Mochilero de Litle Petra a Petra

Los devenires azarosos de un magnífico día en Petra

Viernes,20 de enero de 2023

El esbozo mental proyectado de la ruta a recorrer en mi segundo día por Petra fue alterado significativamente por una de aquellas bienaventuranzas de la providencia que cambió mis planes iniciales, concebido por un malentendido entre conductor y el que intenta relatar esta historia.

Sin embargo, esa alteración del programa todavía no había sucedido cuando, a las seis y media de la mañana, salí del Hotel Petra Gate después de desayunar en el desangelado comedor con buffet libre que no ofrecía gran variedad ni calidad. En una pequeña rotonda cercana, se paró un conductor de una pick up ofreciendo sus servicios por 10 J. por llevarme al acceso. Al principio, rechacé la oferta al considerarla demasiado cara, pero al ver que se mantenía firme y yo no tenía muchas ganas de seguir buscando, reconsideré el ofrecimiento y acepté.

Ascendimos por una sinuosa carretera pelada de vegetación mientras la luz se apoderaba lentamente de la bóveda celeste. En ese instante de tonalidades naranjas en el horizonte, me sorprendió una extraña figura cruzando la carretera del tamaño de un gato, corriendo asustado. Se trataba un bello ejemplar de cánido, un zorro del desierto, que atemorizado por el rugir estridente del motor del vehículo, huía hacía un tierra yerma donde encontrar una guarida para protegerse. Tuve una gran suerte al poder ver a este animal de costumbres principalmente nocturnas. El día empezaba muchísimo mejor de lo que imaginaba.

Dejamos a la izquierda la pequeña aldea donde estaba ubicado el acceso secundario a Petra. Sin decirle nada al conductor, seguimos adelante; a pesar de haberle indicado que este era el sitio donde debía dejarme. Eso estaba claro, no había entendido mi destino deseado. Ante esa situación, cambié rápidamente de idea, decidí ser astuto como el zorro del desierto y acepté tácitamente que me llevara a Litle Petra, el acordado por él. ¿Qué podía perder en aquel hermoso amanecer en el desierto jordano? La incertidumbre solo agregaba emoción a la aventura.

Paramos frente a dos casetas de obra utilizadas como oficinas con dos jordanos en su exterior charlando distendidamente, uno de ellos me comprobó la entrada de dos días adquirida con el Jordan Pas* en la entrada principal de Petra el día anterior y me invitó a pasar al solitario lugar. Antes de acceder se acercó otro jordano informándome que por 5J podía adquirir un ticket para subir en su camión adaptado para pasajeros con destino al Monasterio, una de las atracciones más importantes de la antigua ciudad nabatea. Salía cerca de las casetas.

Aunque quería visitarlo aquel día, le agradecí el ofrecimiento y le dije que prefería ir andando. Me miró extrañado, como si le estuviera vacilando; pero en realidad no era así, había decidido hacer el recorrido a pie. A pesar de ser improvisado y no tener un mapa, mientras iba en el taxi hice un reconocimiento visual del territorio y me pareció que no debería tener ningún problema a la hora de orientarme. Confiaba en mi experiencia y mi instinto.

Accedí por un estrecho y corto desfiladero, Siq al-Barid, flanqueado por edificios rupestres en la roca de tonalidades grisáceas, al menos esa fue la percepción que tuve en aquellas primeras horas del día en que el sol aún no destellaba con brío. Recuerdo que la pequeña explanada estaba cubierta de una fina arena, y los pocos tenderetes con sus respectivas mercancías seguían cubiertas por mantas, esperando a los grupos turísticos para venderles suvenires. Estuve media hora explorando la pequeña ciudad, que se piensa que fue una estación caravanera, antesala de la entrada a la gran ciudad.





Dejé atrás la pequeña ciudad que muchos siglos antes debió bullir de mercaderes, extranjeros, pícaros, soldados, etc., donde se tuvieron que realizar innumerables transacciones. Me despedí de esa pequeña sorpresa y cogí la pista de tierra que llevaba a Petra, no sin antes tener un pequeño encontronazo con el guardia de “la otra caseta” que quería ver mi billete y yo le decía: “No quiero billete. Voy andando”. Y a cada paso que daba para distanciarme más. El guardia se enojaba más. ¿Acaso no podía ir andando? ¿Estaba prohibido? Al final, aunque uno que puede ser obtuso, pero no tanto, comprendí antes que su rostro estallara de ira que lo que quería ver era de nuevo el billete de la entrada a Petra. ¡Joder! ¿Cuántas veces debían solicitarlo? Y uno, que en el extranjero no es tan gallito, le pidió disculpas e inicio el largo paseo.




