Mochilero en Tirana (XVII)

Capítulo XVIII: Crónicas de un viaje a los Balcanes (Albania)

Tirana, 15 de octubre de 2023

Creo firmemente que Tirana debería ser el faro que iluminara a las sociedades musulmanas del siglo XXI. Orgullosa de sus raíces, pero no encadenada  y amordazada a ellas. 

La poderosa influencia de la religión  no logró resurgir después de la caída del comunismo en esta pequeña nación al  enfrentarse a una nueva realidad, liberada de cadenas y prejuicios, y seducida por los modelos de las sociedades europeas. En este país no hay petróleo ni otros recursos codiciados por las grandes potencias que subyuguen a sociedades, como suceden en países como en Irán, Arabia Saudí, Nigeria o Angola. En Albania, el activo más valioso es el ser humano. La riqueza se fundamenta en ellos, y solo un pueblo libre e instruido puede enriquecer un estado en esta coyuntura.

Esta transformación laica posiblemente se haya visto fortalecida, paradójicamente, a las décadas de influencia del periodo comunista en las creencias albanas. Aunque es verdad que el Estado se inmiscuyó arbitrariamente en las creencias individuales, fue determinante para entender la Albania actual. Este país ya no se asemeja  al de los años noventa, ha logrado dejar atrás los bunkers y el miedo constante. Ya no es necesario cambiar de acera para no levantar sospechas, ni para los musulmanes es obligatorio no dejarse crecer la barba islámica, ni para los católicos reprimirse a santiguarse al pasar por un antiguo edificio cristiano. Y, sin embargo, tampoco ha sucumbido al extremismo religioso.

La religión es una elección, no una obligación. Así, el mundo es mucho mejor.

Y es que al pasear, no veía muchas diferencias entre sus ciudadanos con ciudades europeas de corte cristiano. Solo algunas mezquitas, no demasiadas, daban un cierto aire exótico a una Europa diferente, pero que seguía siendo Europa.

El Museo Nacional  de Arqueología era un buen lugar para iniciar el día. Después de desayunar un burek acompañado de un macciato por 170 Leks en una de las múltiples panaderías que se podían encontrar en el centro de la ciudad, me dirigí hacía un edificio robusto y espacioso, al más puro estilo soviético, situado en la plaza de Skanderberg ; presidida la fachada por un enorme mural que representaban ciudadanos belicosos de la época de exaltación proletaria. Fui de los primeros en entrar a las diez de la mañana. Eché de menos más paneles informativos para que la visita no fuera tediosa, que no se convirtiera en un mirar sin ver. El precio  de la entrada fue 500 Leks.




Cuando salí del museo fui a ubicar la parada de autobuses que iban al Aeropuerto Internacional de Madre Teresa para asegurarme de dónde tomarlo al día siguiente, el último día de este viaje, siguiendo las indicaciones de Lonely Planet, aprovechando que se ubicaba cerca. Sin embargo, allí no había ninguna señalización, ni pintada en el suelo ni un cartel, ni tan siquiera probables pasajeros esperando. Después de preguntar a varios viandantes, me acerqué a la parada de autobús y pregunté a un conductor de línea, quien me hizo un ademán con el brazo para que subiera al autobús. Me dejó en  perpendicular a la dirección de la avenida que circulábamos de la parada, en el otro extremo. Y, por supuesto, sin cobrarme nada. Todo comunicados por gestos a falta de conocimientos lingüísticos de su lengua. Solo tuve que caminar recto hasta encontrarme con la parada en la calle  Rruga Ludovik Shilaku, junto a un sencillo y encantador parque. Había un cartel que indicaba el horario, saliendo uno cada hora. Aunque ahora se encontraba aquí, no sería extraño que si volvía  alguna vez a este país me lo encontrara en otra ubicación. El gobierno de turno parecía disfrutar a los cambios constantes.




En el mismo lugar, en el lado opuesto del asfalto, se hallaba la parada de autobús que tenía parada en el Búnker Art. El cobrador enseguida supo qué quería, no era el primero ni el segundo que utilizaba el transporte público para llegar a la madre de los búnkeres albaneses. (0,40 Leks).

