Caminando por el Jardín de Irlanda

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                                        THE WICKLOW WAY



    En estos días de confinamiento por el Estado de Alarma del Estado Español a causa de la pandemia COVID 19 que ya afecta de lleno a nuestra nación, días aciagos para la movilidad y para los más vulnerables, aprovecho para ordenar y hojear  los cajones de mi despacho.  Y entre ellos descubro una pequeña guía  del sendero más famoso de Irlanda: The Wicklow Way, que compré en Dublín a principios de la década terminada en un noviembre lluvioso para poder recorrer este camino a pie con la mayor información posible. Es el único recuerdo físico que tengo de aquella experiencia. No llevé cámaras ni móviles, quise centrarme completamente en recorrer sus 131 kilómetros en seis días. Olvidarme del mundo de las palabras y la tecnología. Ciertamente, no me resultó difícil, porque no era una persona a  inmortalizar a través de imágenes mis viajes; aunque, últimamente, con el avance tecnológico, realizaba más. Desde luego, soy el antagónico del turista oriental, predispuesto siempre a no perder ningún detalle con su cámara. 




    El camino de The Wicklow Way se inicia en la misma capital, en uno de los arrabales de esta tranquila ciudad, a unos nueve kilómetros de distancia del centro, en un bonito parque, Marlay Park. Llegué a allí en taxi , y no fue difícil encontrar dentro del recinto la primera señal que indicaba el inicio del camino, de hecho, es uno de los caminos mejor señalizados, aparte de ser el primero que se balizó en la isla,  y el  más respetuoso con  la naturaleza que he visto en mi vida, todas las balizas son pósters de madera estratégicamente colocados, aquí no había ni un árbol ni otro elemento natural marcado con pintura para indicar que uno va por el buen camino. Los bosques irlandeses son mimados y cuidados como si fueran sus propios hijos, como las pasarelas de madera  que recorren cientos de metros de colinas onduladas que daban la impresión de haber sido modeladas por el viento durante eones, para no pisar el "blanket bog" y no degradar tan delicado ecosistema.




    El trayecto recorre  por veredas y caminos forestales  una de las áreas boscosas más hermosas de Irlanda hasta acabar en Clonegal, pasando por pintorescos pueblos, por el conjunto monacal Glendalough o la hermosa cascada de Powerscour con una caída de ciento veintiún metros de bravosa agua, entre otros puntos de interés. Y en las zonas más boscosas los asustadizos ciervos rojos aparecían como criaturas fantasmagóricas del reino de las sombras, imágenes irreales entre la neblina y los días grises y lluviosos que me tocó vivir en la Irlanda sempiterna lluviosa. No es aconsejable realizar esta ruta después de septiembre en una tierra propensa a recibir lluvias diariamente.




    A continuación, aprovecharé para narrar mi mejor jornada en The Wiklow Way en la isla Esmeralda.

    Podría ser Drumgoff  u otra pedanía, mirando los planos cartografiados de mi pequeña antigua guía, pero ya no estoy seguro donde paré en mi jornada más larga y dura de todas. Sé que fue la más alterada y que mejor recuerdo permanece en mi biblioteca interna, esa biblioteca que acostumbra a desechar lo malo y enaltecer lo bueno, en la que pude comprobar de primera mano  la amabilidad de los irlandeses y sus ganas de ayudar desinteresadamente cuando una persona se encuentra en una situación delicada, al desamparo de una noche fría y con llovizna constante.

    Como he comentado, fue la caminata más larga de la  travesía, unos cuarenta y cinco kilómetros, según mi propia experiencia de andarín. Cada vez que llegaba al sitio donde quería pernoctar, había algo que no me gustaba, como el terreno demasiado fangoso para plantar la tienda o  que el albergue o alojamiento estaba cerrado por ser temporada baja. Entonces, seguía caminando unos kilómetros más, buscando un lugar cómodo para pasar la noche. Al atardecer, ya tenía totalmente descartado montar mi ultraligera tienda de campaña, ya que el terreno embarrado y el ocaso confluían ambos para desistir en el intento, no quería que se llenara de barro. Y si no encontraba alojamiento, debería buscar un refugio natural o artificial para hacer vivac.

    En aquel tramo final,  no encontraba ningún sitio adecuado, estaba todo demasiado expuesto a la intemperie. El cansancio, después de todo un día acumulando kilómetros, influenciaba mis pensamientos negativamente. El sentido del humor caía en un profundo abismo y el malhumor y la ansiedad emergían con fuerza.

    Solo los frecuentes avistamientos de los animales salvajes en aquella jornada daban alimento a mi ánimo. ¡Qué diferentes parecían aquellos ciervos cuando los comparaba con los que habitan en los zoológicos! No podía dejar de sorprenderme al ver seres vivos en su hábitat, siempre mucho mejor que arrebatarles la sincronía emocional e intima que tenían con su entorno,  lo que a muchos llevaba a cuadros de ansiedad preocupantes  o a miradas apagadas, eso sí, con estómagos satisfechos, pero encerrados en aquellos pequeños recintos. Paradójicamente, aunque he dejado de ir al zoo al  ser consciente de lo que  supone para los seres vivos que viven allí enclaustrados, uno de mis mejores recuerdos, y primero de mi vida consciente, se generó en el zoológico de Barcelona interactuando con un cachorro de león. Yo corría hacia un  extremo y luego hacia el  otro de la jaula mientras él me seguía juguetón, separados por las rejas.

