Mochilero de Prizren a Tirana (XVI)
Crónicas de un viaje a los Balcanes (Kosovo y Albania)
Tirana, 14 de octubre de 2023
Abrí nuevamente la ventana para contemplar la Mezquita de Sinan Pasha, iluminada por el recién nuevo día. Era una estructura robusta, una representación digna para los devotos. Un espectáculo digno de admirar, al menos una vez más.
La Mezquita de Sinan Pasha permanecía cerrada para visitas, así que desistí en ver su interior. En su lugar, me acerqué a ver nuevamente el Puente de Piedra sobre el río Bístrica. Este puente fue construido con un arco central y dos arcos pequeños en los laterales de tamaño y forma diferente, dándole un aspecto asimétrico en su conjunto. Se remonta a finales del siglo XV, pero el actual es una reconstrucción realizada en 1982, ya que el original fue destruido por una inundación en 1979.
Recorrí la avenida peatonal principal de Sheshi i Shadervanit, flanqueada por edificios de dos o tres plantas que reflejaban la influencia otomana, bizantina y veneciana. En la planta baja de estas casas, se alienaban restaurantes, tiendecitas y bares. A mitad de camino, donde la noche anterior había tomado un par de cervezas, se encontraba la pequeña Iglesia ortodoxa de San Nicolás, la cual fue restaurada con fondos europeos. Esta iglesia, fundada en el siglo XIV, sufrió actos vandálicos durante los disturbios de 2004.
Muy cerca del final de la calle, distinguí la torre del reloj perteneciente a la Catedral de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, uno de los pocos recintos católicos que sobreviven en Prizren. Descendí por la pendiente lateral del edificio utilizando unas escaleras y entré a su interior por la fachada principal, precedida por una adoquinada explanada de piezas asimétricas y variadas. Era un edificio decimonónico y un estilo sobrio que evocaba a una iglesia del Camino de Santiago, aunque era incapaz de ubicarla y darle nombre; a lo largo de mi vida había visto tantas ya que era como intentar recordar al anónimo camarero que me sirvió en 2004 mi primer plato de dhal en la India.
En el patio exterior, junto a un muro, se encontraban dos bustos que reposaban sobre dos pequeñas columnas blanquecinas. Probablemente fueran figuras relevantes de la región relacionadas con el cristianismo. Héroes para unos, villanos para otros. Y es que la justicia siempre ha sido algo subjetivo, ligado a la interacción y a la gradación de fuerza y debilidad entre seres vivos, ya sea física o mentalmente, aunque esta última siempre requiere de peones.
Cruce de nuevo el Puente de Piedra, al otro lado del río, y visité, en un solar repleto de maleza y runa, el hamman, que estaban restaurando, y era uno más de la región. Me recordó mucho al de Nis y Belgrado, con sus característica cúpulas y tejados grisáceos.
Recorrí unas hermosas callejuelas adoquinadas y bien cuidadas para llegar a la sede de la Liga para la Defensa de la Nación Albanesa o Liga de Prizren, fundada en 1878. Tres años más tarde, establecieron el primer gobierno albanés. Su objetivo era formar una entidad supraprovincial dentro del Imperio Otomano para cohesionar culturalmente la región, fomentar una identidad nacional y defender los territorios que consideraban parte de su influencia ante las amenazas de países como Serbia y Grecia, que competían por ciertas regiones.
No me quedaba mucho tiempo para dejar el hotel, así que después de dar un último paseo por la hermosa ciudad, fui a recoger mi mochila y me dirigí a la estación de autobuses. Había sido una visita exprés, demasiado corta para poder disfrutar de todos los encantos de la ciudad. Era un lugar que no descartaba volver en otra visita a los Balcanes, siempre y cuando las fuerzas y la vida no me dieran la espalda y me permitieran seguir viajando.