El cobrador, a pesar de no entendernos, me indicó la parada de autobús que tenía que bajarme. 

El acceso al Bunker Art costaba 700 Leks.  .




A lo largo de la Guerra fría, se llegaron a construir más de ciento cincuenta mil búnkeres esparcidos por todos los rincones del país; pero, sin lugar a dudas, la representación más digna y suntuosa de todos ellos se ubicaba a las afueras de la ciudad, en el interior de una montaña. Evidentemente, esta fortificación subterránea no se construyó para el proletariado, sino para la élite que gobernaba con puño de hierro y sin remilgos a sus ciudadanos, bajo el liderazgo del  culto, gélido y radical Enver Hoxha.

Se trataba de un complejo subterráneo fortificado. Para acceder al búnker propiamente dicho, era necesario pasar un amplio, sombrío y largo túnel horadado en la vertiente de la montaña que desembocaba en un espacio al aire libre amurallado por la propia naturaleza. Pagué  la entrada en taquilla y ascendí por una rampa hormigonada para acceder al interior de un gran búnker completamente oculto por el terreno. Atravesé varias esclusas de hormigón reforzado solo aptas para utilizarlas cuerpos herculinos.







En su interior, entre pasillos y estancias, se encontraban habitaciones completamente amuebladas, incluyendo el despacho, el dormitorio y el baño del presidente, los cuales no fueron utilizados jamás para su propósito. Asimismo de múltiples salas, había un sala de reuniones y una cantina. El miedo de Enver a ser invadido o atacado se reflejaba claramente en esta construcción que parecía sacado de una película de serie B de espionaje.

Volví en autobús al centro.

Me tomé una cervezas en las concurridas terrazas  cercanas al parque municipal donde se encontraba la parada para autobuses al aeropuerto. En Tirana se vivía la calle. No sé si había dinero, pero el terraceo era la principal religión de los tiranos.




Al caer la noche, durante al atardecer, me acerqué a chafardear el ambiente de los garitos nocturnos en la calle Biloku, no muy lejos del centro, que caminando no se tardaba más de media hora. Todavía era temprano, pero la actividad de los diligentes camareros para dejarlo todo listo sugería una noche de emociones fuertes para la gente joven. Aproveché para cenar en un restaurante en una calle paralela al epicentro del ocio nocturno, donde una simpática y hermosa chica me sirvió una hamburguesa vegana, una ensalada y una cerveza local por 1080 Leks. 

No podía despedirme de la Tirana nocturna sin disfrutar de un helado de chocolate en un puesto callejero. Y con el helado en la mano, paseé por la amplia avenida principal de la capital, hasta llegar a una plaza cuadrada con tintes de haber sido diseñada en la época comunista y unas escalinatas que conducían a un fornido y enorme edificio: La Facultad de Ingeniería  de mecánica. A la izquierda de la plaza, mirando hacia la universidad, se encontraba un moderno y espectacular campo de fútbol iluminado de un rojo chillón, junto a locales de salas de juegos y locales de restauración modernos y pijos. Lo curioso es que tuve que mirar el Google Map unas semanas más tarde para darme cuenta que era el campo de fútbol donde juega la selección albanesa. ¡Qué despiste! Detrás de la facultad, había un gran parque arbolado con un lago artificial que ya no visité, pero que me lo anoto para otra visita. 




Podría haber visitado alguna cosa más, pero las prisas no van conmigo y prefiero tomármelo con calma. Una vez, en Perú, estuve dos días viajando a toda velocidad con un norteamericano y me dije: "nunca más". Sentí que era como un coleccionista de sitios, un camisa militar ansiosa de ser engalanada completamente por miles de condecoraciones con la intención de alardear en los desfiles.

Así que me fui a dormir satisfecho, dejando las puertas abiertas para una futura visita. Está iba a ser mi última noche en los Balcanes, al menos en este viaje.


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