ASCENSIÓN AL VULTURÓ

                  (LA ATALAYA DE LA PROVINCIA DE BARCELONA)


Hacía días que no visitaba a mi madre. Me quedé a dormir  durante algunas jornadas. Cuando entré a su casa, el primero en saludarme efusivamente fue el pequeño de la casa: un can mestizo con rasgos muy pronunciados de los podencos portugueses. A  pesar de sus once años, todavía tenía una energía desbordante y corría a la velocidad de un rayo . Brincaba y saltaba como un gran resorte saltarín, elevando su cuerpecito hasta tocar  casi mi cara. Estaba ansioso porque quería su chuche, lo exigía. Lo había mal acostumbrado, ya que cada vez que venía, siempre le traía, y le sigo trayendo, un dulce canino. Se sentaba y se lo depositaba en su hocico cónico y alargado. Se la devoraba como si estuviera en estado salvaje, temiendo que otro animal pudiera robársela.

Durante los días que permanecí  en casa de mi madre el podenco portugués no se separó de mi lado. Dondequiera que iba, él me seguía, y a la hora de dormir se acurrucaba a mis pies o en el suelo dependiendo de la estación del año en la que nos encontráramos. El suelo en verano era más fresquito que las sábanas. Incluso mostraba reluctancia, actuaba como un remolón, cuando se trataba de salir a pasear con otros miembros de mi familia. Solo quería que yo lo llevara a pasear, como en los viejos tiempos. 

Nos une cientos de kilómetros recorridos a pie, y posiblemente miles, por senderos y bosques llenos de aventuras. Hubo momentos que tuvo que lidiar con sobresaltos y sufrimiento físico, como aquella jornada maratoniana en las montañas del prelitoral  catalán, donde  terminé llevándolo en mis brazos durante los últimos kilómetros, ya que estaba exhausto. Aunque esa no fue la única vez. Cada vez le costaba más seguir mis pasos, y su mirada era tan lastimera que me partía el corazón, así que  anduve con él en brazos durante los últimos kilómetros. Nunca imaginé que un animal podría agotarse antes que yo, pero no es que se agotara antes que yo, sino que mientras yo caminaba ,él corría en todas direcciones. Terminó acumulando más kilómetros que yo. ¡Y eso que yo recorrí 50 kilómetros!



Todos esos kilómetros recorrido a lo largo de tantos años, a pesar de no compartir el mismo techo, nos ha unido de una manera indeleble en un amistad interespecies, algo que creía inusual, casi imposible, antes de conocer a Hulk, el nombre de este perrito. Al igual que los lazos de amistad que surgen entre seres humanos cuando se comparten y se luchan contra experiencias adversas. En esos momentos de nuestras vidas, la amistad se torna sólida y perdura para toda la existencia, a pesar de que los caminos se bifurquen para siempre. Algunos podrán afirmar que es imposible forjar tales vínculos entre dos especies diferentes, pero eso se debe a que no han tenido la fortuna de pasar horas y horas en compañía de otro ser vivo, observando actitudes sumamente familiares en su rostro y quizás hasta descubrir una sonrisa inesperadamente en una cabeza no hecha para sonreír. Pero una sonrisa completa no solo reside en la extensión de las comisuras labiales, sino en la mirada, una mirada que suele expresar mucho más que las palabras.