Los minibuses que salían a Tirana se ubicaban en torno al andén N.º 10. El conductor me indicó que saldría a las 12:30. Todavía quedaba una hora y media, aproveché para tomar un café e ir al baño (costaba 0,30 céntimos de euro). Un profesor de Prizren se sentó junto a mí, en unas escaleras de pocos peldaños. Nuestra conversación fue bastante estándar, típica entre un viajero y residente que conversan por primera vez, realizando las preguntas acostumbradas, que surgían de manera automática, como si formaran parte de mi esencia. Luego, me preguntó si la chica norteamericana que se sentaba a unos metros de nosotros viajaba conmigo. Estuvo un rato charlando con ella. Finalmente, se despidió de ambos con una amplia sonrisa. Era un tío simpático y extrovertido.
A las afueras de Prizren, descendimos los pocos pasajeros que subimos en el minibús en la estación, incluida la norteamericana, quién me preguntó qué estaba sucediendo. "Tranquila, solo estamos cambiando de vehículo para que el viaje les sea más rentable", le tranquilicé. El autobús estaba casi lleno, no fue fácil encontrar asiento. El trayecto costó 15 euros.
La frontera Morine- Vermice, entre Albania y Kosovo, estaba muy cerca. Al principio, la confundí con un peaje de autopista. Un policía subió al autobús, hizo un barrido con la mirada y se marchó. Ese fue el único control fronterizo que tuvo lugar. Ni los kosovares me sellaron la salida ni los albaneses registraron mi ingreso. Estaba claro que esa frontera era más un legado geopolítico que "étnico", al menos así me pareció intuirlo, que muchos albanokosovares de ambos países debían sentirse como una única nación.
A lo largo del viaje, música con tintes nacionalistas albanokosovares nos acompañó. En una de las canciones que se repitió varias veces el estribillo mencionaba tres ciudades kosovares: Pristina, Prizren y la disputada y dividida ciudad de Mitrovica. A pesar de no entender su idioma, reconocí el nombre de las tres ciudades.
A las 15:00 dejamos a mano izquierda el Aeropuerto Internacional de Tirana, La capital se situaba a unos veinte kilómetros. Llegamos a los veinte minutos a la Terminal Internacional de autobuses, ubicada en la avenida Rruga Ali Kolonja, a unos tres o cuatro kilómetros del centro. Estacionamos en un aparcamiento de plazas para autobuses en la parte trasera del edificio. La fachada estaba repleta de oficinas de compañías de transporte. Por cierto, la estación no era precisamente bonita. En Tirana, no había lo que se podría llamar una estación propiamente dicha. Además, solían cambiar frecuentemente el punto de salida de los autobuses, lo que causaba más enredo al viajero extranjero que debía estar atento a las posibles modificaciones.
Como ya era tarde, cambié 50 euros en una oficina de cambio adyacente a la Terminal de autobuses y comí en el moderno y limpísimo restaurante y pastelería Le Bon Tirana. La comida estaba expuesta en vitrinas y con mi bandeja y mis cubiertos fui señalando lo que quería. Todo muy bueno.
Cambié el euro por 104 LEK (moneda albanesa).
Miré el plano e intenté situarme para llegar caminando a la plaza Skenderberj. En la gran rotonda, muy cerca de la estación, le pregunté a un hombre por la dirección correcta, no tenía datos y volvía a depender de mi instinto y de los nativos. Como no me entendía, detuvo a su vez una chica que hablaba un poco de inglés y ella me indicó el camino correcto. La joven se sintió tan complacida por mi sincero y sonriente agradecimiento que volvió a señalarme el camino para asegurarse de que no tuviera ninguna duda. Sin duda, los albaneses no tenían nada que ver con los serbios.