Los primero kilómetros los recorrí por una superficie muy plana y no excesivamente espaciosa, flanqueada por dos accidentadas murallas rocosas, donde los ganaderos aprovechaban algunas de sus cuevas naturales para refugiar a sus rebaños, cercadas por vallas. Los establos que ocupaban los espacios a ambos lados de la pista de tierra albergaban, a parte de los rebaños, sus guardianes ancestrales y domesticados por el ser humano para su conveniencia, quienes descansaban sin gruñir al Viajero Pesimista cuando este pasaba no muy lejos de ellos. O estaban seguros de sí mimos o eran los perros más confiados del planeta. Por supuesto, Míster V. P. no deseaba averiguar esta disyuntiva filosófica acercándose a ellos, mejor que algunas dudas permanezcan para toda la vida.

La pista ascendió por una ladera para dar paso a una explanada más ancha salpicada de arbustos cuyos nombres desconocía. De vez en cuando, algún vehículo paraba a mi lado para ofrecerse por unos dinares o gratuitamente para llevarme hasta Petra, a todos rechazaba con la mejor de las sonrisas que tenía en catálogo.

En el horizonte, no muy lejos de mi ubicación, una prominencia destacaba de las otras, según el plano que consulté a posteriori, era Jabal al-Muáysra al- Gharbiyya. En ese punto, la pista de tierra giraba noventa grados, dejándola al margen izquierdo dirección al Monasterio. Allí, enfrente de su base, un sendero que se difuminaba a los pocos metros había plantado un cártel en una montañita de osarios de animales, señalando ese sendero con la palabra “Monasterio”.

En ese instante, dudé entre seguir la pista o tomar un sendero que acababa desapareciendo sin saber si encontraría más señalizaciones. En esas cavilaciones estaba cuando se detuvo una pickup con un guía-conductor y dos jóvenes españoles que se ofrecieron a llevarme gratuitamente. Ante mi negativa, el guía-conductor me indicó que bordeando la montaña por el lado izquierdo, siguiendo los pasos naturales del agua por la torrentera, llegaría a Petra.




Decidí seguir los consejos del jordano, un trayecto intuitivo sin señalizaciones, esperando que la torrentera no se convirtiera en una orografía solo apta para expertos escaladores. Todavía tenía muy presente, a pesar de los veinte años transcurridos, lo mal que lo pasé por aventurarme por una de ellas en mi tierra. Hubo momentos en los que la dificultad del terreno y su verticalidad me hicieron temer que no saldría de allí ileso. Esta vez, pensé, ante cualquier dificultad daría marcha atrás y cogería la pista de tierra, aunque estuviera cerca de mi objetivo. No quería pasar por la misma experiencia y prefería tomar precauciones para tener un viaje seguro.

Todavía no lo sabía, pero ese insólito trayecto por Wadi al Mu´aysra se convirtió en la mejor experiencia en Petra. Fue un regalo del azar que volvía a sonreír a quien se dejaba llevar, al que permitía que la providencia navegase por él.

Proseguí un estrecho camino que acabó desapareciendo en el terreno. Desde ese instante, los caminos, las sendas o senderos se volvieron una rareza en el trayecto. En el primer tramo, antes de llegar a la torrentera, recorrí terrazas recién labradas por las cuales tuve que hundir mis pies, evitando hacerlo en lo posible. Dejé a mano izquierda una pequeña alberca rebosante de las últimas lluvias torrenciales en Petra, que provocó la evacuación de todos los turistas y el cierre por varios días, en esas circunstancias el valle de Musa (Petra) se convierte en una trampa mortal. Las aguas de la alberca eran suficientes para oxigenar y dar vida en aquellas tierras aradas.

Seguidamente apareció el principio de la torrentera que descendía, esa era la sensación, suavemente, sin grandes saltos verticales, y si los había, había opciones fáciles para bordearlo. Así que alterné, en mi descenso, entre el lecho y el pedregoso terreno de sus flancos. Allí, las tonalidades de colores que ofrecían las piedras llegaban al éxtasis de la majestuosidad. Decenas de tonalidades formaban maravillosas figuras y vectores, a veces como si fuera una concha, otras como líneas artísticas de un arcoíris con tonalidades entre el marrón y el rojo que parecían hechas por la mano de un Dios aburrido.




El Viajero Pesimista se sentía totalmente fascinado, abrumado por aquel despliegue de colores caminado en plena soledad. Probablemente su opinión tan positiva (¿he dicho positiva? Que no vuelva a repetirse. Una palabra que repele a nuestro viajero) estuviera subjetivamente influenciada por su estado de ánimo rebosante de alegría. Sin embargo, lo que acabó de llevarme a la completa fascinación fue cuando se ensanchó el valle y aparecieron en sus laderas rocosas edificaciones nabateas, alejadas del turismo convencional. Allí no había ni caminos ni señales ni inodoros ni restaurantes y, por supuesto, ni turistas. Solo yo. Y aun sin ser entendido, me parecieron que aquellas rocas horadadas por el hombre antiguo también tenían un valor histórico y arquitectónico importantes.

