Amanecer en Addis Abeba

A las cuatro y media de la mañana...


Las anchas avenidas de Addis Abeba a las cuatro y media de la mañana de 2007 eran, y aún deben serlo, mustios y oscuros viales en un universo sin estrellas vibrantes, como agujeros negros que absorbían toda alegría y dejaban solo la eterna oscuridad, la infinita oscuridad, donde esperanza y fe no estaban invitados al juego, escenario de las interpretaciones más lúgubres desde los tiempos inmemoriales que los hombres comenzaron la danza de la supervivencia, que existía por la gracia de las coordenadas del Universo, ni antes ni después, ahora; como si fuera un malévolo plan cuidadosamente orquestado que nos planto sin mucho miramiento, como cualquier organismo animado condenado a vivir.

¿Qué maravillosa vida es aquella para que nuestro corazón siga latiendo deba morir otros seres vivos? Si había un infierno, podía estar contento aquella madrugada y definitivamente abandonaría al joven Viajero Pesimista, ya que  lo que me esperaba más allá del túnel era el cielo. Un cielo, por cierto, con las puertas abiertas a todos los seres vivos encadenados a los caprichos arbitrarios del Universo. No sería igualitario ni un proceder de ser superior pensar que el único que se merece una vida eterna somos nosotros.

Sí, a las cuatro y media de la mañana, en un instante de mi cronología individual me encontraba ubicado en la capital de Etiopía, la antigua Abisinia. Personándome como testigo silente y melancólico de ese irreal escenario. Contemplando las almas errantes de la noche, caminantes dubitativos de mentes abatidas; de seres que nunca soñarían con  que un día cruzarían el mediterráneo. A los más pobres ni les estaba permitido soñar, les habían robado hasta los sueños.

Ni el escritor más optimista podría describir aquella madrugada agonizante con tonalidades de colores vivos, una madrugada dispuesta a morir sola, sin sus criaturas de la noche. ¿Quién tenía el suficiente valor a sonreír con cordura aquella noche? Todas las risas humanas eran histéricas, enloquecidas por la bravura de la inanición y la amargura del dolor. Ni las hienas se atrevían a reír, estaban mudas, preocupadas por el abandono de toda esperanza. 

Quedaba tan solo una hora para que los primeros rayos anaranjados volvieran a calentar las tierras altas del macizo etiópico, para  que la ilusión volviera a contagiar a los más jóvenes, todavía demasiado inocentes como para verse abrumados por el destino. Todo estaba por venir, y en Etiopía, a diferencia de sus grandes corredores de fondo, todo terminaba en una desdichada carrera de cien metros.

Un vetusto y chirriante taxi esperaba en la entrada de mi hotel. El vigilante  que dormía en una especie de tienda de campaña de uralita, abrió la pequeña puerta de la corredera, que más parecía el acceso a un nicho de un camposanto psicodélico. Todo en aquella noche, a las cuatro y media de la madrugada, era desconcertante. Me miré en el retrovisor para confirmar si era yo o si todavía seguía en el mundo onírico, pero era yo, inequívocamente yo. 

Una de aquellas personas condenadas a vagar en el padecimiento eterno, desahuciada de toda vida placentera, se plantó  desafiante en medio de la carretera, apareciendo como una fantasmagórica imagen ante los halos de luz de nuestro coche. Desde el interior del coche, el rostro sombreando por la tenue iluminación me pareció el más enajenado que mis ojos jamás habían visto, tan irreal como aquella misma noche etíope. Tremolé de terror y quedé totalmente paralizado en el asiento trasero. Mi conductor logró esquivarlo lo suficiente para no aliviar definitivamente su dolor, dejó que prosiguiera sufriendo. Sin embargo, su rostro poseído por los peores diablos del mundo, se acercó rápidamente hacia el cristal de mi puerta trasera, golpeando con algo que no pude identificar. Tras el golpe, el cristal se hizo trizas. El conductor maldijo a aquella alma, pero prosiguió, no se atrevió a parar en aquella noche maldita. Giré el cuello para mirar al condenado aullar como un orate, mientras creí ver sangre en su brazo. Un escalofrío cruzó de norte a sur mi cuerpo, la veleta del miedo giraba a  toda velocidad, perdiendo el norte por momentos. 

Todo volvió a la calma en la segunda capital más elevada del planeta, mientras mi conductor maldecía en amhárico. No resultaba necesario entender esta lengua para comprender su significado. Las calles pertenecían a aquellos que nunca tuvieron techo. Los niños se amontonaban para soportar mejor el fresco en los momentos que las estrellas gobernaban la bóveda celeste. 

A los diez minutos llegamos a la estación central de autobuses. Era una inmensa explanada polvorienta cercada por una valla perimetral. La verja seguía cerrada , y los africanos se amontonaban a su alrededor con paquetes y bolsas, esperando pacientemente su apertura. Según algunos relatos, entre esas personas se ocultaban espíritus innobles o necesitados que harían lo posible para sustraer pertenencias a los viajeros. Siendo el único blanco entre un centenar de negros, no  era precisamente la mejor manera de pasar desapercibido, por mucho que lo intentara. Por ello, el taxista se apiadó de mí y me aconsejó esperar en el interior de su vehículo hasta que abrieran la puerta, a pesar que no era buena noche para él.

Abrieron la puerta a los diez minutos, y recree el recorrido que había hecho el día anterior, cuando pregunté en la misma estación dónde solía estacionar el autobús con destino a Bahir Dar. Decidido, me abrí paso entre la multitud, donde alguno se acercaba a preguntar y yo los ignoraba. Era el hombre más sordo del mundo en aquellos tres o cuatro largos minutos que duro el trayecto a pie. Hasta que me encontré en la zona indicada. Allí fui yo quien preguntó en el interior de esos vehículos que comenzaban a vibrar, y enseguida accedí al interior del  correcto. Allí toda tensión se  desvaneció. 

Ya sólo era cuestión de veinte minutos para que el renqueante vehículo volviera a desplazarse por las carreteras de Etiopía, justo cuando el amanecer africano nos brindara otro hermoso día en la tierra que cautivó mis sentidos. La África subsahariana siempre ha tenido ese poder cautivador en el viajero occidental, hasta cuando los hicimos cautivos para venderlos como en un futuro cercano haremos con los robots con IA.

Sólo estaban autorizados a circular de sol a sol en trayectos fuera de las ciudades. Pensé que la vida salvaje debía ser la principal razón. ¿O no? 

Al fin, con los primeros rayos de luz y la alegre música que salían de los altavoces del autobús, iniciamos el viaje, un hermoso viaje que me hizo olvidar  aquella madrugada iniciada a las cuatro y media. Gracias a dos muchachas etíopes sentadas en el asiento de atrás, con las cuales conversé durante largo tiempo, el viaje se hizo más agradable. La alegría de los pobres resultaba mucho más sincera y amable que la alegría de los pobres de la península Ibérica.

El norte de Etiopía me esperaba con los brazos abiertos, con algunas carcasas de tanques abandonados en los campos por la última guerra que desembocó en la independencia de Eritrea. Y ya no eran las cuatro y media de la madrugada, no lo era, y todo se veía menos doloroso, a pesar de que la pobreza siguiera presente.



A mitad de camino, dirección al norte de Etiopía.




 


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