Mochilero en la maravillosa Reserva de Pacaya-Samiria
La maravillosa Reserva de Pacaya-Samiria
De cuando la conocí.
Una de las ilusiones
que me perseguían desde la infancia era conocer uno de los pulmones del mundo.
Pensaba que nunca estaría en ese enmarañado y frondoso bosque húmedo, que nunca
conocería aquel territorio, de cuyo nombre todos conocemos y hemos oído hablar:
la Selva Amazónica. Había leído varios libros en mi juventud de aventureros que
se habían internado en sus entrañas, narrando sus aventuras y desventuras en
aquel territorio intimidante y peligroso. No pensé nunca que dormiría ni una
noche allí. Además, hasta hacía relativamente poco tiempo, cruzar en avión el
Océano Atlántico no era precisamente barato y uno debía hacer un importante
desembolso económico. Así que, hace más de dos décadas, viajar era algo
reservado solo para personas adineradas, entre ellos niños de papá que les
pagaban sus viajes estrambóticos , o aquellos que ahorraban durante mucho
tiempo para poder realizar el viaje de sus sueños. Y yo, sinceramente, ni me lo planeaba cuando
el mundo todavía no era un pañuelo e internet no había llegado todavía
para que todo fuera más alcanzable, más cercano y familiar.
Conocí un francés en Himachal Pradesh que llevaba veinte
años viviendo en el extranjero y sin haber trabajado nunca, la mayoría de esos
años en la India. Era patrocinado íntegramente sus estancias en el extranjero
por su padre. Cualquier dificultad o error de cálculo siempre era resuelto por
su progenitor, algo, con lo cual
aquellos de familias humildes no podíamos
contar, por cierto. ¿Envidia? Tal vez. Pero, sinceramente, lo que
molestaba no era su suerte, sino esa
manera de hacernos creer que eran viajeros independientes y resolutivos ante
cualquier imprevisto y contarnos sus anécdotas o, más bien, hazañas viajeras
con un halo de superioridad, como si estuvieran más allá del bien y el mal.
Todo eso cambio con
la entrada de la nueva divisa en la Unión Europea o. simplemente, fue una
casualidad que coincidió en el tiempo. El caso es que el precio de los billetes
de avión se abarataron, o para decirlo
más molón con los tiempos actuales: se democratizaron, y ya no se convirtió en privilegio de pocos, y esa aura de héroes
que desprendían esos viajeros, en muchos casos, se difuminó, incluso sentí
decepción en algunos casos en concreto. Muchos habían acicalado tanto los
sucesos que nada ya tenían que ver con lo que había sucedido realmente. Eso lo
descubrí viajando. Huelga decir que aquel francés, a pesar de su despreocupada
vida de placeres espirituales financiados por papá, me ayudó muchísimo cuando
más lo necesitaba y más perdido me encontraba.
Tenía claro desde el
principio que quería viajar a la exuberante Selva Amazónica. Solo necesitaba
decidir en qué país de los nueve que
tenían un pedazo de esta selva viviría esta maravillosa experiencia que
marcaría mi vida para siempre. Al final opté por lo más práctico: un país
castellanoparlante. Y de las opciones que habían elegí Perú por su gran
variedad. Quizás sea uno de los pocos turistas que ha visitado este país sudamericano
y no haya visitado el Machu Picchu. Pero, por sorprendente que pueda parecer,
no era mi prioridad, más de la mitad de mi viaje la pase en la Región de
Loreto, una región administrativa ubicada en el norte del país que pertenece al
Amazonas.
Para mí, hubiera sido más incurrir en un sacrilegio el ir a
Sudamérica y no visitar este Gran Templo creado por la naturaleza,
considerándolo la maravilla más grande de nuestro planeta. Y, para más inri, la selva peruana,
albergaba, si no la mayor, una de las mayores biodiversidades de especies de
todo el mundo. En solo una hectárea hay más variedad de especies que en todo el
territorio europeo.