    El ocaso me sorprendió descendiendo por una pista flanqueada, a mi izquierda, por algunas viviendas circundadas por un terreno vallado. En el umbral  de la puerta principal de una de esas casas de campo de techo a dos aguas, una irlandesa delgada  y poco agraciada fumaba un cigarrillo mientras observaba melancólicamente como llovía. Cuando le llamé para que se acercara al camino, ya que la valla me impedía proseguir a su posición, con cautela, la mujer se acercó  al extranjero, no debía dar muy buena impresión empapado de agua y con las perneras salpicadas de barro. Le expliqué que estaba buscando un sitio para dormir. Ella me advirtió que sería complicado encontrar en esa pedanía, a esas alturas del año, algún establecimiento hotelero abierto, ya que solían cerrar todos a final de temporada. Debí darle pena, porque entró a su casa y salió con varias barritas energéticas y me llenó la cantimplora de agua.

     Llegué a la pedanía cuando las escasas farolas de la avenida principal y carretera comarcal iluminaban tímidamente la calle. En las casas de piedra, la vida en su interior parecía  haberse extinguido; casi todas las contraventanas estaban cerradas, solo unas pocas tenían sus hojas abiertas y sujetas a la pared, y menos eran en las que su interior, como luciérnagas, brillaban. Estaba tan exhausto que me senté en la acera apoyando mi espalda en una pared, mientras la llovizna continuaba lentamente empapando mi cuerpo. Realmente no era tan tarde, pero la noche cerrada de finales de otoño creaba una atmósfera de madrugada. 

    Mientras reflexionaba de cómo entrar al pequeño cementerio situado a veinte metros de distancia de mí para pasar la noche resguardado en uno de los pórticos que me parecía distinguir desde mi posición, se detuvo un coche vetusto de color rojo a cinco metros más adelante, y  desde la ventanilla de la puerta trasera asomó una irlandesa pecosa y de rostro encantador: "Can I help you?" me preguntó. ¿Si me puede ayudar? Pues claro, mi bello ángel de la guarda. Cuando les expliqué mi situación enseguida me invitaron a subir al coche. Viajaban con ella un hombre mayor y su novio. Todos ellos fueron sumamente amables. Mientras nos dirigíamos al pueblo más cercano al que me llevaban, compartieron conmigo varias anécdotas de su experiencia como mochileros en Sudamérica.

    Al llegar al pueblo, de cuyo nombre se perdió entre tantos en mi memoria, fuimos probando en todos los hoteles con la mala fortuna que estaban completos debido a que eran las fiestas de la localidad. Al final, un propietario se compadeció de mí y me permitió dormir en el sofá del comedor comunitario y acicalarme en el baño de su habitación. No obstante, tuve que pagar por el servicio, pero a un precio muchísimo más bajo que el de una habitación. Además, por el mismo precio, al día siguiente me dejó en el punto exacto donde había terminado mi jornada de senderismo. Esa obsesión del caminante ortodoxo que no perdona ni un metro ni  se salta ningún tramo .

    No es que el sofá fuera muy cómodo , pero poco importó cuando me tumbé en él y quedé dormido profundamente hasta la mañana siguiente. Al despertar, me di cuenta de  las hermosas vistas que tenía el comedor a través de unas enormes vidrieras que daba a un jardín interior, con un fondo de montañas onduladas coloreadas de diferentes tonalidades de verde, que me hicieron comprender en toda su amplitud el significado del apodo" Isla Esmeralda."

    Almorcé acompañado del propietario charlando un rato sobre cosas triviales, después de pagarle la pernoctación con una  cuantía sensiblemente más baja (había dormido en una sofá, tampoco había que pasarse con el caminante), se ofreció a llevarme en coche. Recorrimos los diez kilómetros por una carretera poco transitada y me dejó en el pueblo que había acabado la noche anterior. Y me despedí  con un fuerte apretón de manos de él, pese que hubiera preferido darle un abrazo aquel desconocido que me ofreció su ayuda.

    Y no me pareció el mundo, por enésima vez, un lugar tan terrible y doloroso para vivir. Pero  allá donde el mar se calma y el agua es cristalina, la ingenuidad se desvanece y aparece la complejidad del ser humano, capaz una misma alma, de atentar contra su mundo cercano mientras esa misma alma se esfuerza en hacer crecer otro mundo lejano. Sabía que tan solo era una percepción egoísta y subjetiva del viajero. Al fin y al cabo,  Jack London ( y otros grandes escritores del alma humana) ya escribieron sobre esto, como su libro "La gente del abismo" que relata en un capítulo la hipocresía de los patrones, quienes tienen en unas condiciones lamentables  a sus trabajadores en las fábricas mientras realizan veladas altruistas para recaudar dinero para los pobres de África.

    No obstante, más allá de intentar profundidad en el  alma humana hoy, volvamos a la superficie, lugar donde la mayoría nos sentimos más confortables y podemos ser juzgados sin necesidad de ser conocidos, no fue la única vez que me ayudaron en el país. Al final de la última etapa, para volver a Dublín, unas señoras del hotel se ofrecieron a llevarme, aprovechando que una de ellas tenía concertada una visita médica en la capital. Tuve otros agradables encuentros con el pueblo irlandés, quienes, pese a mi inglés de terrible pronunciación, no dejaron nunca de ayudar cuando lo necesité.




    Y es que los irlandeses son uno de los pueblos más acogedores y hospitalarios del mundo. Volver a la Isla Esmeralda siempre es una oportunidad para volver a sonreír de nuevo, para sentirse feliz. 


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