En uno de los salientes de las montañas rocosas, un joven beduino asomaba su esbelto cuerpo y me hizo ademanes para que me acercara cuando le saludé. Subí la pequeña pendiente zigzagueándola para que resultara menos exigente. Allí, desde la plataforma plana, se unía a una cueva de la época nabatea que ahora utilizaban como hogar el beduino que me invitó y otro que apareció de la entrada penumbrosa unos minutos más tarde. Me invitaron a tomar té y charlé durante media hora larga con ambos. Dos burros rebuznaron de alegría cuando les llevó uno de ellos la comida antes de iniciarse su dura jornada transportando turistas por el exigente camino del Monasterio. Estos hombres se dedicaban evidentemente a llevar a turistas a lomos de sus animales. Me comentaron que aquella zona no era muy común ver a extranjeros, ya que la zona no estaba acondicionada para ello, era todavía salvaje pese a su cercanía. Desde ese punto, no había ni cien metros de distancia de uno de los ramales del centro de Petra. El más perezoso hablaba algo de español, aprendido cuando trabajó una temporada con un grupo de arqueólogos españoles. Finalmente, me despedí de ellos y bajé el último tramo de la ladera pedregosa mientras ya veía uno de las caminos transitados por turista, sumergiéndome, otra vez, entre la multitud. En esa hora del mediodía ya empezaba haber muchos turistas. Y como tenía hambre fui a comer en uno de los restaurantes de la zona, en la terraza con bancos y mesas de madera, sombreado por la vertical pared que se alzaba detrás de mí.




Luego me dirigí al concurrido y ascendente camino hacia Ad-Deir (El Monasterio) de innumerables peldaños. En el primer tramo observé varias cuevas que utilizaban para dejar los 4X4 como estacionamientos los autóctonos. La sencilla ascensión podía resultar exigente para aquellos que tuvieran una baja forma física o no anduvieran bien de salud, para el resto de personas un paseo que no debía resultar muy complicado al menos que se subiera con temperaturas altas.

A medio camino, me cruce con dos personas de origen oriental que descendían a horcajadas de dos burros con sus rostros desencajados por el miedo. La inclinación de aquel tramo y los altos peldaños daba la sensación que podrían acabar siendo despedidos hacia delante en cualquier momento, y la sensación subidos sobre esos sufrientes seres vivos debía ser mayor. Parecía una pequeña venganza de los sometidos a los señores. El último tramo estaba ocupado por tiendas de suvenires a ambos lados y cubierto por una fina tela que le daba aspecto de zoco tradicional.




Si la memoria no me traiciona, a paso tranquilo, en menos de una hora llegué a un amplio espacio plano donde enseguida pude observar tallada en la roca uno de los monumentos más espectaculares de Petra en un entorno idílico. Al lado opuesto del monumento había varios restaurantes con terrazas dispuesta para su contemplación. Aproveché para tomar un té mientras me deleitaba con la hermosa construcción, la cual podría haber quitado el podio al Tesoro si no fuera por las hermosas tonalidades rosadas de este que la convertían en el icono de Petra. Los osados gatos se acercaban a los regazos de los turistas solicitando caricias o algo de comer. Desde ese punto, se ramificaban varios senderos que llevaban a puntos más altos asegurando que ofrecían las mejores vistas del mundo. Cualquier otero en Petra se convertía en el “ The Best”.





A las tres de la tarde fui regresando tranquilamente hacia la salida principal, remontando el curso al Wadi Musa, una riera más seca que la mojama, menos cuando se accedía al espectacular tramo del Siq Interior que se abandonaba momentáneamente su curso hasta volver a recuperarlo en la entrada al desfiladero. Pasé por última vez por el Tesoro, deteniéndome unos minutos para admirarlo. Y luego recorrí el hermoso desfiladero junto a una horda de turistas: familias, amigos, parejas, lobos solitarios, coches eléctricos o a lomos de un camello. Aquello parecía la rambla de Barcelona en hora punta. Afortunadamente, el día anterior, pude disfrutar del Siq Interior con muy pocos visitantes. A primera hora, justo cuando abrían, era el mejor momento para disfrutarlo.





Ya en la entrada del centro de interpretación, me acerqué al pequeño museo que hacía alusión al poder de los nabateos sobre el agua y cómo llegaron a dominarla en un territorio yermo. Supieron sacar el mayor provecho a este recurso primordial para el desarrollo de cualquier civilización. Lo que más me gustó fue la recreación cinematográfica de alguno de los edificios más relevantes de la antigua ciudad, donde el agua tenía un papel importante, con estanques de aguas, cisternas subterráneas y canalizaciones. Pensando que hubiera sido mejor haberlo visitando antes de entrar a Petra para poder interpretar mejor las ruinas.

Y en ese momento, se acabó mi visita a Petra, una ciudad que merecía todos los elogios. Y que siempre perdurara en la memoria como una de las grandes maravillas visitadas por el Viajero Pesimista. 


* Jordan Pas:  Es un paquete turístico  que se compra por  Internet que incluye el visado y la entrada gratuita a más 40 museos y atracciones de Jordania con tres tarifas diferentes, dependiendo los días que se quiera acceder a Petra ( de 1 a 3 días).



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