Bagdad, la ciudad de las mil heridas.

 

Ni siquiera podía imaginar en el mejor de los escenarios hace unos años que en el año 2022 iba a visitar la capital de las mil heridas. Y mucho menos pensé que en un día soleado en la plaza Tahrir, al preguntarle a un tendero por una tienda de teléfonos, me respondería con tristeza: "¡Tu gobierno nos bombardeó! ¡Nos mató!" ¿Cómo podría explicarle en árabe que muchos ciudadanos de mi país estaban en contra de esa intervención? ¿Cómo disculparme sin palabras, simplemente compartiendo sus justificados sentimientos? ¿Era eso posible? Pero sí, ahora en el 2023, sé que fue real y estuve allí. Bagdad daba la bienvenida a los primeros turistas con la recién instaurada visa on arrival.

Y en mi ciudad, ¿cómo podría explicarles que en Irak, un país demonizado por la prensa y los gobiernos occidentales, había personas normales como tú y yo, si es que alguien es normal en este extraño mundo donde nos ha tocado vivir? ¿Cómo podría hacerles ver a algunas personas que las primeras víctimas del Estado Islámico eran los propios iraquíes? Y, después de informarme, ¿cómo podría negar que probablemente sin la intervención occidental liderada por Estados Unidos, este grupo de guerrilleros enajenados con ínfulas de guerreros asirios nunca hubiera surgido? Todo había sido trastocado y la primera víctima fue la verdad. Esa verdad que siempre es vapuleada por el instinto y el ego cuando no está en armonía con ellos.


A menudo, la vida se vuelve increíblemente compleja y corremos el peligro de generalizar y adaptar nuestro discurso para complacer a "nuestra manada" o al ego más poderoso e intimidante, incluso si eso implica simplificaciones absurdas que aceptamos como verdades. Sin embargo, estas simplificaciones son extremadamente perjudiciales, ya que transforman a los grupos sociales en seres muy diferentes de lo que eran en tiempos de paz. Aunque la paz en Irak siempre fue relativa, sacrificando el individualismo en pos del engrandecimiento de un individuo, la paz social en Irak exigía que muchos de sus ciudadanos pagaran un alto precio por su identidad o, en el peor de los casos, por su supervivencia. Indudablemente, la muerte de Saddam Hussein fue algo positivo, pero como aquel humilde tendero me reprochó, el precio pagado fue exorbitante y no valió la pena. Es verdad, me sentí culpable cuando me recriminó por aquellos bombardeos que segaron la vida de sus compatriotas. Después de presenciar las heridas de la ciudad en la primavera de 2022, las cicatrices en proceso de curación eran innumerables, no se contaban por cientos, sino por miles. ¿Cómo reprocharle su conducta poco amistosa a alguien que había perdido tanto? Y a pesar de las vicisitudes adversas vividas, la mayoría fueron amables.

Y es que, ¿en qué otra capital del mundo habrías subido a un taxi y el conductor no te habría dejado pagar la carrera? ¿En qué otra capital un militar te habría ofrecido agua al verte sudando bajo el inclemente sol del desierto? ¿En qué otra capital habrías presenciado el paso del río que lleva más tiempo asociado con la humanidad? ¿En qué otra capital, a pesar de décadas de destrucción, los hombres aún son capaces de ser honestos y hospitalarios? Esa capital se llama, sin duda alguna, Bagdad. A pesar de sus innumerables heridas, me hechizó como una bella sirena.


Recuerdo aquellos primeros momentos de madrugada en la sala donde se ubicaban los puestos de control de pasaportes del aeropuerto internacional de Bagdad. En esa sala, solían mezclarse hace poco tiempo con los nacionales los pocos viajeros occidentales mercenarios que venían a cumplir con su particular cruzada, sin saber realmente qué les llevaba allí: si la religión, el dinero o la posibilidad de matar personas sin ser juzgados.

Allí, en aquel rincón de la vetusta sala, los extranjeros esperábamos para que nos tramitaran el visado. Mientras esperaba, charlaba con un joven búlgaro sobre Irak y sus experiencias en el país. Estaba totalmente fascinado por todo lo que había visto. Y ya no éramos mercenarios, sino viajeros dispuestos a dejarnos sorprender por esta región cuna de las civilizaciones.

