Mochilero en Nasqh-e Jahan
Mis horas en la gran plaza.
En Isfahán, el clima no acompañaba, era desapacible y encapotado aquella mañana de febrero de 2019. La segunda plaza más grande del mundo, Nasqh-e Jahan, se descubría ante mí. Las fuentes ornamentales permanecían inertes, como si hubieran sido abandonadas hacía mucho tiempo, y los andamios se alzaban por las paredes de los edificios emblemáticos robándoles protagonismo, robándoles belleza. Los astros querían alinearse en mi contra, destinados a dejarme un mal recuerdo de un lugar que había recibido a lo largo del tiempo millones de elogios por parte de viajeros y delegaciones de gobiernos extranjeros. Esta plaza fue construida en un época en la que los españoles estaban descubriendo América para Europa. En mis primeros momentos allí, la decepción se entremezclaba con la admiración, y un sabor agridulce recorría mi ser.
Así que, en aquel momento, no podía hablar de amor a primera vista. No había logrado arrebatar mi espíritu de mi cuerpo y elevarlo a una dimensión más elevada, ni dejarlo completamente a merced de las emociones más intensas que despertaban las obras faraónicas en los hombres, ni recitar una oda a la inigualable belleza de su arquitectura. Me sentía desconcertado, apático en términos de deseo, incapaz de experimentar una erección. Pero, como la bendita ayuda de una amante apasionada y diligente, fui recobrando mis pulsiones, volví a las intensas emociones del viajero que descubre antes sus ojos una maravilla. La plaza, la maravillosa plaza, fue seduciéndome poco a poco, como una experimentada y sabia hija de Afrodita. Caí rendido a sus pies, hechizado por sus evocadoras imágenes orientales.
Fue a las 09:00h cuando accedí a ella, y de repente, el constante ruido desvaneció de mis oídos. Los automóviles dejaron de emitir sus emisiones grasientas que se adherían al aire, luchando contra el oxigeno para convertirse en el principal compañero del nitrógeno. En las ciudades iraníes, el aire que se respiraba era aceitoso y pegajoso, nunca antes había experimentado niveles tan elevados de contaminación en el ambiente. Era sobrecogedor y repugnante. Y la plaza, parecía un oasis de "aire puro" en Isfahán. Por fortuna, una norma municipal había desterrado los coches de esa maravilla.
En aquella jornada laboral había muchos colegios de niños con sus maestras cubiertas con el chador. No observé ningún maestro, pero si los había debían ser minoría. Los niños y las niñas jugaban inocentemente, ajenos a que el futuro les arrebataría un día continuar jugando, obligándoles a esconder su sexualidad, a masturbarse en la clandestinidad absoluta con el sentimiento de culpa, a unirse en matrimonio con un desconocimiento absoluto de su sexualidad, condenándolos a la llama eterna de la ignorancia, aunque esa llama casi nunca ha conseguido extinguirla el ser humano; ni, paradójicamente, con la liberación sexual que ha llevado a la confusión y la frustración a muchas personas, al desconocimiento de su sexualidad, por mucho sexo que hayan mantenido, por mucha promiscuidad que haya habido en sus vidas, el ser humano sigue siendo tan estúpido con chador que sin él, pero al menos es más libre para ser insensato, y eso ya es mucho.
Miré al frontispicio de la Masjed-e Shah y observé, lo que muchas guías e influencers ya habían descrito antes, que el acceso que da a la plaza no era lineal con el resto de la mezquita, como si hubiera sido golpeado con una enorme maza en un lateral, tenía una desviación en su interior a causa que estaba orientada hacia la Meca.
Pagué en taquilla los 200,000 riales obligatorios para poder acceder a la mezquita, que impresionaba por su belleza, aunque no lucía lo que debía a causa de los tablones y vigas que ocupaban el patio interior, el estanque de abluciones. Despertaba mis rasgos físicos la curiosidad de las niñas congregadas pertenecientes a los colegios con sus saludos y preguntas en inglés. Todavía las alas de la curiosidad podían elevarse alto.
Salí de la sorprendente mezquita y en el umbral de esta que se unía con la plaza, que estaba abovedada su perimetral interior, se ubicaban las tiendas, un hombre de mediana edad me saludó en español: ¡Hola, amigo! Resultó ser un vendedor de alfombras persas artesanales. Tal como describió Anna M. Briongos en su libro. " El meu Irán", estos vendedores enseguida percibían qué tipo de cliente uno era. Conociendo que no gastaría miles de euros en una alfombra, intentó ofrecerme una pequeña posiblemente por unos cientos de euros. Sin embargo, al no estar interesado, ni siquiera intenté regatear.
Aproveché para recorrer los pórticos repletos de comercios. Sin lugar a dudas, este era el mejor sitio en todo Irán para comprar algún recuerdo. El problema para mí era que no constituía mi destino final; todavía debía recorrer varias regiones más con una mochila al hombro, y controlar el peso resultaba fundamental, y más, con el espinazo resentido.