Accedí a la región
del Loreto gracias al vuelo comercial de la línea estatal Tans, que cubría la
ruta Lima-Pucallpa-Iquitos. Tuve la oportunidad de ver la selva amazónica a
vista de pájaro con el frondoso y exuberante bosque verde con las anchas líneas serpenteantes de los
caudalosos ríos. Desde las alturas, sin saber qué era una selva, nadie hubiera
imaginado que tras el velo de la belleza la vida era una constante lucha por la
supervivencia, hubiera creído inocentemente que acababa de descubrir el paraíso
perdido. Y es que por muy hermoso que pareciera y por mucho que me deleitaran
las imágenes desde la ovalada cabina del avión distaba mucho de ser un paraíso;
más bien, se asemejaba a un “Infierno Verde”.
Meses después, un trágico accidente ocurrió con un avión de esta compañía en el
mismo trayecto. Cuando intentaba
aterrizar en el aeródromo de Pucallpa a raíz de las malas condiciones
climáticas, dejando un trágico balance de
48 fallecidos. Solo pensar en ello me estremeció pensar que si hubiera
viajado unos meses más tarde quizás podría haber sido yo uno de ellos. Uno se
sentía agradecido por no haber estado presente en esa tragedia y sentí
compasión por aquellos que perdieron la vida en ese terrible suceso. Esto me
hacía pensar lo volátil de nuestras existencias para amargarse con pensamientos
preconcebidos por la cultura, sobre todo, aquellos perjudiciales para nosotros.
En Iquitos, capital de la región de Loreto, ubicada en el
corazón de la selva peruana era solo accesible en transporte aéreo y marítimo y
con una densidad de población parecida a la de Zaragoza, permanecí más días de
los previstos. Durante mi estancia, noté que los iquiteños disfrutaban de una
vida erótica constante y promiscua, muy activa, recordándome a las sociedades
de los bonobos a este respecto. La población iquiteña debía ser una de las
poblaciones más activas sexualmente del planeta. Llegué a pensar que tal vez aquel
territorio había algún afrodisiaco poderoso que multiplicaba la pulsión sexual
de todos sus habitantes, incluido la de los efímeros visitantes, quienes nos veíamos con
un deseo mayor de lo habitual. Así que no era sorprendente que en vez de
permanecer tres días acabara pasando siete días y me dejara llevar para la
lujuria iquiteña.
Resultaba intrigante que ningún médico hubiera estudiado
seriamente esta cuestión. Además, aparte de esta singularidad, la hospitalidad
de su gente era notable, en varias ocasiones acabé participando en banquetes
familiares y tuve la oportunidad de conducir el coche de alguna iquiteña.
Descubriendo lugares interesantes de la zona.
Aunque la ciudad de Iquitos tenía varios sitios interesantes
por sí mismos, como el mercado de Belén, el barrio de Belén, conocido como la
“Venecia” pobre de Perú, o la plaza de Armas. Sin embargo, mi lugar favorito
era pasear por el malecón Tarapaca cuando la luz del día se iba difuminando en
la oscuridad. Y observar el caudal del afluente del Amazonas envuelto en la
exuberante vegetación era una experiencia fascinante. Los intensos colores no
dejaban indiferente al Viajero Pesimista.
Con pesadez lastimera dejaba aquel rincón del planeta y me
embarcaba en un ferry combinado (carga en la planta baja
y pasajeros en la primera) rumbo a la Reserva de Pacaya-Samiria. Gracias a una
amiga iquiteña, pude negociar un buen precio por uno de los cuatro camarotes sencillos
disponibles en la embarcación, ya que la mayoría de los pasajeros pasarían la
noche en hamacas atadas en la cubierta techada. Coloqué la mía, pero resultó no
ser muy buena idea, ya que no tenía experiencia en hacer nudos resistentes, y
termine hiriendo mis codos por una caída al desligarse el nudo de la hamaca y
caer todo mi peso sobre estas articulaciones. El rancho y los aseos dejaban
mucho que desear en cuanto a calidad por no catalogarlo con adjetivos más descalificativos.