Mientras ronroneaba como un gato en respuesta a mis caricias, observé el álbum de fotos de mis ascensiones a montañas, deteniéndome en una que compartí con él, en noviembre del 2013. Volturó, la montaña más alta de la provincia de Barcelona, 2648 m. Emprendí un viaje retrospectivo de aquel día, ya entrado el otoño. La primera imagen que me viene es la de colocarme las botas de senderismo mientras él las olisquea, evocando en su pequeña mente o asociando ideas de experiencias vividas en los bosques iberos, de suma alegría; gracias a los aromas de los recuerdos, comenzó a saltar verticalmente más de un metro porque volvíamos a la naturaleza otra vez, a la llamada salvaje. Los bosques, por mucho tiempo que lo hayamos abandonados, siguen formando genéticamente parte de nosotros, somos sus hijos, que nos emancipamos hace ya un largo tiempo sin saber si hicimos lo correcto. Porque , por muchos siglos que hayan pasado desde que ya no habitan allí su instinto, como el mío, pertenece a la naturaleza, a las tierras salvajes y prístinas donde las pasiones viven desenfrenadas, sin vallados que interrumpan su divino flujo. Un flujo que siempre ha tenido un precio: una mayor brevedad en el planeta. Pero, ¿es realmente  tan valiosa una estancia prolongada en una "prisión" en comparación con el sacrificio de la efímera felicidad  de los seres vivos?

Y eso  es incontenible cuando se descubre. Él ya conoce a mamá natura. Así que en esos momentos, no hay ser vivo más feliz que él, a pesar que las agujas del reloj señalen las cuatro de la mañana. En cambio, no compartía su estado de ánimo, durante las primeras horas del nuevo día que todavía permanece en la oscuridad. A esas horas funciono siempre a media gas, con lentitud y somnolencia. 

Subimos al coche ,asegurándolo al asiento trasero. Nos esperaban dos horas y media de viaje hasta llegar a las faldas de las montañas de la Sierra del Cadí. Él se fue calmando, acomodándose en el asiento, adormeciéndose en esa posición tan curiosa que tienen los perros, recogidos como un ovillo. Al amanecer, sus tonos ámbar, rojo y naranja arden alrededor del lucero naciente, aún no con suficiente brío para cegarme; de vez en cuando, se erguía Hulk y se quedaba mirando el horizonte, como si fuera el primer can filosofo que intentaba comprender el mundo, que se preguntaba para qué vivíamos.

Llegamos al punto de inicio de esta ascensión, un pequeño pueblo del prepirineo  de quince habitantes censados, de nombre resquebrajado (Querforadat). Tejas de barro dominaban la mayoría de las casas, pero no el pequeño campanario de la iglesia, coronado por un tejado tetraédrico de pizarra que sobresalía tímidamente de los tejados de dos aguas. La frenética  vida moderna parecía haber sido engullida por un salvaje embudo y solo el canto de los pájaros rompía el silencio diurno.

Estacioné mi seat Córdoba del año 2004 en una de las pequeñas explanadas que había, y mi pequeño amigo transformó su estado de ánimo sosegado al detenerse el coche, Lo primero que hice fue soltarlo, no dejaba de ladrar para que lo hiciera, y comenzó esa expresión frenética de movimientos que rezumaba felicidad, esa danza cuadrúpeda de contorsiones inverosímiles que despertaban una sonrisa en mí.  Mientras él se entregaba a tales momentos de gozo, yo preparé mi mochila. Y pensé que, cuando el Febo Apolo arengó a Héctor, hijo del rey Príamo, en la Ilíada, en el canto XV, en lugar de referirse a un caballo, bien podría haberse referido a él, describiendo su estado de ánimo actual si eliminamos las crines y la cebada del verso: "Como un caballo estabulado ,saciado de cebaba en el pesebre, cuando el romper el ronzal galopa golpeando la llanura, acostumbrado a bañarse en el río de bella corriente, lleno de orgullo, con la cabeza en alto y las crines a los lados del cuello volteando, confiando en su esplendor, lo llevan a él como el caballo de Apolo, a un gran regocijo que se manifestaba en cada expresión de su cuerpo."

Hoy, a pesar de ser el 1 de noviembre, hizo un día esplendoroso, con una temperatura casi de principios de verano. El cielo estaba completamente despejado, de un azul claro e intenso sin manchitas blancas. Los meteorólogos informaron que esa sería la última jornada de temperaturas agradables, ya que al día siguiente comenzarían a descender drásticamente la temperatura y la blanca nieve no tardaría en hacer su aparición. Fuimos los que cerramos la temporada por la vertiente norte, la más fría. Seguramente habría quienes ascenderían en invierno, pero los mortales más audaces o menos preparados físicamente nos olvidaríamos del Prepirineo hasta finales de la primavera del próximo año. 