El tiempo en la plaza cogía velocidad, dejando atrás el tedio.
Posteriormente de visitar Masjed-e Sheikh Lotfollah saqué partido de los bancos dispuestos en un jardín y tomar un refresco viendo a la gente pasar. A los diez minutos cuatro jóvenes iraníes se sentaron en un banco cercano. Las adolescentes, como cualquier adolescente del mundo cuando se juntan con los de su edad, sonreían y bromeaban. Deben ser los mejores momentos de esta época, donde casi nadie los entienden ,y la amistad se convierte en uno de los fundamentales cimientos para sostenerse. Una de ellas, contra todo pronóstico, dejó caer su pañuelo hacia atrás, revelando una hermosa melena a la vista del mundo. Ellas sabían que yo era extranjero y que no les diría nada. Su rostro reflejaba la V de la victoria, la alegría de quien cree estar venciendo al sistema, que es mucho más fuerte él.
No obstante, la alegría en la casa del pobre dura poco, y un hombre de mediana edad con una educación exquisita se acercó a recriminarles su acción. El sermón duró diez minutos, y en ese intervalo de tiempo, la chica volvió a taparse su cabello y, como perros sumisos, aceptaron mansamente la reprimenda.
Las adolescentes desaparecieron y se acercó a mi banco un anciano que le había despertado curiosidad y con ganas de conversar. Tenía 86 años y, a pesar que se presentó, no logré retener en mi memoria su nombre. Nunca tuve una memoria privilegiada para los nombres, más bien, mediocre. Hablamos durante un periodo de tiempo largo. Coincidimos en algunos principios, ambos éramos agnósticos. No creíamos en las religiones egocéntricas, donde el hombre es el centro de todo para Dios; tampoco en el ateísmo, que resultaba demasiado soberbio desde su posición insignificante en el universo.
También conversamos sobre la historia y los historiadores. La primera de un gran relevancia e importancia para entender nuestra naturaleza a lo largo de nuestro proceso evolutivo, mientras que la segunda una herramienta nacionalista que tiende a tergiversar los sucesos desde una perspectiva muy sesgada. Son pocos los historiadores ecuánimes, pero se agradece cuando aparece uno en la historia de la humanidad. Y en eso, ambos estábamos plenamente de acuerdo.
¿Conoces Zurkhaneh? Me preguntó. "Es una disciplina mística que combina danzas tradicionales y artes marciales en gimnasios octogonales. Alrededor de una especie de tatami, suele haber unas pequeñas graderías con varias zonas para atletas, músico y público. En Isfahán hay un local donde puedes presenciarlo en directo a las 21:00h." Sin embargo, no tuve la fortuna de poder verlo, el día que fui estaba cerrado.
Me despedí de aquel extraordinario hombre que había vivido varias revoluciones en su vida y me alejé de la plaza hasta el día siguiente.
A la mañana siguiente entré de nuevo a ver los monumentos que no había visitado.
Accedí a Kakh-e Ali Qapu, ubicado en el extremo occidental de la plaza. La entrada me costó 200000 riales y la audo-guía en español 170000 riales (muy recomendable).
Era un palacio histórico que destacaba su balcón construido con madera de plátano de sombra y el techo de su cubierta elaborada a partir de pequeñas piezas geométricas de diferentes colores formando hermosas celosías. Sorprendentemente no estaban pegadas, sino encajadas entre sí. En el centro de este balcón había un extraño estanque de cobre. Además, desde esa posición privilegiada, los presentes podíamos disfrutar de una perspectiva más amplia de la rectangular plaza. En épocas pretéritas, las clases privilegiadas solían disfrutar de los espectáculos que se ofrecían allí, como carreras de caballos o juegos de polo.
Lo que nunca recomendaría era la cafetería que había en un patio interior, por mucho de sabroso que fueran los cafés con leche. Me cobraron la cifra desorbitada de 250000 riales. Si bien es cierto que no llegaba a dos euros y para un europeo no resultaba un desembolso muy grande, pero era una estafa si lo comparábamos con el precios reales del país.
Aproveché otro rato para disfrutar de la vida cotidiana iraní en la plaza cuando se acercó varias familias y comenzaron a tomarse fotos junto a mí, como si fuera un animal exótico. Preguntó de donde era. La esposa pensó que era de California y su marido, con un tono paternalista, le explicó que era de Cataluña y donde estaba ubicada. Me sorprendió cuando me dijo que estábamos a tiros, que era una región en conflicto casi bélico. Había escuchado las noticias de la crisis que se desató con el llamado "procés català". Tuve que desmentirle que la situación no llegó a esos extremos.
Al mediodía de aquel día dejé para siempre la plaza Nasqh-e Jahan que pensé cuando salía que no volvería a ver jamás en esta existencia. La nostalgia no duró mucho cuando el ensordecedor ruido de los quejidos automovilísticos volvieron a ser una realidad y la atmosfera un lugar inhóspito para la vida saludable. No era extraño que hubiera tantos casos de cáncer.
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