En el ferry, tuve la oportunidad, gracias a la colaboración
de los pasajeros, de entablar contacto con un estadounidense que llevaba cuatro
meses viajando por Sudamérica con el objetivo de visitar la Reserva de
Pacaya-Samiria. Enseguida acordamos realizar la excursión juntos, ya que nos
beneficiaba a ambos a la hora de negociar.
Nos alojamos en unos barracones de un pequeño poblado a la
ribera del río después de negociar en una polvorienta oficina una excursión de
cinco días por la selva amazónica por 125 euros todo incluido. Nos ofrecieron
la oportunidad de participar en un ritual de iniciación de la Ayahuasca. Pero
ninguno de nosotros estábamos interesados. No me hacía gracia perder el control
de la situación y quedar inconsciente y delirando a la merced de unos
desconocidos.
Durante la excursión, nos alojábamos al raso, o sea,
dormíamos al aire libre con la única protección de una mosquitera y la
comodidad de la tela de mi hamaca como colchón. Y contábamos con un toldo
unitario que nos protegía de las inclemencias del tiempo. Cada noche dormíamos en un diferente lugar y
siempre en las riberas de las quebradas. Nuestro principal aporte proteico alimenticio
provenía de la selva y los hidratos del arroz y los macarrones comprados en la
civilización.
A la mañana siguiente nos pasaron a recoger nuestro guías,
Edgar y Raúl; quienes no tenían gran pericia en los entresijos selváticos, ya
que estaban más familiarizados con la agricultura y la ganadería. Su amabilidad
y dedicación compensaban en parte su falta de conocimientos. Hubo dos ocasiones
en las que estuvimos a puntos de perdernos en la selva cuando dejamos la canoa
para pisar tierra firme, el rostro de Raúl le delató las dos veces. Aunque no
había señalizaciones reconocibles para los turistas era un circuito habitual
que todos los guías de esa agencia solían seguir, y nuestras expediciones a
tierra generalmente duraban unas dos horas, al ocaso acampábamos en pequeños
claros a la orilla de algunos de los riachuelos. Por fortuna, para El Viajero
Pesimista, en el 2005, no había mucha gente y solo nos cruzamos con cuatro jóvenes
alemanas de cuerpos atléticos, justo cuando ellas acababan y nosotros iniciábamos
nuestra aventura. Me sorprendió mucho, y luego lo entendí, la alegría y el
alivio que transmitían sus rostros emocionados al pisar tierra “civilizada” de
nuevo.
Antes de adentrarnos en la selva. tuvimos que registrarnos
en una comisaria. Allí nos atendió un policía que vestía solo unos pantalones
deportivos y tenía los pies y su revólver sobre la mesa mientras se balanceaba
ligeramente inclinado en una silla de plástico, apoyada en sus dos patas
traseras. Nos atendió sin abandonar tan cómoda posición. Esa imagen chulesca
nos incomodó, pensando erróneamente que al final nos exigiría una mordida que
nunca ocurrió.
La Reserva de Pacaya-Samiria tiene una extensión ligeramente
mayor que Kuwait. Este espacio fue declarado protegido en 1972, debido a su
enorme biodiversidad. Se trata de una zona de bosque húmedo tropical, con
innumerables lagos, pantanos y aguajales, donde habitan miles de especies,
muchas de las cuales no han sido estudiadas o clasificadas. Esta extraordinaria
biodiversidad se debe a la compleja topografía de la región y su proximidad a
los Andes, lo cual evita que las nubes pasen y crea un clima lluvioso. Además,
los ricos sedimentos arrastrados desde las tierras altas hasta la depresión selvática
contribuyen a está increíble explosión de vida.