En menos de una hora, todos teníamos nuestros visados en el pasaporte, a cambio de pagar 75 dólares. El agente nos instó delicadamente a que le diéramos una propina de dos dólares a cada uno. Aunque a mí no me aceptó los dos euros y me dejó pasar sin más. Es curioso, considerando que en aquel momento el euro tenía un valor superior al dólar. Nadie, absolutamente nadie, me pidió la reserva de hotel de cinco estrellas que reseñaban en algunos foros o páginas webs como requisito para tramitar la visa.

 

Me alojé dos noches en el Life Palace Hotel y Rest., allá donde el Tigris, al paso por Bagdad, se retorcía a sí mismo describiendo una alargada parábola donde en su interior se encontraba este alojamiento y varias calles relativamente cercanas al centro. No era un hotel de cinco estrellas, pero tampoco una pensión. El precio, si la edad no empieza a mermar mi memoría, fue de 40 dólares la noche con desayuno buffet incluido. Generoso y delicioso desayuno que para recordatorio gustativos ahí no mengua la muy cabrona.

Una hora antes, después de comparar alternativas en la terminal de llegadas del aeropuerto internacional para trasladarme hasta el hotel, y descartar la idea de utilizar el transporte público debido a que era de noche, finalmente opté por tomar un taxi luego de regatear un poco el precio inicial que me habían solicitado, rebajándolo a 40000 dinares.

Salí al balcón, que estaba más polvoriento que la habitación, cubierto por una fina capa de arena de las tormentas de arena de días anteriores. Me quedé allí, embelesado por un rato, observando las casas bajas a mi alrededor y pensando: ¡Estoy en Bagdad! Todo era tan extraño e irreal que parecía sacado de un cuento de las mil y una noches. Solo me faltaba la mirada de unos hermosos ojos de mujer detrás de un velo diáfano y un joven volando sentado en flor de loto en una catifa sobre el horizonte para creer firmemente que estaba viviendo un sueño.



Costó calmar el espíritu para despertar a las pocas horas. 

Y finalmente, di mi primer paseo por el militarizado Bagdad. En cada cruce, siempre había presencia militar, indiferentes pero presentes, con vehículos claramente de origen estadounidense ocupando espacios para viandantes. Opté por tomar la avenida menos adecuada, aunque cerca había una más comercial, con todas las tiendas necesarias para satisfacer a un viajero independiente, incluyendo tiendas de telefonía que vendían tarjetas de prepago.

Para comprar una tarjeta de prepago, era necesario firmar un contrato, proporcionar las huellas digitales, tomar una foto y hacer una fotocopia del pasaporte.

Era un escenario tan desolador, con edificios en ruinas que llevaban las cicatrices de la guerra, alambres de púas dispersos por todas partes, incluso en los pasos peatonales de los puentes. Bloques de muros de hormigón se encontraban colocados de manera arbitraria en las calles y avenidas para aislar edificios estratégicos. Había mucha basura y polvo. Incluso en algunos edificios en ruinas, que desafiaban milagrosamente la gravedad, algunas personas vivían en ellos, como lo evidenciaban sus ropas colgadas en los espacios abiertos, los cuales apenas podía llamar balcones debido a su grave deterioro. Me preguntaba cómo diantres las columnas de los soportales lograban mantenerlos en pie.




Pero aún más desolador era ser festivo en época de Ramadán en ese escenario apocalíptico. Los pocos viandantes eran hombres con trajes tradicionales y apenas se veía a una mujer. Las pocas que vi en aquellas primeras horas era imposible saber cómo eran físicamente o qué tipo de rostros tenían, ya que estaban cubiertas con las ropas más siniestras de la interpretación más extremista de los preceptos islámicos. ¿Era tan retrógrada Bagdad? ¿Acaso no habían derrotado al Estado Islámico? Si no hubiera vuelto, habría pensado que Bagdad seguía siendo una ciudad sin primavera, donde las flores nunca florecen. Pero Bagdad también mostraba una cara más amable y esperanzadora, con personas que buscaban alejarse de la faceta más fanática e insensible de las religiones. Querían diluir los terrones de intransigencia en las poderosas corrientes de la tolerancia. Y aunque tímidamente, Bagdad, definitivamente, quería su propio colorido y variado parterre, dejar la yerma tierra.

Como no iba a encontrar nada abierto, decidí enfocar mi primera visita en los escenarios urbanos exteriores. Así que me dirigí al puente Al-Shuhada, construido por los británicos durante su ocupación en 1937. Este puente es uno de los trece que conecta Rusafa con Karkh, las partes este y oeste de la ciudad respectivamente, tomando como referencia el río. El puente enlaza los antiguos barrios de la ciudad. Me posicioné en el punto central del puente para obtener una perspectiva de uno de los ríos que ha sido clave en el progreso de Mesopotamia, con más de seis mil años de historia: el Tigris. En ese momento, me pareció encontrarme frente al río más significativo para la historia humana, junto con el Éufrates, que había contemplado.

