía claramente la gran cúpula de la iglesia de Mosta y La Valeta, además de otros lugares que, por falta de familiarización, no pude identificar. No me sorprendió que los primeros pobladores escogieran este lugar como capital hacía más de veintiochos siglos, hasta que la Orden de San Juan, tras el asedio otomano, decidiera crear La Valeta, que acabó robándole todo el protagonismo. Desde esta ciudad podías controlar toda la isla. Era impresionante. 



Puerta de la ciudad. El acceso principal de Mdina.


Si un viajero hubiera visitado varios países árabes antes de venir aquí, no necesitaría que ningún libro o guía le dijera que los musulmanes conquistaron y vivieron en esta isla y dejaron una huella significativa en su historia. Los nombres de estas dos ciudades eran suficientemente reveladores..

Cuando me decidí a acceder al interior de la fortaleza, varios grupos de turistas ya accedían a ella, guiados por malteses conocedores de la historia y las anécdotas de la ciudad. Otros preferían realizar un viaje al pasado y alquilar una calesa para recorrer las calles, que  habían quedado congeladas desde el siglo XIX. Sin embargo, me parecía incomprensible en el siglo XXI, cuando la movilidad no está limitada exclusivamente a la tracción animal, que algunas personas sintiesen esa indiferencia por unos seres vivos  con los cuales compartimos muchísimas más cosas de las que nos separan. 

No me sorprendió, además, saber que los directores de  la célebre serie de Juego de Trono y la última película de Napoleón eligieran Mdina para grabar algunas escenas



Otra perspectiva de la Puerta de la Ciudad.


Ciertamente, era como retroceder en el tiempo, ir a tiempos más lejanos. La ciudad era increíblemente bella y exhalaba un aroma añejo. Entre la multitud de turistas, me fui sintiendo. poco a poco. cada vez más lejos y ausente , abstraído en lo que veía, mientras me recreaba con los detalles de la arquitectura y sus callejuelas.



Fachada de la Catedral de Mdina.




Lápidas de mármol con iconografías. 


Llegué a la pequeña plaza San Pawl, presidida por la  Catedral, un edificio sobrio con muchos detalles artísticos en su interior. Compré el billete de entrada en el museo, accediendo con el mismo a ambos lugares. El museo estaba ubicado en un palacete con un bonito patio interior. La catedral tenía un bonito interior con el suelo repleto de lapidas de mármol con iconografías de los difuntos.

Salvando las diferencias, me recordaba a Carcasona, repletas de locales destinados a los turistas.

Estuve recorriendo pausadamente durante más de tres horas sus callejuelas y  sus calles principales de color miel . 

Finalmente,  abandoné la hermosa ciudad amurallada y comí un bocadillo de atún en un pequeño bar  localizado en una de las arterias principales de Rabat..

Esa tarde, el cielo azul fue poseído por una amorfa formación oscura que amenazaba con descargar litros de agua sobre Rabat. A lo lejos, luces zigzagueantes bajaban terroríficamente hacia la isla., como si fueran los pregoneros de la venida del anticristo, las malas noticias tenían a sus voceros comunicándose con ferocidad.

Aproveché  para pasear por Rabat y accedí a las Catacumbas  de San Pablo y Santa Ágata, después de pagar el acceso en las taquillas. Fueron seis euros, pero me parecieron los seis euros peor invertidos de mi vida. Y aunque la guía de Lonely Planet lo definía como una aventura su exploración, me resultó a la segunda sala subterránea que visitaba una especie de martirio auto infligido, una experiencia soporífera que compartí parecer con un inglés que pensó lo mismo. Además, se cumplió la amenaza infernal, un pequeño chaparrón, menor de lo que predecía los oscuros nubarrones, deslució todavía más la visita. No nos llevó el diablo al infierno, pero si que algún discípulo suyo se divirtió a costa de nosotros, viendo las caras agrías de hastío.

Harto de criptas  con pasillos estrechos , techos bajos y sepulturas vacías, me alejé del "averno" de Rabat, buscando cambiar radicalmente de escenario.

Tomé de nuevo la línea 202 y bajé en la cercana población de Dingli para ver los acantilados. Di un largo paseo por una carretera comarcal con una acera que iba paralela a los acantilados hasta la pequeña Capilla  de Santa María Magdalena. 



Acantilados de Dingli.


La perspectiva de ver el azulado mar era impresionante, pero de las paredes verticales que caían directamente al mar eran casi imposibles de ver. Solo un tramo conseguí ver, gracias a una pequeña ensenada de la orografía. La parte más espectacular estaba alejada de allí y había que recorrer a pie unos cuantos kilómetros. Al ser ya tarde, descarté esa opción y me conformé con sentarme en uno de los bancos diseminados en el recorrido y dispuestos para contemplar el mar, mientras me tomaba un helado comprado en una tienda móvil junto a la pequeña capilla.



Capilla de Santa Magdalena en Dingli.



Luego, me acerqué a ver el tranquilo pueblo de Dingli y aproveché para tomar un refresco en un  colmado, como no había mucho que hacer, no tardé mucho en tomar un autobús a La Valeta, para
seguidamente subir a otro que me llevó a San Julián. Pasee por su estrecho y concurrido paseo, disfrutando de las agradables temperaturas del atardecer. Entré en uno de esos pub irlandeses que están diseminados por todos los rincones del mundo que hay una acumulación de turistas y me tomé una jarra de cerveza bien fría. Y, finalmente, cené en un pakistaní.

Aprovechando la buena temperatura, decidí ir andando hasta mi alojamiento, visitando la calle de los modernos locales que no tardarían en llenarse de gente joven con ganas de pasárselo bien.  Algunos ya estaban rondando las calles colindantes,  acicalados y con la belleza propia de la juventud, cuando la piel tiene un brillo, tersidad  y grosor  que nunca más  se tendrá  pasado los años.

Bajé a la calita Sta George Bay  con grupos  de personas en la arena charlando y tomando algo. Una playa muy cercana a mi alojamiento que podía servir para tomar el sol y darse un chapuzón refrescante.

Después, ascendí  por una empinada  carretera hacia Pembroke. Unas jovencitas españolas comunicativas y risueñas caminaban delante de mí cuando ya estábamos en las solitarias y oscuras calles de la zona residencial. Parecieron sobresaltarse al notar mi presencia y decidieron acceder a una bocacalle terrosa para dejarme pasar. Me hicieron sentir un poco como Jack El Destripador buscando a su nueva víctima. Finalmente, llegué a mi habitación, después de que el grandullón de la casa, tendido en el sofá, me diera las  "Buenas noches".  Y cuando caí rendido en la cama, boca arriba,  una vaga idea somnolienta oscureció mi cansado cerebro, viendo la imagen de un cadáver en el interior del armario, descomponiéndose poco a poco. Y miré una vez más al interior del apestoso armario, y vi el rostro de una de las jovencitas que se habían asustado de mí. Y la noche, menos mal, mató los recuerdos de las pesadillas kafkianas que viví intensamente en aquella cama. Historias enrevesadas sin principio ni fin.

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