Mis mejores experiencias en la selva fue la observación o
interactuación con la fauna salvaje y a continuación os mencionaré los encuentros
más emocionantes que experimenté:
Aquella mañana estábamos
disfrutando de un refrescante y ansioso baño en las aguas turbias de la cuenca amazónica,
en un área considerada segura según nuestros guías. Fue entonces cuando me
sorprendió ver a tan solo dos metros un delfín rosado con ganas de jugar. estuvo dos escasos dos minutos en mi campo de visión hasta que desapareció. Eran unas criaturas fascinantes.
Pasábamos muchas horas navegando por las quebradas en silencio, cuando Raúl, mi guía, cogió una jovencísima anaconda. Decidí tomar varias fotos con ella, dejándola y liberándola nuevamente. También capturé una foto divertida de Raúl utilizando su cabeza como improvisado tendedero, secando en ella sus calzoncillos. Fue una manera curiosa de secar la ropa intima .¿No creéis?
Durante nuestras incursiones a pie, utilizábamos botas de
agua para protegernos de los insectos, especialmente de las hormigas balas, cuya
picadura contiene un veneno muy doloroso. Estos insectos son muy beligerantes y
mayores que las hispánicas. Usar las
botas de agua nos brindaba una capa adicional de seguridad. Lástima que las que
me dieron me iban súper justas y cada vez que me las colocaba se convertía en
una pesadilla.
En uno de los ramales acuáticos, casi estuvimos a punto de
volcar la canoa cuando un enjambre de abejas malhumoradas nos atacaron al toparnos
con las ramas de un árbol que albergaba una gran colmena. Afortunadamente, aún llevábamos
puestos los chubasqueros de plástico que nos protegió de más picaduras .¡Bueno! Cuando dije volcar, tenía que haber sido más sincero y decir que estuve yo a punto de volcarla, fui el que más nervioso se puso, echando agua sobre mi cuerpo desesperadamente y balanceando la canoa peligrosamente. Mantener la calma era la mejor manera para que no nos siguieran picando y no caer en una quebrada de misteriosos seres vivos que desconocía sus intenciones, pero fue, sin lugar a dudas, una lección bien aprendida que aprendí con la propia experiencia.
En las noches experimentamos también momentos de inquietud.
En una ocasión, se colocó una tarántula en la parte externa de la mosquitera
del compañero estadounidense, y en otra ocasión, un valiente ocelote merodeó por
el campamento. Recuerdo que me despertaba cada dos horas para asegurarme de que
no hubiera ninguna abertura por donde pudiera colarse algún insecto u otro pequeño
animal. Además, cada mañana debía revisar toda mi ropa. Un día descubrí en el
interior de mi sombrero un pequeño escorpión de dolorosa picada. En esos
momentos, comprendí perfectamente por qué las cuatro alemanas tenían aquellos
rostros de felicidad y alivio al salir de la selva.
Definitivamente la selva amazónica está llena de
maravillosas experiencias, inigualables y nunca monótonas, siempre ocurre algo.
Solo hay que esperar un poco para que te sorprenda. Ver volar a los guacamayos
con fuertes y estridentes sonidos bocales. Presenciar la reacción de las
tortugas al percibir nuestra presencia y verlas sumergirse rápidamente. Los pecaríes,
con sus gruñidos y alertas, al aproximarnos a ellos sigilosamente; pero por muy
sigilosos que seamos ellos están en su entorno y serán mucho más listos que
nosotros. Incluso presenciar lo cruel que llegar a ser este entorno, un caimán sin
cola, devorada recientemente por unas glotonas pirañas.
Y todo llegó a su fin. Uno sentía que había vivido una
experiencia única y muy especial. Inigualable. Los abrazos con nuestros guías
cuando volvíamos a embarcar en un ferry, rumbo a Yarimaguas. Sentí una extraña melancolía al marchar de
allí, sin saber si alguna vez regresaría. Sin embargo, sabía que algo de ese
lugar se quedaría en mí , formando parte de mi esencia.
Y tuve una vaga sensación y amargura que me atrapó cuando pensé que nunca más encontraría a ningún bosque hermoso después de estar en la selva amazónica, ninguna alrededor del mundo podría suplir a mi amor verde, a mi Infierno Verde.
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