No me resultó complicado buscar las primeras señales de la ascensión; el inmenso muro de la cordillera del Cadí  donde se encuentra el Vulturó actuaba como una referencia inequívoca. Cubierto de nieve, debía recordar a la muralla de hielo  que separa los Siete Reinos de las tierras salvajes de más allá de la famosa serie de "Juego de Tronos". "Esperemos que no haya seres parecidos a los caminantes blancos cuando alcancemos la cima, Sr. Hulk, de este murallón que parece infranqueable" Me dije para mí mismo, al mirar desde el pueblo aquella masa enorme que se alzaba intimidante en el horizonte, intentando cerrarlo. Desde aquella vertiente había dos posibles rutas, acceder desde el Canal de Cristall o el Canal de Baridana. Elegí esta última a pesar de que las reseñas en internet indicaban que era más complicada.



Pronto aparecen las marcas rojas y blancas del GR 150, que seguimos  al principio a través de un pequeño bosque. Hulk, a pesar de no hacer justicia al can por sus dimensiones, había sido bautizado en la pila de los sueños infantiles por mi sobrino cuando tenía cinco años. Hulk olisqueaba ardorosamente las desconocidas fragancias de ese nuevo mundo  que exploraba por primera vez. Sé le ve feliz. La llamada de la Selva, como diría Jack London, le hacía vibrar de entusiasmo. Ladró a dos vacas desde lejos, sin atreverse a acercarse demasiado. Debió de pensar que eran demasiado grandes para él. Nunca fue un héroe ni un suicida, siempre fue consciente de sus limitaciones y, si actuó con valentía, fue porque se sentía protegido.

Recuerdo uno de esos días que solíamos salir a pasear acompañados de un Bóxer bonachón de mi hermana, musculoso y grande. Era época de caza y ambos perros iban sueltos mientras yo caminaba por una inmensa pineda llena de matorrales. Ellos desaparecieron de vez en cuando de mi vista, entre los arbustos. En un momento dado, aparecieron cinco perros educados para el mundo cinegético, de mediana estatura, bravucones y amedrentadores con sus ladridos. Cercaron a Hulk en media luna, quien mostró su temor con la señal más evidentes en un perro: la cola entre las piernas y el repliegue de sus orejas. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que Duc, el bóxer de mi hermana, surgiera entre la maleza. Con su majestuoso e imponente porte delantero, se colocó entre Hulk y los cinco desconocidos canes, que retrocedieron atemorizados ante aquel maravilloso y musculado can, sin dejar de desafiar pero con menos confianza. Entonces, Hulk, recuperado y protegido por su colega, se envalentonó y azuzó a su protector a atacar con sus ladridos, resguardándose detrás de él. La situación se disipó cuando apareció el cazador y yo, evitando que se enzarzaran en una pelea. Por esa razón , sabía que Hulk solo ladraría un poco y dejaría en paz las vacas. 

Salimos de la falda  boscosa a un área desnuda de grandes árboles, enmoquetada por la hierba, antes de iniciar la ascensión por la pedregosa y complicada canal que ya se comenzaba a divisar , lo que me daba una idea de lo penoso que debía ser ascender por ella. Observé algunos rebecos por la muralla a lo lejos, pasando desapercibidos por mi pequeño amigo que seguía feliz descubriendo nuevos olores. 

