¿Qué Dios equitativo y amoroso permitiría salvar solo al hombre?
Relato extraído de mi diario de una Peregrinación a pie a Lourdes.
Etapa 12 De Sarsamarcuello a Botaya 31,5 km.
Octubre 2010
No quería saber nada de las peculiaridades urbanas aquella mañana de otoño; solo conectar con lo primitivo y salvaje que tenía aquel bosque del prepirineo, a través de caminos y senderos inmemoriales. La vida salvaje resistía en su reducto, revelándose a ser engullida por la civilización, un oasis de vida.
Mis piernas danzaban al ritmo del caminante, en una danza ancestral que era la más primitiva de todas y la que reconciliaba al hombre con su naturaleza. Millones de pasos a lo largo de millones de años habían esculpido, paso a paso, la genética de nuestra especie, y no se podía borrar de un plumazo. Lo más sencillo e infravalorado era la pócima mágica de la felicidad. ¡Y era feliz!
Un sendero abrupto desembocó bruscamente en una pista, una pista cubierta infinitamente por las entrecruzadas ramas de las coníferas que luchaban desde sus flancos por ocultar la mayor área posible del camino. Los graznidos de los pájaros y la suave temperatura me transportaban a mi rico mundo interior, que emanaba como el dulce maná constante, sin brusquedades.
Allí el río volvía a ser un río, el árbol un árbol, los animales, animales… La niebla tóxica de las palabras no podía envolver aquel lugar y corromperlo con falacias e interpretaciones muy personales. Allí lo que se veía era real, al menos más real que las palabras abstractas con las que construíamos morales.
Y aparecieron ante mí seis robustos caballos de crines azabaches y cuellos musculosos. Temblorosos e inquietos, relinchaban intensamente ante mi presencia, apartándose pero sin perder de vista al Viajero Pesimista. ¡No era de extrañar que no temieran al hombre con su impresionante historial! El más audaz alzó su portentoso cuello enervado, permaneció en el camino y no apartó su mirada de mí. Me sentí tan intimidado por aquel ejemplar tan magnífico que decidí evitar esa sección de pista, rodeándola por el flanco del bosque. donde parecía más factible y seguro. Hasta el día de hoy, aún no sé quién tenía más miedo: si yo o el caballo.
Pero el mejor encuentro entre especies diferentes ocurrió minutos más tarde, cuando volvía a conectarme con la naturaleza en mi introspección.
De repente, entre los arbustos, apareció una criatura inmensa en posición de cruz. Sorprendido, me puse de pie a dos metros y medio de distancia. Era una águila real de grandes dimensiones, con las alas completamente abiertas, que parecía capaz de envolverme y hacerme desaparecer en el bosque si me abrazara. Me miró directamente, todavía tenía restos de sangre en su pico. Probablemente entre los arbustos de donde salió estaría el cadáver de una víctima de este gran cazador, rey de los cielos oscenses. La cogí desprevenida disfrutando de su manjar. Su mirada de miedo era tan humana que lo humano se difuminó en lo salvaje o lo salvaje se difuminó en lo humano, pero quién era el humano y quién el salvaje se preguntaría una especie extraterrestre sí estuviera observando la escena.
En aquellos escasos cinco minutos, no vi muchas diferencias entre ambos. No pude concebir un Dios tan cruel para cometer el execrable y segregacionista acto de dejar a aquella magnífica ave, de esplendoroso porte, de la eternidad. Sin entender por qué millones de seres vivos tenían cerradas las puertas al reino de los Cielos. ¿Qué Dios equitativo y amoroso permitiría salvar solo al hombre? El hombre concibió a Dios sin evadirse de las leyes de Darwin, lo creó manteniendo en sus reflexiones el mismo instinto de supervivencia que ha utilizado para sobrevivir en el planeta durante miles de años., como las demás especie. ¿Qué diferencia había entre él, tú, el Viajero Pesimista y yo?
¡Qué cercano me sentí y feliz a aquel ser alado que como un ángel se elevó a los cielos que los seres humanos tardamos mucho más tiempo en acariciar!
Mientras cada vez se iba haciendo más diminuto en el horizonte, recordé un suceso ocurrido en mi lejana infancia, no muy lejos de esas montañas que tanto pasión despertaron en mi adolescencia, y siguen despertando. Me pregunté si no sería la misma ave, o una descendiente de ella, que una vez tuve en la mira de una mirilla telescópica cuando tenía ochos años en los años ochenta del siglo pasado, posada en la rama de un anciano olivo.
Unos familiares insensibles, ajenos a la musicalidad de la naturaleza, dispuestos a desafinar, me llevaron a a cazar y la vieron allí, a lo lejos, instándome a derribarla por el simple hecho de hacerlo. ¿Qué sentido tenía acabar con su energía vital ? Tomé la escopeta y apunté sutilmente en otra dirección para no matarla. La naturaleza ya era demasiado cruel para vanagloriar su crueldad. Tratar de explicar mis pensamientos a unos adultos educados en la España franquista hubiera sido una batalla perdida. Yo fui siempre un niño demasiado débil para ellos.
Además, era la primera vez que sostenía un arma y lo más probable era fallar el disparo, aunque apuntara al animal. Y me alegré que fuera yo quien disparara, lo mejor que lo pudo suceder aquella mañana al ser alado.
¿Y si era la misma ave de aquel día que me reconoció cuando me miró? Pensé, emocionado, como si la vida danzara alrededor del caminante su dicha y agradecimiento. Al fin y al cabo, águilas reales no eran tan abundantes y eran relativamente longevas.
Proseguí mi camino por senderos donde se desvanece la memoria colectiva feliz por haber tenido uno de los encuentros más sublimes de mi existencia.
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