En el lado oeste, sobresalía una torre de la época otomana (Al-Qushla clock) con un reloj, rodeada por un pequeño jardín. Contiguo había un embarcadero donde sus ciudadanos cruzaban el río con una pequeña embarcación motorizada, ahorrándose el tramo del puente, por unos pocos dinares. También pude observar la estatua dedicada al poeta Al-Mutamabi ubicada al final de la homónima calle en perpendicular al río. Y al lado este, al salir del puente, a mano derecha, había un mercado de pescaderías donde se cocinaba el plato nacional de Irak, que se cocían lentamente, abiertos y ensartados en fuego de leña en grandes parillas circulares: Masgouf. No había restaurantes. Estuve a punto de hacer un “take away”, pero ¿dónde me comía un pescado en una ciudad donde los bancos no existían y los bordillos o los escalones no eran el mejor lugar para un improvisado comedor, ante tanta porquería rebozada en arena.








Me di un rápido paseo por la calle más cuidada del casco antiguo: Al Mutamabi. Estaba llena de tiendas abiertas y puestos de libros en sus soportales y en el paseo peatonal. Todas las fachadas estaban restauradas e impecables. Era un lugar limpio, "un oasis en el desierto", No tiene nada que ver con las calles de su entorno. En un pequeño mercado, cerca del río, vendían souvenirs a precios ridículos para un occidental. Unos chicos al percatarse que era extranjero me rodearon y se hicieron un selfi conmigo. La cafetería más famosa de la ciudad vieja estaba cerrada debido a la misma razón que muchos otros negocios: Eid-al-Fitr.(Fiesta de la Ruptura del Ayuno). El té del Café Shabandar tendría que esperar hasta mi regreso. Una cafetería famosa donde acudía intelectuales de la ciudad desde hacia décadas.

Vagué por la ciudad hasta llegar a la calle Saadoun, una de las avenidas principales. Durante mi búsqueda de una tarjeta SIM para mi teléfono móvil, tuve un encuentro incómodo con el tendero de un puesto callejero, como os conté al principio. Me indicaron otros menos “vengativos” que lo mejor era ir cerca de la plaza Tahrir o plaza de la Liberación. Aproveché la oportunidad para tomar algunas fotos del célebre monumento a la Libertad, que conmemoraba la independencia de Irak en 1932.

Estuve en la tienda charlando distendidamente con un chico y el dependiente sobre fútbol y otros temas triviales. Les expliqué lo que me había sucedido una hora antes al intentar entrar caminando por una de las cuatro puertas de acceso a la Zona Verde, en concreto la Puerta de los Asesinos. Mientras me disponía a entrar, un militar salió de una garita en el lado opuesto y con gestos airados me indicó que me acercara. Al igual que la mayoría de los iraquíes, solo hablaba árabe. Opté por mostrarle mi pasaporte y abrir mi bolsa para tranquilizar su estado de ánimo, a pesar de que no entendía su verborrea ininteligible que fluía como un torrente de agua. El resultado fue que me expulsó de allí. No se le podía culpar por su reacción, considerando que la Zona Verde era ocasionalmente atacada por rebeldes, como el incidente de los cohetes ocurrido a finales de 2021.

Cuando me dirigía al hotel, cerca del hotel Palestina, un guardia que se encontraba en una de las puertas de acceso me indicó que me acercara. "¡Bebe, bebe! ¡Mójate la cara!", insistió al verme enrojecido como un tomate. A pesar de que ya eran las siete de la tarde, el calor seguía siendo sofocante. Expresó con determinación que su sueño era ir a Europa, que amaba Europa. Tenía idealizado nuestro continente, como muchas personas que no han tenido la oportunidad de visitarlo.

Podría explicar tantas cosas sobre Bagdad que tal vez en otro momento pueda escribir otra entrada en este reciente blog, inaugurado por un viajero que ha estado recorriendo el mundo durante más de dos décadas en sus vacaciones. Bagdad es una ciudad fascinante, llena de historia y cultura, que ofrece una gran cantidad de experiencias interesantes para compartir; pero, eso sí, marcada por sus mil heridas que tardaran tiempo en cicatrizar.

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