Ya estábamos al pie del canal, uno de los accesos más "fáciles" para superar el muro, pero con una verticalidad que llega en algunos tramos a los 45º de inclinación, lo que permitía superar 450 metros de desnivel. La ascensión resultaba intuitiva, no había sendero. El primer tramo no resultó excesivamente duro gracias a que las piedras más grandes estaban en esa zona. Solo debía tener cuidado de apoyarme en las que estaban mejor aposentadas al terreno, y a Hulk tampoco le resultaba complicado.  De repente, desaparecieron esos formidables “escalones” y aparecieron los hirientes cantos que ocupaban casi todo el espacio. Allí, los pasos  eran muy resbaladizos  y tenía que esforzarme al máximo en superarlos, a veces ayudándome con los brazos y grandes peñascos. En cambio, a mí compañero se le veía más ágil en el ascenso. Finalmente logré llegar al adarve natural. Después de recuperar la maldita respiración  y sosegarme, pude disfrutar de la inigualable panorámica que se me presentaba.




Ya era solo un paseo hasta la fea y suave cumbre visual del Vulturó, casi inapreciable desde esta altura su mínima elevación, ni tan siquiera se le podía llamar cima. Llegamos al punto, por fin, más alto de la provincia de Barcelona, a 2648 m de altitud. Estaba señalizado por un poster indicativo que facilitaba su ubicación, ya que no resultaba sencillo identificar el punto más elevado. Desde ese punto, se podía observar con claridad la emblemática y escarpada montaña de aquella cordillera, el Pedraforca. Probablemente una de las montañas más bellas del mundo y símbolo del nacionalismo catalán. "Ves, Hulk. Aquella montaña la ascendí hace unos seis meses, no te llevé porque hay un tramo  en el que es necesario trepar". Indiqué la zona aproximada donde estaba el tramo vertical, cercano a la cumbre.




Y lo que podía parecer insignificante y estúpido para muchos se convertía en una alegría para otros cuando se conseguía llegar a la cima. ¿Qué hay en la cima? Por sí  misma, no suele haber mucho, es el camino y el esfuerzo que la transforma en un emblemático lugar, en un sitio mágico. La cima, con un teleférico, perdería toda atracción, y más esta. La cima le da sentido a la prolongada y la extenuante  ascensión, el denuedo en llegar a ella.     

¡Nos hemos ganado un buen almuerzo ambos!

Desandamos el camino hasta llegar de nuevo a Querforadat, el punto de inicio de la ascensión. No sin antes, enfrentar ciertas dificultades en el descenso en la canal, especialmente mi compañero. En un pequeño descansillo me ladraba desesperado porque no quería seguir bajando por allí. Le dije que tuviera un poco de paciencia, que en ese momento no podía llevarlo en brazos, bastante tenía con conseguir mantener el equilibrio y no caer, necesitaba las manos libres para apoyarme en cada resbalón. Me siguió, gimoteando, en su particular vía crucis canino, con sus patitas hundiéndose entre las punzantes cantos que arañaban inmisericordes sus extremidades, el pobre me habría seguido incluso si hubiéramos tenido que atravesar una lengua de lava. Mi corazón se encogió y lo único que  se me ocurrió fue animarlo, arengándolo para avivar su espíritu animal.

No pasó mucho tiempo antes de que el terreno perdiera inclinación, lo que aproveché para tomarlo en brazos hasta salir de esa trampa "mortal" para él. Mantener el equilibrio fue más sencillo en ese tramo, pero tuve que extremar mis pasos para no resbalar y no caer ambos rodando. Cuando finalmente salimos, lo dejé en tierra firme nuevamente, inspeccionando sus patitas que presentaban pequeños arañazos sanguinolentos.

Al final, llegamos al coche. Hulk estaba agotado, durmió todo el viaje, sin moverse. Envidié no ser perro en aquel momento, porque esa era la parte más dura de una caminata, la vuelta.  Conducir cansado no era precisamente un placer.

De repente, volví a la realidad, dejé de vagar por mi memoria, cuando mi sobrino corriendo se echo encima de mí. Y luchamos como héroes de Marvel, uniéndose Hulk, que quería transformarse en un perro verde con sus ladridos y con ganas de jugar.


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