Me emocioné al ver por primera vez la inmensa plaza Skenderberj ,imaginándome que había sido pavimentada con retales de baldosa sobrantes, debido a los diferentes colores que presentaban. Poco quedaba ya del periodo oscuro del comunismo. Los altos edificios nuevos y los que estaban en construcción transformaban rápidamente la ciudad. Las personas sonreían, aliviadas después de décadas de miedo y dolor; los extranjeros se sentían atraídos por el país y su gente. Albania turísticamente estaba en auge. Y uno se daba cuenta la importancia que tenía en el turismo el carácter de una nación, especialmente cuando la comparaba con Serbia. Y eso que Serbia tenía muchos lugares hermosos. Al Viajero Pesimista le gustaba los países con menos turistas, pero había que decir que Albania se merecía ese despertar dorado.
Llegar a mi alojamiento no fue sencillo sin internet, pero gracias a la colaboración ciudadana pude lograrlo sin grandes dificultades. Pregunté un restaurante que tenía el mismo nombre que el apartamento (Ciak 001) y llamaron al propietario, dueño de ambos, quien acudió en cinco minutos. El portal se encontraba en un pasaje en la parte posterior, el apartamento estaba en la segunda planta, él vivía en la última. La habitación era espaciosa y limpia, con baño incluido. Se quejó amargamente de los italianos, considerándolos los peores inquilinos, ya que dejaban el apartamento destrozado y sucio. Le pagué las dos noches en efectivo y por adelantado, una costumbre que era muy "balcánica", según mi experiencia en Serbia, Kosovo y en Tirana. Su dirección era Pietro Nini Luarasi 8. Me costó la noche 20 euros.
Como era temprano y la ciudad resultaba acogedora, decidí dar un paseo por el centro. Enfrente del llamativo y rosado edifico que albergaba el Ministerio de Agricultura del país, se encontraba la entrada de uno de los miles de bunkers construido en la guerra fría por el gobierno de Enver Hoxha, quien siempre temió una invasión inminente. Reconvertido en el museo Bunker Art 2, la verdad que este en particular no merecía mucho la pena y el precio era abusivo: 700 lek. El Bunker Art 1 era el que realmente valía la pena visitar.
Lo más curioso de este búnker era que muchos pasadizos clausurados para el público conectaban con los edificios gubernamentales. En caso de un bombardeo, podrían haberse refugiado en él sin necesidad de exponerse al aire libro. Y, según leí en una guía, al buen hombre que diseño estos búnkeres demostró su eficacia quedándose en el interior de uno mientras lo bombardeaban con artillería, a petición del tirano. Eso sí que era trabajar con presión, y no lo que se hace ahora.
Cuando salí del búnker, ya había anochecido. Mientras cruzaba un paso peatonal, me di cuenta de lo llamativos que eran los semáforos. A diferencia de los convencionales, las luces recorrían medio mástil: iluminándose rojo o verde dependiendo el momento.¡ Qué derroche de iluminación! No se podía decir que no vi que estaba en rojo.
Sin embargo, no solo era llamativo los semáforos, sino también la torre del reloj psicodélico con sus cuatro llamitas alumbrándose de la Catedral Ortodoxa de la Resurrección de Cristo, que recordaba más los carteles de neón utilizados como reclamo en un puticlub nocturno de carretera. Se trataba de un edificio nuevo de grandes dimensiones que no aportaba interés turístico, sino simplemente curiosidad.
En la rambla Murat Toptani, flanqueada por restaurantes, cené unos calamares junto con una cerveza. Tardaron casi una hora en servirme el plato. Para compensar la espera interminable, me invitaron a una cerveza y un chupito, el cual me sentó como si me hubiera explotado una granada en el estómago. Aunque los calamares estaba sabrosos, la porción era demasiado pequeña. Me cobraron 1600 Leks. Demasiado caro y enfocado al turismo. Todas las comensales de la terraza eran extranjeros.
El día ya se terminaba para mí. Dediqué las últimas horas a leer un rato y relajarme en mi habitación. Al día siguiente tenía una larga jornada para explorar Tirana.
Comentarios
Publicar un comentario